Array Array - Los aires dificiles

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Tamara, de pie en un punto equidistante entre su amigo y su tío, parecía perdida, sin saber muy bien adónde ir, cómo dividirse. Entretanto, la mujer uniformada abrió una carpeta, desplegó un folleto y empezó a repasar su contenido en voz alta, señalando cada párrafo con un bolígrafo, como si Maribel no supiera leer. —Perdone –Sara se levantó, se acercó a la cama, decidió que no le iba a merecer la pena presentarse–, pero yo creo que sería mejor que los niños salieran. Aguirre giró sobre sus talones, la miró un momento, no le preguntó quién era, le dio la razón con la cabeza. —Sí, acabo de darme cuenta…

Acompáñelos fuera, ¿quiere? Y es mejor que usted espere fuera, también. Ni hablar, dijo Sara para sí misma, ni hablar. Cerró la puerta de todas formas cuando salió con los niños al pasillo, y les propuso que se fueran un rato a la cafetería, os invito a tomar un batido, o una coca–cola con patatas fritas, lo que queráis, les dijo, aquí os vais a aburrir… Tamara y Alfonso aceptaron sin rechistar, pero Andrés se negó. No volvería a emitir una opinión propia y discordante en mucho tiempo, y sin embargo, Sara aún no lo sabía, y no se alegró de escucharla. —No y no –y como si la doble negativa no hubiera sido bastante, movió varias veces la cabeza antes de continuar–. No tengo hambre, ni sed, ni ganas de hablar. Id vosotros si queréis. Yo me quedo aquí.

Entonces, si aquél hubiera sido cualquier otro día, Tamara tendría que haber dado un pisotón en el suelo para exclamar en un tono intermedio entre la queja y el reproche, ¡jo, Andrés, cómo eres, siempre lo estropeas todo!, y Alfonso se habría lanzado a repetir como un loro sus últimas palabras, ¡lo estropeas todo, todo!, pero aquella mañana ninguno abrió la boca mientras los tres se sentaban en el banco a la vez. Sara se sorprendió de aquella inexplicable unanimidad, pero no encontró aún en ellos nada nuevo, ni distinto. Aguirre le recordaba en cambio a la matrona que la atendió muchos años antes, en otro hospital, cuando su embarazo resultó ser ectópico y sus planes saltaron por los aires. Ella también estaba de mal humor, harta, cansada, con ganas de acabar, de irse a su casa. Pero es que yo me encuentro muy mal, estoy fatal…, la había interpelado al fin, cuando se cansó de soportar tantas miradas agrias, tanta impaciencia, ¿es que no lo comprende? La matrona la miró desde muy arriba, instalada en la ventaja de su cuerpo erguido y carente de dolor. Pues anda, que si le contara cómo estoy yo, le había respondido luego, y en aquel instante, Sara la odió como no había odiado a nadie jamás. Luego, acostada en su cama, entumecida y sola, con el resto de su vida por delante, se asombró de la violencia de su reacción, la saña con la que le había deseado tantas veces la muerte sin despegar los labios.

Ojalá te mueras, se había repetido a sí misma, como una letanía, una salmodia, un recurso para salir del túnel en el que se habla convertido aquella camilla dura e iluminada por la rabia de los focos, ojalá te mueras, ojalá te mueras. La matrona simplemente tenía prisa, ganas de acabar, de irse a su casa, donde la esperarían quizás problemas tan graves, tan acuciantes como el suyo, pero Sara había deseado su muerte, y no iba a dejar sola a Maribel en el trance de desear la de aquella mujer uniformada. Cuando volvió a entrar en la habitación, cerrando

de nuevo la puerta a sus espaldas, ella no se volvió a mirarla. Había dejado de enumerar los recursos que el Estado ponía a la disposición de las víctimas de la violencia familiar y se dirigía a la convaleciente en un tono distinto, aún menos persuasivo y más directo.

—No hay nada que pensar, nada que dudar, en serio, hágame caso –miró el reloj, abrió un bloc de impresos, hizo un par de signos con un bolígrafo, siguió hablando–. Si usted no denuncia la agresión, no solamente se expone a que se repita, sino que se convierte en cómplice de su agresor.

—Ya lo sé, eso lo sé, pero es que… –Maribel la miraba, movía la cabeza, dirigía la vista hacia la ventana, volvía a mirarla–. Ahora no quiero pensar en eso, todavía no. Tengo que hacerlo bien, hablar antes con mi hijo, es su padre… —No, en este momento, no es su padre.

—¡Claro que lo es! –Maribel se incorporó sobre la cama y la miró con los ojos dilatados por el asombro–. Siempre lo será, es su padre, qué le voy a hacer… —No –ella no se dejó impresionar, y siguió adelante, encadenando palabras con más cansancio que indiferencia en un discurso que debía de haber repetido muchas veces–, ahora es su agresor, sobre todo eso, nada más que eso, ¿lo entiende? Eso es lo único que cuenta. Y ha huido, ya se lo he dicho. No se encuentra en su domicilio. Todo esto es demasiado grave, tengo la impresión de que no acaba de darse cuenta…

Tenía razón, toda la razón del mundo, y sin embargo, al escucharla en el apremiante desdén de su voz, cualquiera sentiría la tentación de escoger las razones del enemigo.

Eso pensó Sara mientras la escuchaba, advirtiendo los primeros indicios de desaliento en Maribel, que después de haber sido tan fuerte en lo peor, estaba ahora resquebrajándose por momentos, a punto de desmoronarse ante la impaciencia de una mujer sin compasión. Sara no estaba segura de que aquella dureza formara siempre parte del carácter de Aguirre, de que siguiera estando presente en su manera de relacionarse con los demás cuando se liberara de la faja cruel de su uniforme, pero si no era así, su mirada, su acento, sus gestos, resultarían aún más intolerables.

Aquella mujer no sabía medir, no había aprendido a mezclar en las proporciones adecuadas los ingredientes esenciales del papel que pretendía representar, y así, su autoridad sugería solamente hostilidad, su inexperiencia se disfrazaba de superioridad, y su conciencia de lo que era justo y de lo que no lo era desembocaba en un incomprensible desprecio que colocaba a la víctima en el sorprendente lugar de la acusada. En ese momento, Juan Olmedo entró en la habitación, se acercó a Sara y cruzó con ella una mirada de extrañeza. Maribel había tenido mala suerte, muy mala suerte, otra vez. Andrés era tan pequeño todavía, y estaba tan perdido, tan confundido, tan decidido a no llorar jamás, que Sara no podía dejar de contemplar su imagen repentinamente oscura, delgada, esquiva, mientras escuchaba la voz de su madre.

—Tiene usted razón, tiene toda la razón, y yo lo sé, pero me gustaría pensar en cómo lo voy a hacer, hablar con mi hijo, a lo mejor para usted no es importante,

pero…

—¡Ha estado a punto de matarla! –Aguirre elevó la voz, para demostrar que

todavía le quedaba una poca paciencia que perder–.

Hace dos días que ha intentado matarla, ¿y me viene usted con ésas? ¿Cómo

quiere que la comprenda? Lo de su hijo no tiene remedio, tendrá que afrontar lo

que ha pasado antes o después… De verdad, no las entiendo. Ni a usted ni a las

demás, no lo puedo entender.

—Pero si sólo le estoy pidiendo tiempo, sólo eso, si no pienso perdonarle, no voy

a perdonarle, se lo juro, yo…

—A veces pienso que se tienen bien empleado lo que les pasa.

Aquello era demasiado. Sara se preguntó si sus oídos funcionaban correctamente,

y de la expresión de escándalo que contraía el rostro de Juan cuando le miró,

dedujo que sí, pero no logró decidir si le parecía más grave que aquella mujer

hubiera expresado su pensamiento en voz alta o que recurriera a un argumento

tan bárbaro para estimular la respuesta de las víctimas. Si se trataba de una

argucia policial, desde luego dio resultado, porque mientras ella se dedicaba a

escribir en un papel, sin mirarla, Maribel empezó a llorar, y hasta le tiró de la

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