Array Array - Los aires dificiles

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Su padre a punto de partirle la cara de una bofetada mientras su hermano aún tenía el puño cerrado, improvisando el micrófono con el que había estado imitando a Raphael toda la mañana. Él encestando su examen de biología de la Selectividad, con aquel diez bendito que conocía su nombre, en el paragüero que había en el vestíbulo de la casa de sus padres. El sabor de las fresas que se pudrieron entre sus dientes mientras Charo le decía que iba a dejarle porque era demasiado bueno para ella. El body negro de encaje que confitaba los pechos de

la mujer del ferretero de la calle Ávila cuando se exhibía en el bar de los Recreativos para sacarse unas pelillas. Damián riéndose de él mientras le preguntaba si no se la había tirado, y eso que ella lo iba pidiendo a gritos. Ellos dos juntos, sentados en un corro enorme, alrededor de una de las mesas del bar de Mingo, una mano de él estrujándole un pecho para impulsarlo por el escote de la camiseta, y la sonrisa de ella.

Charo atada a una silla, en el sótano de su instituto, sudorosa, exhausta, levantando la vista hacia él para decirle con los ojos que había comprendido ya, que comprendía. Damián dando vueltas alrededor de la mesa del comedor con un periódico abierto entre las manos y preguntándose a voz en grito si eso era crear riqueza, nuevos puestos de trabajo, prosperidad económica, eso y no lo que hacía él. Charo sentada de verdad a la misma mesa, en el mismo comedor, y él con los ojos fijos en su plato de sopa y murmurando en silencio para sí mismo, te quiero, te quiero, te quiero, sin atreverse a levantar la cabeza para mirar a la novia de su hermano. La bahía de Cádiz, la luz, la reconfortante desmesura del océano, y el fantasma imposible que gobernaba el rumbo de sus días y de sus noches. El llanto de su madre, la voz de Paca, la muerte de su padre, su cuñada pintada en cada árbol, en cada nube, en cada casa, en cada esquina del vagón de tren que le devolvía a Madrid sin saber si quería o no volver, pero queriéndola a ella, siempre y todavía. Una barra de labios de un color extraño, oscuro, peligroso, casi granate, muy cerca del marrón.

Elena, que era pediatra, y pelirroja, y tenía el mejor culo del hospital, y hablaba alemán, y tocaba el violonchelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de la cama, y quería casarse con él y tener dos hijos, uno con el pelo rojo y otro con el pelo negro, como su padre. La sintonía de Movierecord sonando igual que antes, y el olor del pelo de Charo, la felicidad del aire que rodeaba su cabeza. Aquella mujer tan joven, la princesa de Estrecho, los ojos tan tristes, un cuerpo glorioso, a punto de llorar, de partirse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía. El impulso de pisar el acelerador, y salir de Madrid por la primera carretera que se presentara, y conducir doscientos o trescientos kilómetros hasta ver un hotel con buena pinta, y el instante que duró aquel impulso. La cabeza de Charo sobre la almohada, esa almohada que ya conocía la forma, el peso, el perfil de su cabeza, mientras ella le reprochaba que se había casado con Damián por culpa suya. Un vestido naranja, un vientre abultado, blando y suave, tan dulce como una loma plantada de césped, una respuesta idéntica a todas las demás y Charo ganando su apuesta más difícil. Una niña recién nacida, morena y frágil, su cabeza redonda y diminuta asomando por el embozo de la sábana, a través de las paredes trasparentes de una cuna de hospital. La madre de aquella niña que era hija suya, suya, y por una vez no de Damián, consolándole con una verdad desnuda y amarga, porque le quería más que a nadie pero no le quería lo suficiente, y no podía querer a nadie más que a él pero sabía que para él nunca sería bastante. Una Charo distinta y mentirosa que llegaba tarde a todas sus citas y sin embargo era más deseable, más espectacular que nunca, diciendo que lo sentía, que se moría del sentimiento,

antes de humillarle, de humillarse a sí misma, intentando convencerle de que ya no follaba con su marido. La violencia y el cinismo y la degradación absoluta, y las rupturas, y los insultos, y las bofetadas, y el miedo a ser lo que nunca había querido ser, y la certeza de haber logrado serlo sin querer, y el amor intacto, siempre y todavía. Un cuerpo cubierto con una manta gruesa, parda, en el arcén del kilómetro 11 de la antigua carretera de Galapagar y el hueco de sus piernas, la ausencia de sus muslos del color de las tartas de yema tostada. La versión de Damián, esa versión odiosa y posible que había mencionado de pasada, sin emoción, con desprecio. Y el Canario. Al bajar el vigesimoséptimo escalón, al llegar al suelo, Juan Olmedo se acordó del Canario, que era el único hermano que él había querido tener, y volvió a verle llorar con un solo ojo mientras le decía que tenía razón, que él era más fuerte que Damián, que era el más fuerte de los dos. Luego se arrodilló junto al cuerpo de su hermano, y estudió su cabeza a distancia, sin tocarle. El mundo sería un lugar mucho mejor para vivir si Damián hubiera muerto. Él era el más fuerte de los dos, Charo también lo sabía, lo había sabido siempre, había estado segura de eso hasta aquella noche, mientras fue una sola y la mujer de su hermano, pero también la suya, su propia mujer. Damián estaba inconsciente y más que probablemente muerto, pensó Juan, y su versión, su indiferencia, su falta de emoción, su desprecio, iban a morir con él. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. El doctor Olmedo alargó la mano derecha hacia la cabeza del accidentado, la agarró por el pelo, la levantó, la inclinó hacia sí, y lo que vio confirmó sus previsiones. Sus oídos no le habían engañado antes. En algún momento, al chocar contra el canto del último, quizás del penúltimo escalón, la cabeza de Damián había hecho clac. Pero el impacto no había afectado a la nuca, sino a la base del cráneo, ahora inflamada, surcada por delgados regueros de sangre. Un golpe mortal, con hemorragia interna asegurada. Y la versión de Damián iba a morir con él, para que Charo volviera a vivir en su memoria tal y como él la quería, como la había querido siempre, agridulce y salada, amarga y ácida y más dulce después si hacía falta. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. Difícil, no imposible del todo. Casi nada es imposible del todo. Resucitar a los muertos, quizás, encontrar una manivela que invierta el paso del tiempo. Juan mantuvo la cabeza de su hermano en el aire, y se repitió que Damián estaba muerto, muerto, muerto. Podría haberle tomado el pulso, pero estaba muerto. Podría haber intentado reanimarle, pero estaba muerto. Podría haberse asegurado de su muerte, pero estaba muerto, y Charo volvería a estar viva después de morir dos veces, cuando el Audi de su último amante se empotró en una roca de granito en el amanecer de un frío y soleado día de abril y en las últimas frases que había escupido Damián durante aquella noche espantosa, y sonreiría otra vez en su memoria, siempre, para siempre.

Entonces, el doctor Olmedo inició el movimiento de depositar de nuevo la cabeza de su hermano sobre la escalera y en aquel instante su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, volvió a imponerse a lo que pensaba, a lo que sentía, para devolverle las palabras que Damián había pronunciado aquella misma

noche, me gustaría matarla ahora mismo, matarla muerta, eso me valdría, con

eso me conformaría, con matar a su cadáver, otra vez. Juan Olmedo llegó a creer

que iba a hacerlo con delicadeza, y sin embargo, su brazo midió con precisión la

fuerza del impulso que la estrelló contra el canto del escalón que le había matado,

para matarlo otra vez. Podría haber comprobado si vivía aún, pero no lo hizo. Era

imposible sobrevivir a un golpe como aquél.

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