Array Array - Los aires dificiles

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Cuando Juan salió de la habitación con Sara y con Tamara, Andrés lloraba mucho más copiosa, más ruidosamente que su madre. Media hora después, estaba más tranquilo, pero pegado a ella todavía, y Maribel miraba al techo con un gesto preocupado, asustado por el misterioso desequilibrio que había tambaleado la reacción de su hijo.

La de su madre, en cambio, apenas la alteró. A Juan le gustó su distancia, su entereza, el tono coloquial, incluso moderadamente cariñoso, con el que la animó a salir con él cuando una enfermera vino a buscarle. Mientras la acompañaba al ascensor, comprendió que la relación entre esas dos mujeres no volvería jamás a ser la misma, porque una había estado a punto de morir, y la otra tomó partido una vez por su frustrado asesino, y la sangre había invertido para siempre la dirección del poder. No estaba muy seguro de que en su historia con Maribel no estuviera a punto de suceder algo parecido. Aquel tuteo que por una parte le tranquilizaba, por otra le inquietaba más de lo que nunca se atrevería a reconocer en voz alta. Mientras la mitad derecha de su cabeza celebraba aquel síntoma de normalidad, la mitad torcida temía exactamente el mismo síntoma, y en todo

caso, con independencia del pacto que pudieran llegar a establecer, si es que

alguna vez lo lograban, las dos mitades de su cabeza, ciertas condiciones

objetivas de su vida, de la vida de Maribel, habían cambiado ya.

Era inevitable. Sabía que tenía que hacerlo y sin embargo esperó hasta el último

momento, la tarde previa a la mañana en la que su asistenta sería dada de alta,

después de que su vecina le informara del rendimiento de la suplente que ambos

seguían compartiendo, una prima de Maribel que se llamaba Remedios y a la que

Juan sólo había visto una vez.

—Verás, Sara –empezó sin saber muy bien cómo iba a acabar, mientras la

acompañaba hasta la puerta–. Hay una cosa que deberías saber, porque, bueno…

Seguramente ya te lo imaginas. Maribel y yo…

—Lo sé –su vecina le miró, le sonrió–. Lo sé desde hace tiempo. Os vi una noche

en una terraza de Bajo de Guía, haciendo guarradas con los langostinos.

Juan se echó a reír.

—Y no dijiste nada… –murmuró con acento asombrado, como si fuera incapaz de

asumir con naturalidad tanta discreción.

—No. No era asunto mío. Allá vosotros, pensé, al fin y al cabo los dos sois

mayorcitos. Sin embargo… –se acercó más a Juan, le cogió del brazo y lo apretó

con sus dedos un momento–, hay otra cosa que tampoco te he contado y que yo

también creo que es mejor que sepas. Igual es una tontería, pero… Bueno, a

finales de julio, un policía de Madrid que se llama Nicanor, no sé el apellido, se

presentó en la urbanización para preguntar por ti. Le recibió Ramón Martínez, el

de la inmobiliaria, le conoces, ¿no? Juan asintió con la cabeza, se preguntó de qué

color sería su cara, se concentró en disiparlo fuera cual fuera, miró a su vecina

con un convencional gesto de interés–, y le pareció raro, porque le hizo preguntas

pero sin decirle por qué le preguntaba y para no llegar a ninguna parte, como si

simplemente quisiera localizaros, a Alfonso y a ti, sin que os enterarais de que

había venido.

A Ramón no le cayó bien, pero no se atrevió a decírtelo sin más porque no tiene

confianza contigo.

Por eso me lo contó a mí. Yo le he dado muchas vueltas pero tampoco he

encontrado el momento de contártelo. No sé si es importante o no, pero ahora

que ha pasado lo de Maribel y que tenemos a la policía por medio, pues… No sé.

Me parece mejor que lo sepas.

—Ya… Juan Olmedo no dejó de andar, pero sí de mirarla mientras se palpaba el

cuerpo con las manos como si hubiera olvidado que estaba en su hospital, vestido

con un pijama verde, los bolsillos llenos de talonarios y de bolígrafos–.

Bueno…

Sara sacó su tabaco del bolso, le ofreció un cigarrillo, él lo aceptó, atravesó con

ella la puerta del hospital, lo encendió fuera.

—Es una historia antigua –dijo por fin–. Nicanor cree que tengo una deuda

pendiente con él, pero se equivoca. Yo no tengo nada contra él, y él tampoco

tiene nada contra mí –entonces miró a Sara, le puso una mano en el hombro,

sonrió–.

No es nada grave, no te preocupes. Pero gracias, de todas formas.

Por saber estar tan callada, con esto y… bueno, con todo. Y dale las gracias a Ramón de mi parte.

Ella se fue andando hacia el aparcamiento y él apuró el cigarrillo hasta el filtro. Había habido dos autopsias, la inicial, que Nicanor solicitó por conductos policiales después de que el médico que reconoció el cadáver de Damián descartara un estudio sobre las causas de la muerte, y otra complementaria, de la que Juan, en su condición de familiar más cercano del difunto, no tuvo noticia hasta que recibió los informes por correo. La opinión de los dos forenses había sido la misma y más que concluyente, tajante, monolítica.

Los jueces no pueden aceptar los testimonios de los retrasados mentales, y no los aceptan. Nicanor sabía todo esto tan bien como él, y que no había caso, y por eso no había hecho ninguna gestión oficial, más allá de las visitas, de los susurros y las amenazas. Juan Olmedo sabía más que Nicanor, un traumatólogo con experiencia clínica sabe más que nadie de las caídas y de sus consecuencias, y sin embargo, cuando volvió a entrar en el hospital, tenía la mirada perdida, vuelta hacia dentro, hacia la insoportable presión que comprimía su pecho. Había habido dos autopsias, dos dictámenes forenses, un accidente, un retrasado mental. Se lo repitió una vez, y otra, y otra, como una técnica para tranquilizarse, pero no lo consiguió del todo.

La perseverancia de Nicanor, la asombrosa terquedad de su acecho, le inquietaba porque no conseguía razonarla, argumentarla, explicársela a sí mismo. Había pasado mucho tiempo, más de un año, casi dos. Parecía increíble que mientras su vida cambiaba como un guante vuelto del revés, la de Nicanor siguiera anclada en la tragedia de aquel escalón. Parecía imposible que no hubiera sucedido nada que le atrajera, o le interesara, o le animara más que el callejón sin salida de una sospecha que jamás podría fundamentar. Mientras conducía de vuelta a casa, aquella tarde, Juan le recordó hundido, más destrozado que nadie y más que nunca, tal y como se lo encontró en la cocina de la casa de Damián sólo unas horas después de su muerte, y sintió la necesidad de admitir cierta grandeza, de admirar incluso la inalterable lealtad de aquel hombre torvo y silencioso que caminaba siempre un paso por detrás de su hermano, como una sombra, como una mascota, como un siervo, y que en apariencia carecía de vida propia, ni mujer, ni hijos, ni familia, ni aficiones, ninguna pasión, ningún propósito más allá de su trabajo y de su perpetua devoción por Damián Olmedo. Entonces comprendió que seguramente, durante todo ese tiempo, Nicanor había seguido relacionándose con las personas que le rodeaban, compañeros de trabajo, vecinos, amigos de juventud, novias efímeras o más duraderas, pero no había encontrado a nadie a quien proteger y admirar, nadie de quien depender como había dependido de Damián durante más de veinte años. Quizás, la justiciera fantasía de la persecución y la caza lograba rellenar el fondo del inmenso hueco que su amigo había dejado abierto al desaparecer. Quizás Nicanor Martos pensaba en Juan Olmedo todas las noches, antes de

dormir, con la constancia de un amante despechado, de un bastardo vengativo, de un conspirador paciente y sanguinario. Quizás no llegaría a cansarse jamás, porque odiar a Juan, amenazarlo, acecharlo, asustarlo, era todo lo que conservaba de su hermano.

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