Array Array - Los aires dificiles

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No había comprendido eso hasta que él apareció, hasta que empezó a hablarle de cosas concretas, un laboratorio fotográfico, una máquina de asar pollos, una tienda pequeña, un negocio, un futuro, y objetos, proyectos, ideas reales que estaban al alcance del tamaño de sus manos, del tamaño de su vida, de un destino sin piscinas, sin jardines, sin el acento fino de la capital. Su padre hablaba el lenguaje de su destino, y multiplicaba las ces, y se comía las eses, porque sabía muy bien qué suelo pisaba, de qué tierra, de qué piedras estaba hecho ese suelo, y no como él, que avanzaba sobre la arena, una playa olvidadiza y voluble, casi agua, tan débil que cambia de volumen con el viento cuando está seca, tan débil que se hunde bajo el peso de las pisadas cuando el mar la humedece. Había sido

tan tonto, tan ingenuo como su madre.

Ya no podía creer en Sara, no podía creer en Tamara, le molestaba que le preguntaran, que se interesaran por él, que le dejaran elegir la película que iban a ver o el postre de la comida. ¿Y qué más os dará a vosotras?, pensaba para sí cuando escogía la sala A o decía que le apetecía más un bombón helado que un trozo de tarta, ¿qué es lo que creéis que vais a sacar de mí? Juan Olmedo, tan educado, tan simpático, tan buena persona, ponía a su madre a fregar el suelo de rodillas, su padre lo sabía, se lo había dicho, y todo había cambiado, se había puesto boca abajo de repente, cómo había podido ser tan tonto, cómo había podido creer que la llegada de Sara y de los Olmedo podría cambiar su vida de verdad, cómo se había dejado engatusar por los aires fáciles del cariño y de la complicidad, si él no era igual que ellos, si nunca lo sería, si el día menos pensado se aburrirían de él, lo olvidarían, y Tamara acabaría de novia con cualquiera de los gilipollas de su clase, y Sara encontraría a otro niño del pueblo con el que entretenerse.

¿Cuándo has dicho que va a firmar tu madre la escritura? ¿aY a qué hora sale ella de trabajar? ¿Y por qué puerta sale? Porque esa urbanización tiene varias, ¿no? ¿Y coge por la carretera? No, respondió él, suele coger por el vivero, ya sabes, por detrás de esa venta que lleva años cerrada…

—Él me dijo que era mi padre, y que yo era su hijo, y que eso no podría cambiar nunca, y yo…

Yo le creí. Me dijo que quería esperarla a la salida del trabajo, hablar con ella para convencerla, y yo… Yo soy su hijo, y él es mi padre, los dos nos llamamos igual, el mismo nombre y el mismo apellido, nada puede cambiar eso, nada, eso decía él… Juan Olmedo seguía mirándole igual que antes, pero Andrés ya no le veía, no distinguía siquiera el caudal, el color de sus propias lágrimas, porque estaba atrapado en una mancha roja, intensa, oscura, más espesa que el llanto, más difícil de tragar que la vergüenza, y hablaba sin saber lo que decía, encadenado a la repetición de esa idea sola, la verdad traidora que lo había aniquilado por completo y ni siquiera después había dejado de ser verdad–. Es todo culpa mía, ha sido todo culpa mía, pero él es mi padre, y yo soy su hijo, y él lo decía, y decía que eso nunca podría cambiar…

—Pero no es verdad, Andrés –Juan habló por primera vez en mucho tiempo y el sonido de su voz, que parecía llegar de un lugar distinto, le arrancó de la lógica de la repetición, le hizo dudar de las palabras que pronunciaba, consiguió que se tambaleara por dentro–. Tú no eres el culpable, no puedes serlo. Tienes doce años y te han engañado, nada más. Te has dejado engañar por un extraño, y eso es muy normal a tu edad. Los nombres y los apellidos son sólo una casualidad. El único padre que has tenido tú es tu madre. —Eso no vale.

—Claro que vale –el tono de su voz, pausado, suave, no había cambiado–. Eso es lo único que cuenta.

Él ya no pudo contestar. Se derrumbó sobre la mesa, se agarró la cabeza con las manos y se echó a llorar. Hacía mucho tiempo que no lloraba así, para cansarse,

para vaciarse, para hartarse de llanto, ni siquiera aquella tarde de septiembre, cuando estaba pendiente del reloj, diciéndose que debería irse ya si no quería llegar tarde a la cita con su padre, y vio llegar a Jesús a la piscina con la cara blanca como un papel, y le oyó decir que su madre se había puesto muy mala de repente y que Juan la había llevado al hospital.

No pudo resistir verla en aquella cama, desnuda y tan pálida, con todos aquellos tubos, aquellas máquinas que le hacían parecer más pequeña, más sola aún, y su sonrisa intacta mientras le abría los brazos, pero ni siquiera entonces lloró todas sus lágrimas. El llanto de la culpa, de la traición, se le había quedado dentro, y le acompañó durante muchas tardes, cuando se marchaba de casa de Sara para irse en la bicicleta a buscarle, y durante todas las noches, y aquella mañana en la que se enteró de que ya lo habían encontrado, de que lo habían detenido, de que estaba en la cárcel, y tiró la bici en un contenedor. No habría sabido qué decirle si hubiera logrado dar con él, mirarle a los ojos, escuchar su voz. No supo qué decir cuando volvió a ver a su abuela, más delgada, más encorvada que antes y con la cara sin pintar, mientras ella le abrazaba en plena calle. No sabía qué decir, no sabía qué pensar, qué hacer, adónde ir durante todas las horas de esas mañanas y esas tardes que perdía vagando por el pueblo, mientras esperaba a que sus pies reaccionaran por él, y que el dolor del día anterior, y del anterior a aquél, y del otro, resucitara poco a poco, imponiéndose a las agujetas para acumularse con el que iba naciendo en cada paso, hasta agarrotar sus talones, sus dedos, sus plantas, y convertirse en la única compañía que estaba dispuesto a tolerar. De vez en cuando, le pegaba un rodillazo a un banco, un puñetazo a una papelera, y entonces le dolían también las manos, las rodillas, y eso estaba bien, él sentía que estaba bien, y seguía andando. Quería estar solo, necesitaba estar solo, ser distinto del que era antes, y sólo ante ella fingía los gestos y los ritos de una normalidad lejanísima, que podía recordar pero que ya no reconocía, como si fuera un vestigio de la vida de otro, días vividos en sueños, en otra época o en otro mundo. Ella también fingía, se comportaba como si no se diera cuenta, le veía comer sin ganas, sentarse delante del televisor y mirar al techo, sonreír a destiempo y siempre de más, disimulando el rígido crujido que retumbaba dentro de su cabeza cuando obligaba a sus labios a curvarse, y nunca preguntaba, no le decía nada. Septiembre había sido el mes más largo de su vida y el más corto también. Octubre estaba a punto de terminar y se le había hecho eterno, y no había durado más de tres o cuatro días, sin embargo. El tiempo se estiraba y se comprimía a su alrededor, como si cada segundo fuera un mosquito suicida, dispuesto a inmolarse con la garantía del incontable número de sus semejantes. Él sentía los picotazos, los mordiscos del tiempo, señales de permanencia de la parálisis que había nacido de su propia y voluntaria inmovilidad, pero ni siquiera eso le animaba a moverse. Si hubiera tenido cuatro, cinco años más, se habría marchado lo más lejos posible y para siempre. Como no podía hacerlo, se había dejado llevar por una lógica perversa que establecía todo lo contrario, y no había dado un paso en ninguna dirección. Hasta que Juan Olmedo llamó al timbre de su casa, aquella tarde, y le llevó en coche hasta la playa más alejada del centro del

pueblo, y le invitó a una coca–cola, sólo para darle una oportunidad de hablar, sin saber si al final se alegraría o se arrepentiría de haberlo hecho. Cuando se hartó de llorar, no lo había descubierto aún. Tenía los ojos hinchados, las mejillas embotadas, una desagradable sensación de pesadez en la garganta, y los labios inflamados, la lengua líquida, gruesa. Era casi de noche, y la luz artificial, débil, amarillenta, misteriosamente consciente del ruido del océano, parecía sumergirles en un pequeño mar interior, una pecera llena de agua estancada a punto de navegar a la deriva, de ceder a la avidez codiciosa de las olas que se vengaban con un estrépito infernal del destino que las condenaba a nacer para destruirse.

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