Array Array - Los aires dificiles
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ella ningún coche, ni en los pinares que se extendían entre la playa y su casa, ni
en el puerto, en ninguno de los lugares a los que solían ir juntos. Empezó a dar
vueltas por el pueblo sin saber adónde ir, llegó hasta aquel barrio de bloques
rojos donde había conocido al Panrico, regresó al centro, se recorrió el paseo
marítimo de punta a punta, y al final, cuando ya pedaleaba sólo por hacer tiempo,
para no volver a casa antes de que se marchara Maribel, le vio sentado en un
banco, en una plaza nueva y escondida entre naves industriales, en la zona del
polígono. Tenía la mochila al lado y ninguna otra persona cerca.
—¿Qué haces aquí? –le preguntó él cuando ya estaba sentada a su lado–.
Tendrías que estar en clase.
—Tú también.
—¿Has venido a buscarme? –ella asintió con la cabeza y él se levantó–. Eres
imbécil.
Se colgó la mochila de los hombros y echó a andar. Tamara le vio cruzar la plaza
y se preguntó dónde habría dejado la bicicleta. El polígono estaba demasiado
lejos de su casa como para que hubiera llegado hasta allí andando, sobre todo
ahora, que tenía una bici nueva y estupenda, aquella «mountain bike» ultraligera
de aluminio plateado con la que había aparecido una tarde de julio y que
representaba exactamente lo que él más deseaba en el mundo. ¿Qué te parece?,
le había preguntado mientras ella la tocaba, la admiraba, se montaba encima y
daba una vuelta de prueba.
¡Jolín!, había admitido al volver a su lado, es superchula. ¿Te la ha regalado tu
madre? No, mi abuela, le había dicho él, me la debía desde mi cumpleaños, como
cae en enero y ella siempre dice que es muy mala época para gastar dinero…
Desde entonces, Andrés había cogido la bici hasta para recorrer cien metros. La
limpiaba, la engrasaba, la mimaba y se gastaba la mayor parte de su paga en
mejorarla. Se había comprado un bidón, una bomba pequeña y modernísima, un
retrovisor para el lado derecho, un foco nuevo y más potente que la luz que traía
de fábrica. Y sin embargo, ahora salía de la plaza andan do, y seguía andando, en
dirección al pueblo, cuando Tamara le alcanzó por la carretera.
—¿Y tu bici? –le preguntó mientras desmontaba, para caminar a su lado
sujetando su bicicleta por el manillar.
—No la tengo.
—¿La has llevado a arreglar?
—No –Andrés ni siquiera volvió la cabeza para mirarla–. No me gustaba. La he
tirado.
Tamara no le creyó, no podía creerle. Se limitó a pensar que él sí que era un
imbécil si pensaba que ella iba a tragarse una bola así, antes de despedirse en la
primera esquina para tomar el camino más corto hacia su casa. En el primer
semáforo volvió la cabeza.
Andrés seguía andando, y ella había renunciado a entenderle. Ya estaba casi
convencida de que los adultos no eran tontos, de que seguramente tenían razón,
cuando volvió a ver aquella bici, la «mountain bike» ultraligera de aluminio
plateado que las mejoras de su propietario habían hecho inconfundible, en un
callejón sin salida bordeado por casas bajas. Un niño demasiado pequeño para
montarla bien intentaba hacerse con ella ante la mirada risueña de una señora
que llevaba un bebé en brazos.
En ese momento, creyó entenderlo todo. Se la habían robado, sólo podía ser eso,
que se la habían robado y a él le daba vergüenza reconocerlo. Estaba segura de
que era la misma bici, y por eso se escondió detrás de una esquina, y aprovechó
una ausencia de la mujer, que entró en la casa con el bebé, para acercarse al
ladrón.
—Oye –le preguntó al niño con la voz más amenazadora que logró improvisar–.
¿De dónde has sacado esa bicicleta?
Él no se asustó. Se la quedó mirando, sonrió, hizo sonar el timbre un par de
veces, como si estuviera muy orgulloso de su sonido, y respondió con mucha
tranquilidad.
—Me la ha dado mi padre.
—¿Ah, sí? –ella estaba desconcertada por su respuesta, pero no dispuesta a
abandonar tan fácilmente–. Pues es de un amigo mío, ¿sabes?
Entonces el niño por fin se asustó, pero tampoco le dijo lo que esperaba oír.
—¡Mamá! –gritó a cambio.
La mujer salió enseguida, y entre los dos le contaron que la bici estaba tirada en
un contenedor, que allí la había encontrado el padre del niño, que era basurero, y
que si no se lo creía, que mirara la pintura, que estaba toda arañada, y el espejo
retrovisor, que era nuevo porque el otro se lo habían encontrado partido.
—Mi marido dio parte de haberla encontrado –añadió la mujer al final– y estuvo
quince días en el depósito del ayuntamiento, pero nadie la reclamó, nadie había
denunciado nada, ni que se la habían robado, ni que la había perdido, lo que se
dice nada… Vete allí a preguntar, si quieres.
Pero no lo hizo. Se volvió a casa en su propia bicicleta, repentinamente pesada,
tan vieja de pronto como la que Andrés había desechado al estrenar la nueva,
sintiendo que se agotaba en cada pedalada. Cuando llegó, le picaban los ojos.
Juan estaba sentado en el salón, hojeando el periódico con el televisor encendido
y Alfonso al lado. Ella se sentó en el borde de la mesa y bajó el volumen de la tele
antes de hablar.
—Tienes que hacer algo, Juan –le dijo sin mirarle a los ojos, para no leer en ellos
que nada de lo que le estaba contando tenía importancia–. Andrés no viene a
clase, le dice a Maribel que sí, pero no viene, se pasa las mañanas sentado en un
banco, en el polígono industrial, y no me digas que es normal porque no es
normal. Te digo yo que no es normal.
Entonces levantó la vista, y al encontrar en los ojos de su tío un reflejo de su
propia alarma, cruzó los dedos y se lo contó todo.
Aquello era importante, era muy importante para ella. La niebla es blanca y sucia,
húmeda y viscosa, no distingue entre la costa y el interior, atonta a los adultos,
nubla los cielos y marchita deprisa las vidas que son nuevas.
Era una masa negra y compacta a ratos, a veces sólo gris, y más difusa, que podía agrietarse sin previo aviso, disolverse en un millar de puntos oscuros que salpicaban el cielo como las repentinas cenizas de un volcán para recuperar un segundo más tarde su forma original, la de una masa negra y compacta, animada, elástica incluso, suspendida en el aire por alguna ley desconocida y siempre misteriosamente estable en su imprevisible movilidad. —¿Qué es eso?
Juan Olmedo, que volvía de la barra con un vaso en una mano y un bote de Coca–Cola en la otra, se quedó de pie al lado de la mesa, como si no pudiera apartar la vista del turbio espectáculo de la ventana.
—Son mosquitos –contestó él sin mirarle, pero con la seguridad de quien conoce todas las respuestas–. Están furiosos, porque se van a morir. Saben que llega el frío, el invierno, y el levante ha acabado de volverlos locos. Están atacando a una
avispa.
—¿A una avispa?
—Sí. Y matará a unos cuantos, desde luego. Pero los demás van a acabar con ella antes que el frío.
Juan Olmedo se sentó por fin al otro lado de la mesa, le acercó la coca–cola y esperó a que se agotara su curiosidad por esa nube suplementaria y peligrosa que seguía estirándose y comprimiéndose tras el cristal hasta que se disolvió de golpe, al obtener el diminuto, imperceptible trofeo de un cadáver que sus ojos no alcanzaron a distinguir.
—Ya está –cuando se marcharon los mosquitos, la playa se quedó a solas con el viento, que levantaba la arena en rachas airadas para formar olas de espuma ocre, polvorienta–. Ya se la han cargado. —¿Qué pasa, Andrés?
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