Array Array - Los aires dificiles

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Olmedo había bebido mucho, demasiado. Aquellas palabras, cuando la babeabas, a ver si le dabas pena, por si te la podías tirar otra vez, le taladraban los oídos para fermentar en el centro de su cabeza y emborracharle aún más, peor, por dentro. Cuando su hermano se levantó de la mesita, esnifando todavía, ya había empezado a temblar. No tenía frío, no sentía náuseas, ningún síntoma físico que pudiera explicar aquel fenómeno, pero temblaba. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio su voz temblaba. No se le ocurrió preguntarse por qué, diagnosticarse a sí mismo, en aquel instante no. Aquella mujer era su vida, había sido su vida, antes y después, entonces y ahora, en el centro y en los márgenes, para lo malo y para lo peor, siempre, para siempre. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Siempre, para siempre.

Juan Olmedo había bebido mucho, demasiado. Nunca tanta ira como en aquel momento, cuando todo tembló en él, en el silencio negro y angustioso que era él, en la espina más profunda del corazón del fracaso que era él, en el terror abisal de la memoria traidora que era él, en el cansancio del corredor corriendo hacia ninguna meta que era él, en el gris absoluto del cielo y de la tierra que era él, en la implacable amargura del paladar amargo y saturado que era él, en el hueco del hueco del hueco que era él, nada ya, nadie, para nadie, pero Juan Olmedo Sánchez todavía. Nunca había visto el verdadero rostro de la ira y no volvería a verlo nunca más, pero en aquel momento era el suyo, y podía tocarlo, acariciarlo, localizarlo con certeza en las temblorosas pupilas de sus ojos. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio de la ira su voz temblaba. Y sin embargo, él no empujó a su hermano. ¿Qué te crees, que no lo sé? Siempre lo he sabido, siempre. Ella me lo contó, las veces que le lloraste, lo pesado que te pusiste, cómo aprovechaste el momento, hijo de puta, cuando ella te dijo que yo tenía un rollo con una de mis dependientas, cómo la convenciste… Hay que ser hijo de puta, joder, hay que ser lo que tú eres. Que no paraste hasta que te la tiraste, eso me contó, y que estuviste todo el tiempo intentando que te comparara conmigo, que te contara cómo me la hacía yo, que te dijera que tú follabas mejor, que tenías la polla más grande…

¡Serás imbécil, coño, tonto del culo es lo que eres! Si me dio hasta pena, joder, pena de ti, porque ésa es la verdad, Juanito, que das pena, tío, y más que Alfonso, porque él, total, no tiene remedio, pero tú, tanto estudiar, tanto estudiar y tanto ser tan bueno, y ya ves, para qué… Para nada. Por eso nunca te he hecho reproches, y por eso no puedo guardarte rencor, porque me das pena, tío… ¿Qué, te ha gustado? Pues ahora ya lo sabes. Y quítate de ahí, por favor. ¿Te quieres quitar de en medio? ¡Quítate de la escalera, hostia! ¿Qué te creías, que no lo sabía? Siempre lo he sabido, siempre he… Cuando pasó lo que tenía que pasar, los Olmedo ya se habían mudado a Estrecho. Juan era el único que seguía yendo a Villaverde Alto todos los días lectivos, pero a él no se lo contó nadie. A Damián sí. Su amigo Pirri llamó por teléfono un sábado por la tarde y le tuvo entretenido casi media hora. No se olvidó de ningún detalle. Cuando su hermano colgó el teléfono, se fue derecho a buscarle. ¡Han pillado al Canario con una polla en la

boca, tío! Él cerró los ojos y no hizo ningún comentario, ninguna pregunta, pero Damián se lo contó de todas formas. Había sido en un descampado, le dijo, cerca de los cuarteles, el otro era muy pequeño, menor de edad, casi un niño, había sido una violación, como quien dice… Nada de eso era cierto, nada excepto que el Canario tenía una polla en la boca. Eso sí era verdad, y era tan fuerte que el lunes, en el instituto, no se habló de otra cosa, aunque todos se hubieran enterado ya de que su amante era mayor que él, y estaba casado y todo. En la última clase de la mañana, un gracioso tarareó en un susurro el que sería el himno de la semana, de varias semanas, quiero que te pongas la mantilla blanca, quiero que te pongas la mantilla azul, quiero que te pongas la recolorada, quiero que te pongas la que sabes tú…

Juan no le vio aquel día, ni al otro, ni al siguiente, pero el jueves, cuando iba ya hacia la parada de la camioneta, casi de noche, escuchó un grito estruendoso entre dos carcajadas, ¡Canaria!, y mientras un grupo de espontáneos entonaba a coro la canción de la mantilla, le distinguió andando por la otra acera, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, el pelo sobre la cara. ¡Eh, Canario, espérame! Debió de reconocer su voz entre las demás, porque dio tres pasos seguidos y se paró de pronto.

¿Qué pasa, tío?, Juan cruzó la calle corriendo, se acercó a él, le puso una mano en el hombro, ¿adónde vas tan deprisa? El Canario no quiso contestarle, pero levantó la cabeza y le miró sólo con el ojo izquierdo, porque el derecho no lo podía abrir. Tenía la cara deshecha, puntos en una ceja, los pómulos hinchados, y los labios negros, rotos, llenos de costras. Juan se preguntó hasta dónde habría tenido que llegar esta vez para que le pegaran, y se dijo que seguramente habría pasado el río, que habría buscado pelea en el centro de Madrid, el único sitio que él conocía y donde no le conocían a él, donde nunca conocerían la noticia. El coro estaba cada vez más cerca y el Canario echó a andar, y Juan fue con él, caminaron juntos mientras la mantilla se teñía de blanco, y de azul, y de rojo, y de blanco otra vez. No te conviene que te vean conmigo, Juanito, le dijo el Canario después de un rato. ¿Por qué?, contestó él, ¿por ésos? A mí me tocan mucho los cojones, ésos…

Y sólo entonces se atrevió a decirle lo que había ido a decir. Escúchame, Canario. Le obligó a pararse, le miró de frente, enmarcó con las dos manos la herida blanda y tumefacta que era su cara. Tú eres mi hermano, ¿entiendes? Para lo que sea, para lo que haga falta, tú eres mi hermano, y yo soy tu hermano, y eso no va a cambiar nunca, pase lo que pase, nunca. Acuérdate bien de lo que te digo, acuérdate siempre de lo que te estoy diciendo. Para lo que sea, para siempre, tú y yo somos hermanos. Los de la mantilla se empezaron a cansar, aflojaron el ritmo, pero no se marcharon, el Canario se limpió una sola lágrima con el dorso de la mano, miró a Juan con su ojo izquierdo y él, entonces, sin pensar en lo que hacía pero sabiendo muy bien por qué lo hacía, acercó su cabeza a la de su amigo y le besó en los labios. Pues sí que vas a tener razón, Juan, dijo el Canario al fin, y su voz sonó clara y firme en el silencio absoluto que les envolvía, sí que eres más fuerte que Damián, sí que vas a ser tú

el más fuerte de todos.

Juan Olmedo no empujó a su hermano. Estaba absolutamente seguro de no haberlo empujado, de no haberlo tocado siquiera. Se cayó él solo, al volverse hacia él, al mirarle.

Juan se había apoyado en la pared después de franquearle el paso, Damián llegó a bajar un escalón, se dio la vuelta, le preguntó si acaso creía que él nunca lo había sabido, y al afirmar que lo había sabido siempre, mientras estaba seguro de que iba a apoyar el pie en el segundo peldaño, pisó en el aire y cayó rodando, primero en diagonal, luego cabeza abajo, boca arriba por fin, sin llegar a coger mucha velocidad, golpeándose a cambio contra todos los escalones, veintisiete de los veintiocho escalones de madera de una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse. Yo no le he empujado. Juan le vio rodar, escuchó una sucesión de golpes secos, el estrépito del cuerpo de Damián destrozándose en la caída, y no pudo pensar en ninguna otra cosa, yo no le he empujado. No le había empujado, pero cuando Damián se detuvo, cuando se desplomó en el suelo con la cabeza reposando todavía sobre el último escalón, en la postura de un niño dormido, agotado por el cansancio, escuchó un ruido que conocía muy bien, clac, el sonido de los huesos cuando se rompen, y antes de bajar corriendo le asaltaron dos ideas nuevas y distintas. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Si su hermano se había golpeado en la nuca después de una caída así, ya podía apostarse cualquier cosa a que tenía un tetrapléjico en la familia. Entretanto, la borrachera se esfumó, desapareció, le abandonó por completo. Juan se encontraba sobrio, concentrado y muy despierto cuando se reunió con Damián. Eso nunca podría negárselo a sí mismo, nunca podría desmentirlo después, aunque estuviera seguro de que no le había empujado. Pero tampoco podría llegar a explicarse jamás la frenética actividad de su memoria, el proceso súbito, velocísimo, poderoso, que sembró su imaginación de imágenes como si alguien que no era él se hubiera propuesto enloquecer a una máquina de proyectar diapositivas, porque algo así fue lo que le ocurrió cuando empezó a bajar por la escalera, y su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, comenzó a enviarle un mensaje diferente con cada una de las órdenes que recibían sus piernas. Dami sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de su casa de Villaverde Alto, levantando la vista del artefacto que estuviera arreglando en aquel instante para sonreírle como el mejor de los hermanos. Charo bailando sola ante un espejo roto, con unos zapatos negros que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con un par de calcetines gordos en el mediodía más sofocante del verano.

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