Array Array - Los aires dificiles

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El clac fue sonoro, rotundo, inequívoco. La sangre manó obediente de la herida

bañando el escalón, el cuello del cadáver, su camisa.

El mundo iba a ser un lugar mucho mejor donde vivir. Damián estaba muerto y su

versión había muerto con él. Entonces empezó a llover.

Era increíble pero llovía, estaba cayendo una lluvia fina, mínima, marrón, que se

posaba sobre la sangre limpia de Damián y sobre las manos sucias de su

hermano, llovía un aguacero de partículas ocres, secas, diminutas, que volaban

sobre la escalera para salpicarlo todo despacio, con una misteriosa y humilde

paciencia. Cuando logró verlas, pensar en ellas, preguntarse de dónde provenían,

Juan Olmedo miró hacia arriba. Su hermano Alfonso, con los ojos muy abiertos, la

camisa del pijama mal abrochada, había agarrado por el morro a Perico, un oso

de peluche que le regalaron cuando tenía cuatro años y sin el que nunca había

podido dormir, y golpeaba su cabeza una y otra vez contra la balaustrada del

primer piso. Del cuerpo del muñeco, mil veces roto y otras tantas recosido, llovía

serrín, pero Alfonso, indiferente al destrozo, seguía golpeando su cráneo de tela

contra la balaustrada, una vez, y otra, y otra.

—Damián se ha caído por la escalera –dijo Juan, mirándole de frente y se

asombró de la firmeza, del temple de su voz, mientras la tremenda borrachera

que parecía haberse disuelto antes del accidente, reconquistaba de golpe su

estómago, su mirada, su cabeza–. Estoy intentando reanimarle.

—Reanimarle –repitió Alfonso–. Reanimarle…

Y siguió estrellando la cabeza del oso contra la madera hasta que vació su cuerpo

de serrín.

El postoperatorio de Maribel no se complicó hasta que su madre irrumpió en el hospital cuando su hija llevaba ya dos días ingresada, chillando y llorando de tal manera que un celador le cortó el paso y la obligó a sentarse en una silla al verla salir del ascensor. Luego envió a un compañero a buscar al doctor Olmedo, porque no se atrevía a dejarla sola. Cuando Juan llegó, se encontró con una mujer de la edad de Sara, mucho más joven de lo que él había calculado, guapa de cara y relativamente bien conservada, con el pelo teñido de negro, unas sandalias de tacón alto y un vestido ceñido de tela estampada con flores grandes, como los que le gustaban a su hija. Nunca se habían visto. Él le tendió una mano para presentarse y ella la tomó con las suyas, se la llevó a la boca y la besó deprisa, muchas veces, hasta llenarle el dorso de manchas rojas. Maribel solía besarle en la palma de las manos cuando sus labios habían perdido ya hasta el último rastro de carmín. Celebrando aquella discrepancia, Juan apartó el brazo tan

pronto como pudo, reprimió la tentación de hablar con dureza, y se dirigió a ella

en un tono neutro, profesional.

—Lo siento, pero su hija no quiere verla.

—¿Pero por qué? –y se dobló sobre sí misma, sujetándose la cabeza con las

manos, crispando los dedos como si pretendiera arrancar se dos mechones de

pelo, hablando en un gemido–. ¡Si yo no sabía nada, nada, se lo juro, si me acabo

de enterar! Si como vea a ese desgraciado, le voy a sacar los ojos.

¡Por favor, doctor, por favor, si sólo quiero verla, verla, un momentito nada más,

darle un beso!

Si soy su madre…

La mayor parte de la gente que hacía tiempo en la sala de espera se acercó a la

pared de cristal, y algunos hasta se asomaron a la puerta. Un paciente que iba en

silla de ruedas llegó todavía más cerca con la excusa de mirar los precios de una

máquina de refrescos. Un par de enfermeras que circulaban por el pasillo en

direcciones opuestas se detuvieron a la vez, como esperando el final de la escena.

—Espere aquí un momento Juan la empujó con suavidad, la llevó hasta la silla, la

guió con las manos hasta que consiguió sentarla de nuevo–. Y tranquilícese, por

favor. No voy a consentirle que entre en la habitación en este estado.

Maribel estaba despierta, incorporada en la cama, mirando una revista con la

televisión encendida, y sonrió al verle aparecer.

—Tu madre está ahí fuera, armando un escándalo impresionante.

Si hubieras prestado atención, yo creo que habrías podido oírla desde aquí. Para

que te vayas haciendo una idea, mira cómo me ha puesto la mano.

Ella puso primero los ojos en blanco, los cerró después durante un instante, y

chasqueó los labios para proclamar su fastidio. Luego, mirando a Juan con una

resignada expresión de cansancio, le cogió la mano con una de las suyas y se la

frotó con la otra contra el embozo de la sábana hasta que borró la última mancha.

—Lo sabía. Sabía que esto no se lo iba a perder –iba diciendo mientras tanto–, a

ella le encantan estas cosas, los hospitales, las operaciones, los enfermos…

—Yo hago lo que tú me digas –tras comprobar que aquella visita la afectaba

menos de lo que había calculado, Juan Olmedo se atrevió a dar su opinión–, pero

creo que lo mejor sería dejarla pasar.

Maribel movió la cabeza para darle a entender que se daba por vencida.

—Vale, que pase, pero una cosa… Entra tú con ella, ¿te importa? Quédate aquí.

Prefiero que alguien más esté delante.

Al salir al pasillo, Juan Olmedo se dio cuenta de que Maribel había vuelto a

llamarle de tú.

Desde que ingresó en el hospital, desde que le clavó los dedos en el brazo

mientras una enfermera le cogía una vía para ponerle suero, no había vuelto a

tratarle de usted. Cóseme tú, Juan, le dijo entonces, cóseme tú. No, yo no puedo,

y tampoco debo, había contestado él, como si respondiera a la pregunta más

sencilla de un examen bien preparado, yo no soy cirujano, y además, los médicos

nunca intervenimos directamente a los pacientes con los que tenemos una

relación personal. En aquel momento estaba aún tan nervioso, tan inquieto por el

desenlace de aquella pesadilla, que ni siquiera advirtió un cambio sobre cuyo sentido no había llegado a pronunciarse todavía cuando fue en busca de la madre de Maribel. De alguna forma vaga, inconcreta, que tampoco había logrado calibrar aún, Juan presentía que la navaja del Panrico lo había cambiado todo. La entrevista breve, tensa, abrumadoramente desigual, que su amante, seria y serena, mantuvo con una mujer que fue exagerando poco a poco las señales de duelo para reconvertirlas sobre la marcha en signos de arrepentimiento al comprobar que no obtenía resultados, confirmó esa impresión. Maribel, que se estaba haciendo fuerte en una cama de hospital, sólo se vino abajo una vez, cuando su hijo se derrumbó sobre ella.

Sara, que tal y como él suponía, se había negado a obedecer su última orden, y en lugar de llamar a la canguro e irse a casa a descansar, se había hecho cargo de los niños hasta el punto de que había dormido con Tamara y con Andrés en la misma cama, en la cama de Juan, levantó las cejas a modo de advertencia cuando abrió la puerta de la habitación, y él ni siquiera tuvo que preguntarse por qué lo hacía. Encontró al niño más pálido de lo que su madre había llegado a estar en ningún momento de la tarde anterior y ella, que todavía se encontraba débil y no podía moverse sin sentir los colmillos del dolor, reaccionó todavía más deprisa ante la figura pequeña y delgada de aquel repentino autómata, cuyo rostro parecía congelado en la insensible indiferencia de las máquinas. Al verle quieto, inmóvil, apoyado en la puerta, Maribel abrió los brazos, le llamó por su nombre, le reclamó agitando los dedos en el aire, pero él no se movió e incluso, durante un instante, apartó la vista de la cama para pasearla por las esquinas de la habitación. Maribel se echó a llorar, y entonces Andrés corrió hacia ella, salvó en dos absurdas zancadas la escasa distancia que le separaba de la cama y chocó con el cuerpo de su madre, que se puso de perfil, la cara contraída en un gesto de dolor, los brazos tendidos hacia el niño, para hacerle sitio a su lado.

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