Array Array - Los aires dificiles

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quedado embarazada a los dieciocho años, por no saber manejar a mi madre,

porque lo he hecho todo mal. Es culpa mía, y las cosas son como son, y… bueno,

pues ya está. No se puede hacer nada, sólo llorar encima de los platos rotos. Y yo

no quiero llorar más. Pero no es culpa tuya, Juan, no es culpa tuya. Yo estoy

mejor contigo que con nadie, aunque tú te sientas mal a veces. Porque tenías

razón, y esto, en el fondo, ha sido una burrada.

A partir de aquella noche, Juan Olmedo aprendió a convivir con el rigor de una paradoja, y aceptó con más consciencia que nunca el papel de patrón inmoral y oportunista que le había adjudicado la navaja del Panrico al poner fin a lo que antes aún podía considerarse como una travesura, para que Maribel se sintiera bien y fuera feliz con él. Pero nunca volvió a ponerle dinero en las manos. Cuando se reincorporó al trabajo, con algunos días de retraso respecto a sus pretensiones, que él mismo contrarió, en parte porque no estaba dispuesto a correr riesgos con la cicatriz, en parte porque descubrió que le gustaba mucho ir a verla por las tardes, con el pretexto de curarla y examinar la herida, y meterse en su tibia cama de convaleciente –seré muy cuidadoso, le prometió la primera vez, siempre eres muy cuidadoso conmigo, le había contestado ella–, le pidió el número de su cuenta corriente y le comentó, como de pasada, que había pensado que sería más cómodo pagarle el sueldo por transferencia. Ella le sonrió y le dijo que muy bien, que como él quisiera. Así, después de un septiembre que aún fue verano, el otoño llegó en octubre, y la vida de Juan Olmedo encajó de nuevo en su vieja rutina de trabajos y placeres cuando las sonrisas de Maribel volvieron a cerrar las puertas y las ventanas de su casa en las mañanas que seguían a sus noches de guardia, un ritual que conservó su valor específico incluso después de que un programa de citas previas empezara a alternarse con los encuentros furtivos de sábados y domingos, sin llegar a suplantarlos del todo.

Y mientras pensaba a veces que la actitud de Maribel, su insistencia en no presionarle jamás, esa docilidad donde la humildad y la soberbia se mezclaban en proporciones indescifrables sin desembocar nunca en un servilismo que él no habría podido soportar, y el lenguaje privado que le permitía hablar de amor con palabras siempre transversales, oblicuas, tranquilizadoramente ambiguas, no era más que otra fase de su estrategia, las cosas volvieron a ser como antes o, por lo menos, a parecerlo.

Durante los días que Maribel pasó ingresada en el hospital, y después, mientras guardaba reposo para que su prima Remedios demostrara que era más lenta y menos capaz que ella, Sara instaló a Alfonso y a los niños en su propia casa, y lo hizo con una naturalidad asombrosa, sin dar explicaciones ni exigírselas a sí misma. Me parece buena idea, fue todo lo que dijo Juan Olmedo cuando se enteró, y no llegó a darle exactamente las gracias, como Sara no había llegado a pedirle exactamente permiso al informarle de sus planes. Ya había pasado el tiempo de los favores y la cortesía, de los titubeos y la buena educación. Quizás por eso, ellos tampoco hicieron preguntas.

Siempre se habían divertido juntos, pero lo de ahora era diferente. Andrés y Tamara, huéspedes ejemplares, comían todo lo que encontraban servido en su plato, lo llevaban por iniciativa propia a la cocina después de acabar, aceptaban la sugerencia de darse un baño o lavarse los dientes como si fuera una orden, y

cuando Sara les proponía salir, ir a dar un paseo por la playa, a cenar fuera o al cine, jamás discutían el plan antes de aceptar, aunque las payasadas que Alfonso, en su afán por imitarles, hacía de vez en cuando, les hiciera estallar en carcajadas. Sara sonreía al agacharse para recoger del suelo los platos rotos sólo por eso, y sin embargo, en ningún momento llegó a estar verdaderamente preocupada, alarmada por ellos.

Es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, y ella lo sabía. Tamara estaba aún muy asustada. Tenía miedo de cualquier sombra, de cualquier ruido, y de todos los desconocidos. Un golpe de viento que hiciera crujir el toldo, el timbre del teléfono sonando después de la hora de cenar, las ruedas de un coche patinando sobre el asfalto en medio de un frenazo, o la repentina proximidad de alguien que girara sobre sus talones para acercarse a ella y preguntarle si tenía hora, hacían temblar su mano al consultar el reloj, o convertían su voz en el desangelado piar de un gorrión muerto de frío mientras repetía con una insistencia que ni siquiera parecía aguardar respuesta, ¿qué ha sido eso?, ¿pero habéis oído eso?, ¿qué ha sido, por favor, qué ha sido eso? La segunda noche que durmió en su casa, Sara estaba desvelada, y la oyó llegar. Eran las cuatro menos veinte de la mañana, hacía más de cinco horas que la había dejado acostada en su cama, pero al escuchar el eco del pomo de la puerta, que giraba sobre sí mismo con la precaución mohosa, reumática, que le transmitían unos dedos inseguros, adivinó que detrás sólo podía estar ella. La niña cruzó la habitación de puntillas, se deslizó bajo la sábana sin hacer ruido, desplazó la punta del pie con mucho cuidado hasta que el dedo pulgar tropezó con su pierna, y se durmió enseguida.

—Es que estaba soñando un sueño horrible –le explicó al despertarse, al día siguiente–. Estaba en mi casa de antes, mi casa de Madrid, ¿sabes?, en el baño, y mi madre estaba viva, me peinaba, me gastaba bromas, me pedía que me estuviera quieta, y yo sabía que eso no podía ser, porque ella está muerta, pero no me atrevía a decírselo, no sabía cómo decírselo, y ella me seguía peinando, me hablaba, me besaba, y estaba viva otra vez, tenía que estar viva porque yo era igual de mayor que ahora, y llevaba el mismo vestido que me puse ayer. Entonces me desperté, y me di cuenta de que todo era mentira, claro, porque mamá está muerta, pero yo me lo había creído, así que fue como si se muriera otra vez, de repente… Cuando lo del accidente, soñaba muchas noches este sueño. Ahora sólo de vez en cuando, pero si me meto en la cama de Juan, se me pasa. Por eso me vine anoche a dormir contigo, claro que igual te molesta… —No, no me molesta –Sara sonreía–. Si quieres, puedes dormir conmigo todas las noches, hasta que te dé por soñar otras cosas.

—¡Vale! –se acercó a ella y la besó en la cara, parecía muy contenta–. Pero que no se entere Andrés, ¿eh? Es que, si se entera, va a decir que soy una cría y eso… Ya sabes cómo es.

Pero Sara no sabía cómo era Andrés. Ya no. Por las noches, hablaba con Tamara durante mucho tiempo, a veces horas enteras. La niña le preguntaba cosas, cómo era el cuarto que tenía de pequeña, su colegio, sus amigas, qué notas sacaba o

cuál había sido su juguete favorito, y sin dejarse impresionar por el galimatías familiar de su anfitriona, contestaba a continuación a las mismas preguntas, atribuyendo idéntico valor a la curiosidad ajena y a la propia. Luego cerraba los ojos y se quedaba dormida, se zambullía en el sueño como en el agua de una piscina, y Sara seguía despierta, pensando en su antigua intimidad con Andrés, un río interrumpido, detenido ante un dique imaginario que ella no sabía atravesar, ni por arriba, ni por abajo, ni por los lados. Aquel niño especial, que había sido la primera persona que llegó a importarle cuando estrenó su casa nueva, se estaba convirtiendo en un estanque, un depósito que se iba llenando poco a poco con todos los gritos, todas las lágrimas, todas las quejas y las palabras que aún no se había consentido a sí mismo dejar escapar. Andrés no había vivido todavía un auténtico duelo por el dolor de su madre. Al menos no en público. Sara no sabía adónde iba cuando desaparecía a media tarde, sin avisar ni dar detalle alguno sobre sus intenciones, voy a dar una vuelta, anunciaba en un tono neutral desde la puerta, y ni siquiera Tamara se atrevía a decir que iba con él. Las dos suponían que quería estar solo con su bici, aquella «mountain bike» ultraligera de aluminio plateado que había estrenado al principio del verano y que le importaba más que ninguna otra cosa en el mundo, y se quedaban con Alfonso, en casa, viendo la televisión o haciendo un bizcocho, métodos diferentes para esperar su regreso, hasta que Andrés volvía, tranquilo, sereno en apariencia, igual que antes, y predispuesto siempre a colaborar, a cooperar en lo que fuera, probar el bizcocho, poner la mesa, jugar al parchís, con una exquisita disponibilidad que no ocultaba su rigurosa indiferencia por todo, por ellos.

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