Array Array - Los aires dificiles

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lo hizo, porque estaba pendiente de Maribel y eso le sentaba bien, le hacía

sentirse útil, necesario, otra vez el mejor, el más inteligente, lejos de Nicanor y de

sus susurros, de sus amenazas y de las amenazas de sus propios errores. Y sin

embargo fue ella misma quien, ateniéndose al peculiar patrón de ambigüedad que

había regulado desde siempre sus encuentros, le liberó de la responsabilidad de

cuidarla a cambio de confirmarle que nada iba a cambiar entre ellos, y Juan

Olmedo no supo si celebrar la primera noticia o la segunda, y ni siquiera estuvo

muy seguro de si no debería celebrar, o lamentar quizás, ambas a la vez.

—¡Qué barbaridad! –exclamó al entrar en su casa, pasando la vista por todas las

esquinas del salón, pequeño y reluciente–. Pues sí tiene que estar mal mi madre

para haber venido a limpiarme así la casa…

—No ha sido tu madre Juan llevó la maleta hasta el dormitorio y ella le siguió con

las cejas fruncidas de perplejidad–. Ha sido tu prima Remedios.

—¿Remedios? –Maribel se sentó en el borde de la cama, movió la cabeza como si

no pudiera creer en lo que acababa de oír, le miró–.

¿Y por qué?

—Porque yo se lo encargué.

Le pedí que viniera cada dos días, hasta que estés bien.

—¿Ah, sí? ¿Y quién la va a pagar?

—Yo –y al ver la extraña expresión que situó la cara de Maribel entre el enfado y

el escándalo, explicó lo que nunca habría creído que hiciera falta explicar–. Es un

regalo.

—¿Sí? Pues no me gusta, ¿sabes? No me gusta nada. –Él, clavado en el centro de

la habitación, la miraba con un gesto de incomprensión tan absoluto que ella

relajó su voz para explicarse–. Yo soy una asistenta, ¿comprendes, Juan? No

necesito tener otra asistenta, es la idea más tonta que he oído en mi vida.

—Tú ahora no eres nada más que una convaleciente –y mientras ella se calmaba,

él empezó a enfadarse–.

Lo único que tienes que hacer es reposo, y estarte quieta hasta que la cicatriz se

cierre del todo.

Eso es lo único que entiendo. Si empiezas a moverte, a andar por la casa, a coger

pesos, a agacharte y a levantarte de golpe, a llenar y a vaciar cubos de agua, los

puntos se abrirán y todo volverá a empezar desde el principio. Eso es lo único que

tienes que entender tú. No puedes trabajar, ni siquiera en tu casa. De momento

no. Necesitas a alguien que te ayude. Y eso es lo único que yo quería hacer,

ayudarte.

—Ya, pero no ha sido buena idea, las cosas no son así…

Maribel, negando con la cabeza todavía, se tumbó en la cama, le reclamó con la

mano, le agarró del brazo cuando él se sentó al otro lado para obligarle a

tenderse junto a ella, le rodeó con los brazos, le miró desde muy cerca.

—Lo siento, pero es que… No ha sido buena idea –repitió entonces–. Las cosas

no son así. Yo…

Ya me las arreglaré sola, no te preocupes. Puedo llamar a mis amigas, a mis

cuñadas, hasta a mi madre, si no tengo otro remedio, pero no necesito que venga

nadie a limpiar. Es que… ¿Qué sería yo, cómo quedaría yo si tú le pagaras a

Remedios, que encima es mi prima, para que me limpie la casa? No es que no te

lo agradezca, no es eso.

Sí que te lo agradezco. Te lo agradezco mucho, pero hay cosas que pueden ser, y

cosas que no, y ésta… pues no puede ser –hizo una pausa, frunció las cejas,

cerró los ojos, estuvo peleándose durante un buen rato con las palabras que

pronunciaría a continuación–. He pensado mucho en el hospital, ¿sabes?

Mucho, muchísimo, no tenía otra cosa que hacer, así que me tiraba el día

pensando. Y, bueno, ya da igual, ¿no?, porque con todo lo que ha pasado, pero

ahora creo que tenías tú razón, al principio, cuando me dijiste que no deberíamos

liarnos porque era una burrada. Ha sido una burrada –Juan Olmedo, que no se

acostumbraba a que Maribel le desconcertara más profundamente cada vez, se

echó a reír aunque no entendía nada, o quizás por eso, y ella le acompañó–. Una

burrada, ésa es la verdad. Pero lo hicimos, y aquí estamos, y sin embargo es

complicado. Muy complicado. Por eso creo que hay que dejar las cosas como

están, porque si cambian, sólo cambiarán para peor. No sé explicarlo bien, pero

estoy segura de eso, de que si cambian, será para peor. Debería llamarte de

usted otra vez, acostumbrarme a volver a llamarte de usted, aunque no creo que

pueda, porque cuando estaba allí, tirada en la acera, a punto de morirme, y te vi

aparecer, supe que no me iba a morir, y ya no puedo llamarte doctor Olmedo, no

puedo tratarte de usted, eso tampoco lo sé explicar, pero es así.

De todas formas, una palabra no cambia nada, ¿no? ¿O sí?

Él la miró al fondo de los ojos, comprendió más de lo que ella le había dicho y se

preguntó hasta dónde sería capaz de llegar él mismo, en qué momento el pacto

limpio, transparente, que había nacido en apariencia de la propia voluntad de

Maribel y que ahora le ofrecía de nuevo como una forma de descargarle de

cualquier responsabilidad, se volvería invivible, asfixiante de puro cómodo,

demasiado estrecho hasta para su mala conciencia, y qué ocurriría después, qué

precio pagaría él, o no, para renunciar a aquella mujer o para conservarla por

más tiempo.

—Pero tú tampoco tienes por qué pasarte la vida trabajando para mí, Maribel –nunca había ordenado aquellas palabras en ese orden, pero su sonido no le

sorprendió mientras las pronunciaba–. Puedes dedicarte a otra cosa, encontrar

otro trabajo. Entonces todo sería más fácil.

—Sí, eso también lo he pensado –le sonrió con una dulzura tibia, melancólica–. Y

si tú quieres, puedo intentarlo, puedo buscarme otro trabajo. Pero yo, la verdad,

no sé hacer nada, y tengo un hijo mayor, y muchos gastos, y nunca he trabajado

en otra cosa. Yo sólo sé limpiar casas. Y ya sé que hay otros trabajos para la

gente que no sabe hacer nada, pero están peor pagados. Tú eso no lo sabes,

pero una cajera de un supermercado, por ejemplo, aunque no se manche el

uniforme, aunque no se estropee las manos, gana menos que yo. Y además, no

se trata sólo del dinero.

Al fin y al cabo, Sara y tú, sobre todo tú, y tu hermano, y la niña, claro, pues…

Ahora sois como mi familia. Os quiero mucho.

A ti te quiero más, pero a Sara también la quiero, y no me cuesta hacerle favores,

estar con ella.

Al revés, me gusta. A veces, cuando llego a su casa por la mañana, y nos

tomamos un café en la cocina, y nos liamos a hablar, a contarnos cosas, hasta se

me olvida para qué he ido allí. Me gusta trabajar para Sara, trabajar para ti.

Nunca he estado tan bien como ahora. Y sin embargo, entiendo lo que dices, y sé

por qué lo dices.

Y si tú quieres, puedo buscar otro trabajo.

—No, no, Maribel, no es eso –él se mordió el labio inferior, movió la cabeza,

buscó las palabras justas, no las encontró–. Yo no quiero que estés peor, al

contrario. Lo único es que… No sé.

Yo tampoco sé cómo explicarlo.

—Pero no es culpa tuya, Juan –Maribel le cogió de la cabeza con las manos, le

acarició la cara, le demostró que seguía siendo la más lista de los dos cuando

hacía falta–. Tú te sientes mal a veces, lo sé, porque lo noto, pero no es culpa

tuya, no puede serlo. Todo es culpa mía. Por no haber querido estudiar, por no

haber acabado el bachiller, por haberme liado con ese cabrón, por haberme

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