Array Array - Los aires dificiles
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Cuando Andrés Niño González, alias el Panrico, fue detenido en un pueblo de la provincia de Sevilla a mediados de octubre, después de permanecer más de un mes en las listas de busca y captura, ella ya era capaz de formular con más exactitud sus sensaciones. No podía olvidar que nada excepto el azar los había unido, pero tampoco que antes parecía haberlos seleccionado para tripular aquella nave terráquea y vulgar, dos casas enfrentadas al borde del mar, muy lejos del pasado. Todos ellos compartían una condición común. Todos eran supervivientes, habían sobrevivido a una herida mortal, al filo de una navaja, a una muerte, a una
pérdida, a una amenaza, a la implacable desventura de su propio nacimiento. Todos tenían un secreto, y cada secreto privado alimentaba el caudal del secreto común, el origen de esa fuerza que los unía, que extraían por igual de su unidad, y a la que ninguno podría renunciar sin perderse para siempre, solo y aterrorizado en campo enemigo.
Sara volvió a dormir, pero cada mañana, al salir al jardín miraba al cielo. Lo encontraba con frecuencia limpio, apacible, en paz con los vientos, otras veces nublado, o neblinoso, pero siempre conocido, familiar. Nunca halló nada inquietante, nada extraño en aquella tela azul, manchada de blanco o conmovedoramente intensa, y alumbrada por un único sol, el sol de siempre. Mientras tanto, los niños volvieron a sus casas, al colegio, Alfonso a su centro, Maribel al trabajo, el mundo al otoño, y ella a la rutina ociosa de unos días iguales en los que nunca volvió a sentirse sola. Y sin embargo, todos los días, al levantarse, miraba al cielo, averiguaba la dirección del viento, su carácter, lo llamaba por su nombre y no sabía por qué, pero esperaba.
El ascensor, tan nuevo como todo lo demás en aquella casa supuestamente
rehabilitada que sólo conservaba su fachada original, tenía un espejo. Mientras
subía al tercero, donde había quedado con la vendedora, Sara se miró en él y no
vio una, sino dos caras parecidas.
Tenía cuarenta y dos años, el pelo corto, y sin embargo dieciséis, una melena
larga, castaña, las puntas casi rubias, doradas por el sol de muchas tardes, etapas
de un paseo interminable por Madrid. Entonces y ahora se acababa el verano.
Entonces y ahora, Sara Gómez Morales era ella y era distinta, y las dos veces
otra, una impostora idéntica a sí misma.
—A mí los pisos altos me parecen mucho mejores, desde luego…
–la vendedora levantó las persianas y la luz inundó el salón, amplio, alargado, con
molduras de escayola en el techo y un flamante suelo de madera–, aunque eso va
en los gustos de cada uno, claro…
Era más pequeño que el piso que acababa de vender, pero mucho más caro. La
calle Hermosilla, incluso en aquel tramo que era ya más Ventas que Salamanca,
estaba en la otra mitad del mundo, en el lado opuesto a aquel del que su antiguo
barrio formaba parte, en una esquina de una realidad distinta, la que sería ahora
su propia realidad.
—Y éste es el dormitorio principal, con sus armarios, ¿ve?, y el cuarto de baño
dentro, aquí. Si lo quiere para alquilarlo, no le va a costar trabajo encontrar
inquilinos, creo yo. Es ideal para una pareja joven, con un niño.
—¿El de arriba es igual?
—Sí, exactamente igual.
¿Quiere verlo?
—Pues… –miró el reloj, no quería volver demasiado tarde a casa pero era pronto
todavía–, si no le importa.
Cuando paró el taxi ya había decidido comprar los dos, para aclarar de golpe
hasta la última peseta de su botín. Quizás por eso, sobre el cristal de la ventanilla, entre las calles y las avenidas, y esperando en todos los semáforos, volvió a verla, a mitad de camino entre un recuerdo y un personaje, aquella chica que llevaba su nombre y el pelo más largo, el cuerpo más ligero, el corazón pesado, a cambio, y veintiséis años menos en las piernas mientras bajaba a toda prisa las escaleras de un edificio en el que jamás habría creído que pudiera volver a vivir algún día. Sara sabía por qué corría, que sólo se sentiría a salvo al pisar la calle, al llenarse los pulmones con la brisa caliente que apenas hacía bailar las hojas de los árboles, que se sentía perdida, enferma, herida de derrota, de vergüenza, de asco, pero con fuerzas suficientes para correr todavía como una liebre, para intentar torear a cualquier tren sin más recursos que la agilidad casi infantil de su cintura. Aún podía sentir la huella de su dolor en el costado, escuchar la pobre frase donde buscaba más ánimos que consuelo, ya me acostumbraré. Eso había sido lo único que acertó a decirse entonces, y ahora, cuando sabía bien hasta qué punto había sido verdad, lo recordaba, ya me acostumbraré. Aquella imagen la hacía sonreír, y le llenaba a la vez los ojos de lágrimas. Era tan joven entonces, era tan buena y tan ingenua, era tan crédula, tan torpe, tan intransigente. Aún podía sentir la huella de aquel dolor en el costado, entrar en el metro con la boca reventando de un sabor más amargo, más salado que las lágrimas, recuperar su fe, sus tontos cálculos, los halagos de esa esperanza traidora que escondía la verdad, y los colmillos, mientras la empujaba a seguir adelante, siempre adelante. Ella no sabía avanzar en otra dirección, no conocía ningún otro camino, y estaba dispuesta a todo, al secretariado bilingüe, a la Academia Arce, a la Universidad a Distancia, a pagar cualquier precio por un futuro que nunca llegaría a recompensar la calidad de su esfuerzo. Sara lo sabía y por eso, aquella tarde, mientras volvía en un taxi a la calle Velázquez, enfundándose sin vergüenza, sin pudor, sin la menor tentación de culpa o de arrepentimiento, en la mansa y blanca piel de los corderos, habría dado cualquier cosa por encontrarse con ella, aquella chica valiente e indefensa, por abrazarla, y besarla, por sacudirla, y mirarla a los ojos, y decirle de frente, mírame, ahora eres como yo, algún día serás lo que yo soy, no lo olvides, cuando las calles se encojan y el cielo se desplome sobre tu cabeza, y todos tus días amanezcan nublados y todos tus amores caducados, cuando tu hijo no quiera nacer y tus padres se mueran, y te sientes a llorar en la cocina sin saber por qué, piensa en mí y espérame, porque yo he aprendido a correr más deprisa que los trenes, porque he encontrado un camino para llevarte de vuelta a casa, porque la venganza tiene tu rostro, la mirada aturdida y confusa de tus dieciséis años, el hambre que tus labios jamás saciarán en otros labios prestados, la humilde altivez que no logrará nunca elevar tu barbilla sobre el paisaje de una pobreza que aún desconoces, un balcón pequeño y repleto de macetas, cintas y geranios, plantas del dinero y amores de hombre que no comprarás en ninguna tienda, mírame, porque yo soy tú, porque tú serás lo que yo soy, cuando te quedes sola, piensa en mí, y espérame.
—¿Qué tal? –su madrina estaba en el salón, viendo una película, pero pulsó el botón de pausa cuando la vio aparecer, y le ofreció la cara para que la besara–.
¿Has encontrado algo?
—No, qué va –Sara improvisó una expresión de fastidio, se dejó caer sobre el
sofá, cruzó las piernas–. Bueno, he visto algunos trajes que me gustaban, pero no
eran como para ir de boda. Es que es difícil, ¿sabes?, una boda a finales de
octubre… Si me compro un traje de chaqueta, igual me hielo, si me compro un
vestido, igual no hace día como para ir con abrigo, total, que no me decido.
—Te lo dije –su madrina asintió con la cabeza, satisfecha de haber tenido razón, y
volvió a poner en marcha la película–. Estas fechas son fatales para comprarse
ropa.
Sara no fijó la fecha de la boda que se había inventado hasta que le comunicaron
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