Array Array - Los aires dificiles

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Aquella noche Juan Olmedo no pudo dormir, pero a cambio, en algún momento de una fresca madrugada de septiembre, logró convencerse de que la aparición de Nicanor no podía haber sido un movimiento en sí mismo, sino una etapa más del círculo vicioso donde el amigo de Damián daba vueltas a ciegas desde que él cometió su único error, un simple despiste. Su hermano estaba muerto y enterrado, no podían exhumarle sin su conocimiento, y tampoco serviría de nada, porque cualquier autopsia sucesiva arrojaría por fuerza los mismos resultados que las dos primeras. Nadie, quizás ni siquiera un forense, sabe tanto de muertes accidentales como un traumatólogo con experiencia clínica. Alfonso vivía ahora con él, Juan era su tutor legal, cualquier consulta, cualquier visita, cualquier entrevista, oficial o no, que pudieran llegar a proponerle, tenía que contar con su autorización previa y por escrito. Y no había sucedido, ni llegaría a suceder, porque no tenía sentido. La aparición de Nicanor no podía haber sido más que un nuevo susurro, una nueva amenaza. Voy a ir a por ti, le había dicho la penúltima vez que se vieron las caras, ¿sí?, no jodas, había contestado él con una sonrisa, estirando la última ese como hacía el Canario, como hacían todos sus competidores de Villaverde Alto, como él no había hecho nunca en su vida hasta aquel momento. ¿Sí? No jodasss. Aquella triple ese estaba a salvo y Nicanor lo sabía, por eso no había hecho ninguna gestión oficial, porque no había caso, y lo sabía, y no podía hacer otra cosa que acosarle, amenazarle, antes en Madrid y tal vez también aquí, a partir de ahora. Él no se había escondido, no había hecho nada para ocultarse, había recorrido más de seiscientos kilómetros para seguir estando en el mismo sitio donde había estado siempre. Estaban casi a mediados de septiembre. Si Nicanor hubiera logrado la imposible proeza de encontrar un argumento donde no los había, él se habría enterado ya. La policía no cierra en agosto por vacaciones.

Se levantó de la cama con dolor de cabeza y una sensación que ya conocía, no exactamente miedo, más bien una especie de alerta activa, una forma peculiar de tener los ojos muy abiertos. Pero aquí no había ningún lugar hacia donde mirar, ninguna persona ante la que exagerar los signos visibles de una serenidad que no sentía. Mientras llegaba hasta el coche, y lo arrancaba, y emprendía el familiar camino de Jerez, se regañó a sí mismo por no haber sido lo suficientemente expresivo con Sara la tarde anterior, para corregirse enseguida, al comprender que la relativa impasibilidad a la que su propio asombro le había forzado, habría resultado más convincente que una larga explicación salpicada de datos contados a medias. De todas formas, Sara era de fiar. Juan Olmedo no sabría explicar por qué, pero estaba absolutamente seguro de que era de fiar. Tal vez por eso sintió, con más intensidad que otras veces, el cansancio del silencio y la necesidad de hablar, y sin embargo no volvió a pronunciar ni una sola palabra sobre aquel tema.

Resultó fácil, porque no volvió a verla hasta aquella noche, y para entonces habían pasado muchas cosas. Tras la última revisión, Maribel fue dada de alta a última hora de la mañana. Antes se había advertido dos cosas, que no quería comer en el hospital ni salir de allí antes que él. Cuando Juan logró escaparse eran ya las cuatro, y ella llevaba más de dos horas esperándole en la habitación. Él nunca podría saber hasta qué punto la noticia de que Nicanor no había renunciado a seguirle los pasos influyó en lo que sintió al verla, vestida con una camiseta que no parecía de su talla y una falda que le quedaba grande, derrumbada, más que sentada, sobre un sillón, con la mano derecha encima de la herida, como si pretendiera protegerla, y las piernas colgando de cualquier manera. Tenía los pies hinchados y desnudos, apoyados encima de las sandalias que sólo se calzaría cuando fuera imprescindible, un apósito sujeto con esparadrapo en cada brazo, y el pelo recogido.

Llevaba nueve días allí y había adelgazado mucho, lo suficiente como para que los huesos de sus pómulos, de su barbilla, ocultos antes por el rubor robusto y saludable de su cara de muñeca, dieran la impresión de haber estado siempre en su sitio. Vestida así, lista para volver a la calle, se notaba mucho más que sus mejillas habían perdido color, sus ojos brillo, y sin embargo, cuando vio a Juan, le dedicó una sonrisa que resumía todas las que le había dedicado alguna vez, antes de entonces. Ahí estaban la madre incestuosa, la muchacha ansiosa, la odalisca consciente, la amante agradecida, la araña astuta, la libertina precavida, la niña perpleja, la vieja sabia, la cocinera generosa, la conspiradora atenta, la seductora nocturna, la trabajadora intachable, la durmiente incrédula, la esposa herida, la moribunda enamorada, todas las mujeres que Maribel había sido con él, por él, para él y frente a él. Juan Olmedo reconoció a todas esas mujeres en la mujer que le sonreía, y se reconoció a sí mismo en el hombre que iba a su encuentro, y sintió un impulso súbito, desconocido, extraño, que se situaba en algún punto impreciso entre la conciencia de poseerla y la necesidad de cuidar de ella, y sólo entonces, al verla así, tan frágil con esa ropa de colores, tan desvalida fuera de la cama, tan expuesta a sus propios huesos afilados, consiguió dejar de pensar en Nicanor, y se dijo a cambio que sin Maribel, sin la oportunidad de sentirse útil, bueno, generoso, imprescindible, que el destino de Maribel había puesto entre sus manos cuando incluso él mismo ignoraba hasta qué punto le sería necesaria aquella tarde, todo habría sido peor.

—Llévame a comer –le pidió ella después de abrazarle con fuerza, de besarle en los labios con su nuevo aplomo de superviviente y esos labios suyos que ahora parecían también más delgados, como si hubiera podido leerle el pensamiento y sólo pretendiera conmoverle, emocionarle, pegarle a sí misma, y a la vida–. Cualquier cosa grasienta y frita, con mucha sal. Por favor.

—No –le llevó la contraria sólo por hacerla rabiar, igual que a un crío, pero no pudo esquivar una sonrisa–. No te conviene.

—¿Cómo que no? –Maribel se echó a reír–. Es lo que más me conviene, lo único que me conviene, llevo días soñando con una fuente de puntillitas y una cerveza,

en serio, esta noche, sólo de pensarlo, ni siquiera he podido dormir…

Sin Maribel todo habría sido peor, y desde luego más aburrido.

Juan volvió a pensarlo mientras la veía comer, volcarse sobre el plato de pescado

recién frito, devorar los primeros bocados con ansia, ralentizar el ritmo enseguida,

pararse después para confesar, con un acento de asombro en la voz y el plato

casi lleno todavía, que ya no podía más.

—A lo mejor se me ha encogido el estómago –sugirió, sonriendo para demostrar

hasta qué punto le complacería que aquella hipótesis resultara cierta–, y adiós a

las dietas para siempre.

—No creo.

—Pues es una pena, porque ahora que ya no me voy a poder poner un biquini en

mi vida, si por lo menos me quedara así de delgada…

—¿Y por qué no te vas a poder poner un biquini?

—Por la cicatriz, ¿no?

—¡Qué tontería, Maribel! –y Juan celebró de nuevo la oportunidad de poder

ocuparse de ella, de tranquilizarla, de cuidarla también por dentro–. El ombligo

también es una cicatriz, y antes la enseñabas, ¿no? Con ésta va a pasar lo mismo.

Cada vez será más pálida, más borrosa, sobre todo para ti. Cuando te

acostumbres a ella, dejarás de verla.

—¿Y los demás?

—Los demás te mirarán a ti –él sonrió, ella también–. No a tu cicatriz.

Las cicatrices de dentro dan más guerra, podría haber añadido entonces, pero no

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