Array Array - Los aires dificiles

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—¿Y qué consecuencias va a haber? –su madrina la miraba, intrigada–. Menos

problemas en el campo y más dinero en el banco, ¿no?, lo que dice Loreto.

Sara cerró los ojos un instante, dejó la servilleta sobre la mesa, se recostó en la

silla, cruzó los brazos antes de contestar. No le resultaba fácil seguir porque

acababa de darse cuenta de que tenía que calcular cuidadosamente el significado

de cada frase que pronunciaba, tirar con dedos limpios y precisos del hilo de oro

que acababa de descubrir por azar entre sus propias palabras, elegir la roca por

donde intentaría abrir una entrada en la mina.

—Pues no, no sería sólo eso…

Tu situación financiera cambiaría como de la noche al día. Doña Loreto no sabe

nada de legislación fiscal, ni tiene por qué saberlo, si vamos a eso, pero… Las

fincas rústicas no tributan igual que el capital, mami. Los propietarios de

explotaciones agrícolas tienen subvenciones, líneas de crédito privilegiado, a bajo

interés, pueden diferir los tributos si la cosecha ha sido mala o inferior a sus

expectativas y, por supuesto, se desgravan buena parte de los gastos, las

nóminas de los trabajadores, los pagos de maquinaria, las reparaciones que

tengan que hacer y cosas por el estilo. Todo esto lo sabes ya, o por lo menos te

tendría que sonar, porque te lo conté hace poco, y el año pasado, y el otro…

El dinero en el banco, en cambio, no tiene ninguna ventaja fiscal.

Al contrario.

Al llegar a ese punto se detuvo, aunque ya no necesitaba ganar tiempo. Sabía

muy bien lo que iba a decir a continuación, pero quería contemplar la reacción de

la anciana, comprobar si, tal y como ella calculaba, sus ojos viajarían desde la

intriga a la inquietud para ins talarse al final directamente en la furia.

—¿Y entonces?

—Entonces tendríamos que colocar el dinero de otra manera, buscar otro tipo de

inversiones, escoger fondos con desgravaciones fiscales, e ir cambiando de

estrategia en función del incremento de tu capital. Si decides venderlo todo, y lo

vendes deprisa, deberíamos incluso arriesgar un poco más. De lo contrario,

Hacienda se quedará con más de la mitad de lo que ingreses.

—¡Ah, no! –Sara había ganado la primera mano. Definitivamente furiosa, como

correspondía a su condición de rica española que no había pagado ni un duro de

impuestos durante cuarenta años de dictadura, doña Sara cerró los puños, los

estrelló contra la mesa, se inclinó hacia delante–. Eso sí que no, de ninguna

manera. Haz lo que quieras, lo que te parezca mejor.

—Bueno… No vendamos la piel del oso antes de cazarlo –y entonces recogió con

una mano la tormenta que había desatado con la otra–.

Primero vamos a pensar bien qué hacemos, y cómo lo hacemos. Pero si decides

vender, y vendes deprisa, yo creo que, de momento, nos convendría buscar otro

agente de bolsa, alguien menos conservador, menos legalista, más joven que don Ricardo.

No podía contar con el agente de don Antonio, pero tampoco sabía a quién recurrir, o más exactamente, sabía que sólo podría ayudarla la única persona de este mundo a quien no le gustaría pedirle un favor. Lo descartó aquella noche, al acostarse, y la mañana siguiente, al despertar. Lo descartaría todas las noches y todas las mañanas de aquel otoño, mientras se entrevistaba con administradores y arrendatarios, con ingenieros agrónomos y secretarios de ayuntamiento, para parcelar las fincas rurales de su madrina en lotes que se irían vendiendo de manera desigual, muy deprisa los mejores, afortunadas tierras húmedas en una provincia tan seca como Ciudad Real, más despacio los menos favorecidos. Lo descartaría también aquel invierno, cuando el propietario de todas las dehesas colindantes se decidiera a comprar también las que habían puesto a la venta en Salamanca, para consolidar la explotación ganadera más importante de la comarca. Y en marzo, cuando el hijo de doña Margarita hizo una oferta, baja en la teoría de la demanda pero irresistible en la práctica de las cifras, por la casa que don Antonio Ochoa destinaba a sus juergas adúlteras, lo descartó otra vez. Todas las noches, al acostarse, y todas las mañanas, al levantarse, lo pensaba, se animaba, se lo prohibía, renunciaba, y sin embargo, sabía desde el principio que no podía contar con nadie más.

Su vida social, que nunca había sido intensa excepto en los buenos tiempos que no quería recordar, se había reducido al mínimo. Buscar un socio al azar, a través de alguno de los intermediarios a los que había conocido como representante de su madrina, no sólo la exponía directamente al riesgo de una denuncia, sino también, en el menos malo de los casos, al de un chantaje tan largo como su vida. No encontraba un camino por donde seguir, no podía decidirse mientras el tiempo, indiferente, pasaba.

En la primavera de 1990 los billetes de banco llegaron a acumularse en el fondo de su maletero a un ritmo tal, que en algunos casos eligió la prudencia y entregó a su madrina una parte del dinero negro que hasta entonces había reservado para sí misma. Ése ya no era el problema. Mientras pensaba en Vicente, y se obligaba a olvidarlo, y volvía a pensar en él, y a desterrarlo en un segundo de su mente, Sara Gómez Morales, sin las muletas de su pasado, aquella chica tan joven que dejó de bajar una escalera a toda prisa cuando dejó de ser necesaria, empezó a preguntarse qué quería ser ella en realidad. Ante sus pies se abrían dos caminos diferentes. Uno le llevaba a ser una mujer acomodada y relativamente honrada, una especie de versión de lujo de la señorita Sevilla. El otro haría de ella una estafadora rica de verdad. Hacía meses que había vuelto a dedicar sus ratos libres a mirar pisos, aunque ahora buscaba algo distinto, un piso muy grande, muy barato y definitivamente arruinado, tan viejo que pudiera pagarlo a través de un crédito al que destinaría el importe de los alquileres de sus apartamentos, tan destrozado como para resolver la inflación de su maletero por medio de una reforma exhaustiva, lujosa, monumental incluso, lo que hiciera falta con tal de multiplicar su inversión por varias cifras a la hora de venderlo para empezar de

nuevo. Ése era el camino más tranquilo, más seguro, y el que circulaba al margen de Vicente. Y sin embargo, y sin abandonarlo del todo, escogió el otro. Cuando vendió por fin la casa de Toledo, doña Sara repartió el dinero entre sus sobrinos, y pagó los impuestos de la donación con sus propios fondos, sin repercutirlos sobre las cantidades que había regalado. Nunca me gustó esa casa, ya lo sabes, dijo solamente. A ella le regaló un coche nuevo y carísimo, su primer BMW, pero no dinero. Ya contaba con eso. Por mucho que la quisiera, por mucho que la necesitara o la prefiriera a Amparo y a sus hermanos, ella nunca heredaría el mantón, sino los flecos. Los hijos del servicio se prohíjan, pero no se adoptan, porque la sangre es roja y la ley es la ley. No iba a echarse a llorar a esas alturas pero, al margen de sus sentimientos, la situación de las cuentas corrientes de su madrina empezaba a hacerse insostenible.

Le hubiera gustado dejar pasar otro verano, darse más oportunidades para meditar, sujetar su ambición o prepararse mejor por dentro, pero ya no tenía tiempo. Lo había perdido descartando la única posibilidad que estaba a su alcance, cada mañana y cada noche, durante casi un año. Si esperaba hasta septiembre y la gestión se retrasaba por cualquier motivo, el año fiscal podría llegar a vencer sin resultados. Y ahora se jugaba mucho más que su prestigio en la eficacia de su trabajo.

Naturalmente, su nombre no aparecía en la guía telefónica. Cuando marcó el número de la sede del partido le sudaban las manos, le temblaban las piernas, y su voz retrocedió de golpe a un estado balbuciente, infantil. Y sin embargo, la primera persona por la que preguntó estaba en su despacho, y se acordaba de ella. En este momento no creo que esté localizable, le dijo, pero yo voy a verle dentro de un par de horas, vamos a comer juntos, déjame un teléfono al que pueda llamarte, va a ser lo mejor… No se dio cuenta de que la estaba mintiendo, pero diez minutos más tarde sonó el teléfono. Era Vicente González de Sandoval, y no su secretaria.

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