Array Array - Los aires dificiles
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En aquellos momentos, Sara tenía ganas de zarandearle, de abofetearle, de clavarle las yemas de los dedos en las mejillas para obligarle a escupir ese veneno lento que anulaba la rabia, la vergüenza, la pesadumbre, a costa de convertirlo en un muñeco de cartón, articulado, plano y cortésmente previsible. Nunca hizo nada parecido, sin embargo. Se conformaba con intentar hablar con él, con hacerle preguntas y esperar a que las contestara, con conversar por fin, ella sola, ante la pared compacta de su rostro. Habría hecho cualquier cosa por despertarle, por conmoverle, por convencerle de que, pasara lo que pasara, en aquel o en cualquier otro momento del futuro, ella estaría allí y estaría de su parte. Y sin embargo, nunca llegó a alarmarse de verdad por él, porque es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, ella lo sabía, y el hijo de Maribel tendría que encontrar su propio camino, una manera de gritar, de llorar, de volver a sentir con los demás. Sara estaba segura de que antes o después lo lograría, pero a pesar de eso, la ausencia de Andrés, sus miradas directas y vacías, sus sonrisas trabajosas y huecas, la repentina mansedumbre de sus brazos y sus piernas olvidadas de las reglas de su propio movimiento, la devolvían a la angustia que había viajado a su lado en el coche de Juan Olmedo, mientras Maribel quizás iba a morir y ella, sus manos enguantadas, sus ojos acechantes, se sentía la única culpable de todo.
En el principio, había estado Andrés, el niño especial, tan desamparado, tan perdido siempre en sus ropas heredadas, aquel absurdo bañador de flores que le
quedaba inmenso y esa camiseta verde, corta, estrecha, que permitía a Sara contar sus costillas cuando le veía asomar por la puerta de la cocina, llevando siempre entre los dedos uno de esos diminutos juguetes que vienen dentro de los huevos de chocolate. Entonces, aún tenía que esforzarse para verle, porque su silueta padecía una dolencia de color, la enfermedad de los niños que viven en un mundo que sólo es blanco y negro. Así se explicaba ella su ternura, el instantáneo afecto que la ligó desde el primer momento a aquel niño ávido de imágenes, de nombres, de sonidos, de ciudades lejanas que eran mucho más que puntos en los mapas, de animales fantásticos y monstruos verdaderos, de emoción, de colores fuertes, de relieve. Mientras hablaba con él, y le contaba sus viajes, y le preguntaba por los vientos, ella había alimentado su curiosidad, la había transformado en fe, le había dado forma, consistencia de ambición, antes de sembrar en su madre una ambición distinta. Nunca creyó estar sucumbiendo a la debilidad de doña Sara al hacerlo. Tampoco había querido revestirse con la equívoca piel de los benefactores cuando decidió inculcar un poco de aritmética y de sentido común en los disparatados planes de su asistenta, y sin embargo, sobre todo al principio, cuando Maribel estaba tan débil que parecía tomar prestada su voz de la propia debilidad, y tenía ese aspecto desparramado y blando, borroso, de los enfermos graves que aún no pueden levantarse de la cama, algunas veces sentía la tentación de contarse a sí misma una historia muy dura, una elaboración aprensiva, parcial, de una realidad superior, mucho más compleja y tan fea como siempre, una versión que quizás no fuera cierta pero tenía la virtud de rellenar admirablemente bien todos los huecos. Sara Gómez Morales, desocupada y rica, anclada en la memoria de las pocas cosas que había poseído alguna vez y sin otra ambición de futuro que la de resignarse a envejecer, se había deslizado casi sin darse cuenta, con la insensible comodidad de las decisiones que se toman solas, en la vida de Maribel, y no había querido reconocerse a tiempo en la chica pobre y sin suerte, con cargas familiares y ninguna casa propia, a la que había empujado hacia delante como había hecho siempre consigo misma. Si se contaba la historia así, se la creía. Cuando el destino se cansa de ser terco, es sañudo, y a ella le sobraban motivos para desconfiar de los mecenas, de los filántropos, de las buenas personas. Había pagado un interés muy alto por el préstamo de bondad que una vez derramó bienestar sobre su infancia. Conocía bien el precio de la ventaja, el beneficio que respira en el reverso de cada premio, de cada sonrisa, de cada regalo, la desganada pereza que arrebata todo lo bueno con la misma seca arbitrariedad que lo ha sembrado antes. Pero el tiempo no sabe avanzar en línea recta. Es esclavo de sus propios engranajes, de la exigente perfección de su materia, los precisos y perversos mecanismos de repetición, de compensación, de desequilibrio, que ajustan prodigiosamente entre sí para desajustar la vida de quienes llevan un reloj en la muñeca. Sara pensaba en sí misma, en Maribel, en las cosas que son como son, y son porque sí, y no tienen remedio. Los trenes siempre alcanzan a la liebre, le pasan por encima con un golpe seco, silencioso, una eficacia que rompe sólo por dentro, y siguen su camino pitando en
cada estación, porque ése es su carácter, su naturaleza. La condición de los trenes. La condición de la liebre. E Isabelita Sevilla, con su suerte mediana, y un amor más desagradable que imposible, y una diadema de plástico del mismo color que el bolso, y media docena de zapatos en el armario, se estaría muriendo de risa en el punto más alto del horizonte.
Si Maribel hubiera muerto, Sara nunca habría podido perdonarse la conciencia de que su vida era demasiado pobre, demasiado injusta y lo suficientemente ingrata como para sustituirla sin pesar por la ilusión de otra nueva, diferente, que le habría deparado algunos aislados momentos de brillantez y la muerte. Pero Maribel estaba viva, y no había sobrevivido a las buenas intenciones de Sara, ni a las mejores intenciones de Juan, ni a la hipoteca de su casa nueva, sino a la navaja de su marido. El tiempo iba a seguir pasando, y algún día empezaría a correr a su favor, a desdibujar el dolor y el miedo, a sepultar las palabras con palabras, a arrancar las costras de las heridas secas, y cuando eso ocurriera, ellos, Sara y Maribel, Andrés y los Olmedo, seguirían tal vez juntos y en el mismo sitio, o tal vez no, pero incluso en la distancia, guardarían la memoria del compromiso que los había unido entre sí aquel verano. Sara estaba segura de eso. Recuperaba con frecuencia aquellas imágenes, escenas de una película que quizás nunca lograría identificar, un episodio de una serie de televisión tal vez, o fragmentos de historias distintas que su memoria había fundido sin darse cuenta en una sola, el extravagante argumento de ficción que se encarnó a su alrededor una mañana que parecía igual que las demás, hasta que un ruidoso taconeo que desobedecía todas las normas hospitalarias se detuvo en la puerta de la habitación de Maribel para dar paso a una visita que nadie esperaba. Era una chica muy joven, de veinticinco años a lo sumo. Llevaba la cara pintada, el pelo teñido de rojo, dos aros enormes en las orejas, un cuerpo de volúmenes considerables, y un uniforme que le quedaba muy estrecho. Ella misma llamaba involuntariamente la atención sobre la disparidad de los tamaños de la ropa y de su contenido, porque estiraba de las esquinas de la tela con las puntas de los dedos todo el tiempo, sin llegar nunca a borrar los pliegues que embolsaban su cintura, ni evitar que el borde de la falda se levantara por delante. Al contemplar los episodios de aquella guerra, tan esforzada como vana, Sara tuvo la impresión de que su talla la ponía de mal humor, un detalle que se la habría hecho simpática si ella no se hubiera apresurado a demostrar que, efectivamente, estaba de mal humor. Tenía un chicle en la boca y mucha prisa, porque miró el reloj justo después de entrar y, tirando sin piedad y con pocas esperanzas de una chaqueta que nunca firmaría la paz con sus caderas, se fue derecha a la cama de Maribel sin reparar siquiera en las otras personas que había en la habitación. —Buenos días. Me llamo Aguirre y soy trabajadora social de la policía. Sara, que ocupaba la butaca situada a los pies de Maribel, levantó la cabeza a tiempo para advertir el desconcierto de Alfonso, que estaba sentado en la cama vacía y se tapó enseguida la cara con las manos. Andrés también optó por esconder la suya. Sentado en la otra butaca, se dobló completamente sobre sí mismo para abrazarse las piernas mientras apoyaba la frente en los pantalones.
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