Array Array - Los aires dificiles
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—¿Ya te has dormido? –repitió su padre en un susurro. —No –ella tampoco elevó la voz al responder–. Estoy despierta. Aquella niebla no se disipaba nunca. Se levantaba con ella por las mañanas y se esponjaba entre sus sienes por la noche, para gobernar sus sueños. Era la niebla quien convocaba a su madre ante el espejo del cuarto de baño, donde la peinaba
durante horas enteras, besándola y bromeando igual que antes, y quien la asesinaba todos los días a las ocho menos cuarto, cuando la muchacha entraba en su habitación para despertarla. No la podía ver, pero sabía que era niebla, y que era blanca y sucia, viscosa y húmeda, repugnante y suya, porque había crecido sola dentro de su cabeza.
—Perdóname, Tam –su padre se tumbó en la cama, a su lado, la buscó en la oscuridad hasta encontrarla, la abrazó con fuerza, la besó muchas veces en la cara–. Perdóname.
Ella le quería muchísimo, le seguía queriendo igual que antes, cuando él estaba siempre contento, con ganas de divertirse y de arrastrarlos a todos a su diversión. No podía dejar de quererle aunque ahora estuviera siempre enfadado, un mal humor tan súbito, tan repentino que no parecía una forma de estar triste. Y sin embargo, ella no dudaba de su tristeza, del dolor que le mordía por dentro, que le obligaba a revolverse y a chillar, a enfurecerse por cualquier cosa, a amenazarla como nunca antes, a pegar a Alfonso, a despedir a las muchachas, a dejar de comer, a beber demasiado, a olvidarse de todo, a celebrar aquellas extrañas fiestas que encendían la música y todas las luces de la casa a las cuatro, a las cinco de la mañana, esas fiestas que les despertaban a todos de repente sin que ninguno lo demostrara bajando al piso de abajo.
Alfonso y ella lo habían hecho una vez, al principio, y habían visto a mucha gente extraña tirada en los sofás, una mujer bailando desnuda, otra saliendo del salón a toda prisa con una mano encima de la boca, una hilera de rayas blancas que parecían llevar alguna cuenta sobre el cristal de la mesa, y a su padre riendo con una cara que no era suya, como si se hubiera pegado encima de su cara verdadera una máscara de goma con una sonrisa forzada y artificial, de las que se usan en Carnaval. A ella le había dado tanto miedo, tanta vergüenza verle así, que había intentado huir antes de que él la viera, pero no había podido mover a Alfonso, que seguía a su lado, cogido de su mano, clavado en el suelo, los ojos fijos en la mujer desnuda. Entonces su padre les vio, y los invitó a pasar, y empezó a presentárselos a toda aquella gente, hasta que Nicanor se le acercó para decirle que ya estaba bien, que los mandara a la cama de una vez. Desde aquella noche, cuando escuchaban la música y las luces se filtraban debajo de la puerta, Alfonso iba corriendo a su cuarto y los dos se apretaban debajo de las sábanas para hacer como que dormían, pero no podían, y todo porque su padre no sabía estar triste de otra manera, porque no lograba imponerse al dolor, transformarlo en esa niebla blanca y sucia que había nacido en la cabeza de su hija para ocupar el lugar de todo lo que había perdido. —Yo… No sé lo que me pasa.
Me siento mal, muy mal, peor que nunca… Pero te quiero, Tam, y siento mucho haberme puesto así.
Aquella noche había sido la sopa. La muchacha, que era nueva, había encontrado en la despensa un paquete abierto de sopa de letras al que le faltaba poco para caducar, y sin preguntarse por qué estaba tan lleno, había decidido utilizarlo. Pero
al señor no le gustaba la sopa de letras, sino la de fideos. Odio la sopa de letras, la odio, me saca de quicio, ¿sabe?
Podría haberse limitado a decirlo con palabras, pero prefirió vaciar el plato en el suelo y dejarlo caer después. Pero si es todo pasta, repetía la culpable con un resquicio de voz aterrada, letras o fideos, ¿qué más da?, es todo pasta, todo igual… Aquella pálida tentativa de defensa terminó de encolerizar al señor, que estrelló el plato llano contra la pared y empezó a chillar que estaba hasta los cojones. Alfonso había empezado a llorar, Tamara no. Ella sólo cerró los ojos y esperó a que la casa se le derrumbara encima. No sabía lo que había pasado, cuándo habían empezado a vivir sobre un suelo de arenas movedizas, por qué no podía estar segura de que las cosas que le ocurrían estuvieran sucediendo de verdad, qué hacer para esquivar esa niebla que lo filtraba todo, que suplantaba a sus ojos y sus oídos, que le imponía una versión fría y triste de su propia vida. Cuando su madre murió, ella sintió que lo había perdido todo, y sin embargo, nunca sospechó que estaba perdiendo mucho más de lo que creía. —Perdóname –su padre insistía–, perdóname…
Y ella, que le quería muchísimo pero que le tenía un miedo atroz, se atrevió a alargar una mano para acariciarle la cara, y a colocar el otro brazo alrededor de su cuello, y a besarle, y todo era de repente tan difícil, antes no, antes se sentaba siempre encima de él, y le peinaba con los dedos, y le hacía cosquillas, y siempre lo sentía cerca pero nunca tenía que pensar en su padre. Ahora, en cambio, todas las mañanas se acercaba a la escalera de puntillas cuando se levantaba, y si le oía andar o hablar por teléfono, se volvía un rato a la cama y no bajaba a desayunar hasta que escuchaba el sonido de la puerta de la calle. Aquel verano no habían salido de Madrid.
Él había dicho que no tenía ganas de viajes, y ella no tuvo tiempo de formular su disgusto en voz alta antes de calcular que aquello también la convenía más, porque en la playa, aquella casa pequeña y de una sola planta, aquel jardín tan recogido y con tan pocos árboles, aquellos vecinos extranjeros o tan estirados con los que él nunca había encontrado nada de que hablar, no había escondites, ni escapatorias. En la playa estaban siempre juntos los tres, papá, mamá y Tamara, tomando el sol, bañándose, nadando hasta la boya roja, dando un paseo hasta el chiringuito, durmiendo la siesta en la misma cama.
Por eso había sido mejor quedarse en Madrid todo el verano, en aquella casa de tres pisos, con dos puertas, en la que ella había aprendido a escabullirse sin avisar, sin hacer ruido, siempre abajo si él estaba arriba, siempre arriba si él estaba abajo. Su padre no parecía darse cuenta de que le esquivaba. Ella sí, y de que le temía, pero tampoco podía controlar su miedo, la certeza de que lo mejor era tenerlo lejos, no hablar para no provocarle, no verle para no temblar, esperar a que todo pasara, esa niebla espesa que la ensuciaba por dentro y la temible tristeza de su padre. —Mamá no nos quería, ¿sabes?
–y entonces empezó a hacer pucheros, a lloriquear igual que lo hacía Alfonso un instante antes de que le llamara maricón y le diera una bofetada–. No nos quería.
Nos iba a abandonar. Cuando se mató, nos iba a abandonar, se iba con otros
hombres, no nos quería…
—Eso no es verdad.
—Sí que es verdad. Mamá era mala, Tam, era muy mala… Y no nos quería.
—A mí me quería, papá –ella hablaba como si pudiera esculpir cada sílaba en una
losa eterna, dura, y él pareció darse cuenta, porque no dijo nada–. A mí sí me
quería.
No se puede no querer a un padre. Tamara lo sabía. Aunque sea horrible, aunque
haga cosas horribles, aunque diga cosas horribles que se deslizan como un soplo
de hielo en los oídos, es imposible dejar de quererlo. Aunque un día se caiga por
una escalera, y desaparezca, y una niebla blanca y sucia, viscosa y húmeda,
desborde la cabeza de una niña de diez años para inundar con su repugnante
presencia la garganta, el estómago, el vientre, los huesos de sus brazos y sus
piernas, hasta convertirla en una piedra, en una planta, en una imagen paralizada
y hueca de sí misma. Aunque el dolor que produce esa pérdida brutal transporte
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