Array Array - Los aires dificiles

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En la conciencia de Juan Olmedo, aquel momento, la aparición de un grupo de extraños, el estrépito del instrumental al desparramarse ordenadamente sobre el suelo, los desalentados cuchicheos que cesaron muy pronto para dar paso a las miradas abrumadas y a las palabras de pésame, se quedó grabado como un hito,

una raya en el tiempo, el final del día. Así lo recordaría siempre. Y recordaría después el día siguiente, un principio que se dilató hasta las primeras horas de la tarde, una resaca espantosa, la tortura de su cabeza apresada en un casco de hierro hecho a la medida de un niño de diez años, el cóctel de analgésicos al que recurrió para zafarse de él, y la ecuanimidad, la objetividad, la capacidad de comprender con exactitud lo que sucedía a su alrededor, lo que había sucedido ya, lo que podría suceder en el futuro, apremiándole como si nunca le hubieran abandonado. Entonces, Dami ya estaba con él. No podía verle, pero le veía, sabía que estaba ahí, a su lado, sentado en el bordillo de la acera, ante el portal de la casa de Villaverde donde vivían antes, vestido con una camiseta de rayas y unos pantalones cortos, el pelo castaño, seco y ondulado, casi rubio bajo el sol que le arrancaba reflejos dorados, y las manos concentradas en cualquier objeto, cualquier artefacto roto o estropeado que hubiera recogido por la calle y estuviera a punto de arreglar cuando levantaba la cabeza para mirarle, para sonreírle con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos. Estaba ahí, con él, dentro de él, pegado a él, pero nunca podría saber de dónde había salido, cuándo se había deslizado por alguna grieta del tiempo imposible para sentarse a su lado, cómo había logrado la fantasmal proeza de aquella sonrisa que se instaló a vivir sin objeciones en el vacío absoluto de su conciencia.

Porque su conciencia había estado vacía, ausente, desconectada del mundo, durante unas horas que nunca podría recordar con precisión. Durante el resto de su vida, cuando pensara en aquella noche, la madrugada blanca y fría de las seis de la mañana se empeñaría en prolongarse sin huecos, sin sobresaltos, sin interrupciones, en la pobre luz de las tres de la tarde del día siguiente, la asfixiante voluntad de la calefacción deshaciéndole en sudor bajo la manta con la que se había tapado, o con la que alguien le había tapado cuando se quedó dormido en uno de los sofás del salón, la impiedad de la jaqueca y la extrañeza de despertarse en un lugar extraño, hasta que Dami se le quedó mirando, le saludó moviendo una mano en el aire, muy despacio, y sonrió para obligarle a recordar. Y sin embargo, nunca lo lograría del todo. Recordaba al médico que le dio el pésame, a un enfermero que le tendía un impreso, se recordaba a sí mismo firmándolo, afirmando con la cabeza mientras alguien le explicaba que en casos como aquél, un accidente doméstico tan evidente, no se juzgaba necesario el trámite de una autopsia.

Recordaba que había seguido bebiendo. Debían de haberse llevado el cadáver de Damián antes de que la casa se despertara, pero eso ya no lo recordaba bien, y sin embargo, era consciente de haber hablado en algún momento con las muchachas, de haberles explicado lo que había ocurrido, de haberles pedido que limpiaran la escalera antes de que la niña se levantara, porque sí podía recordar, aunque en el color pálido, la pálida consistencia de las escenas vividas en sueños, la expresión horrorizada de una de ellas, que era dominicana y se abandonó a un llanto pánico, inmediato, compulsivo, ante la simple idea de tocar la sangre con las manos. Él no había limpiado la escalera, pero alguien lo había hecho, seguramente la otra muchacha, que parecía más entera, o alguna de sus

hermanas, porque también recordaba, como en la continuación del mismo sueño, haber visto a sus hermanas, y sólo podía haberlas llamado él, aunque no era consciente de haberlo hecho. Ellas mismas le confirmarían después que efectivamente había sido así, que las había despertado a las dos con pocos minutos de diferencia, al borde de las siete, una hora tan infrecuente en mañanas de domingo que ambas se habían temido lo peor antes de escucharlo de sus labios.

Cuando llegaron a casa de Damián, se lo encontraron dormido en una silla. Paca fue la que le acostó, la que le tapó con una manta, y cerró la puerta del salón, y pidió a las muchachas que le dejaran dormir. ¿Qué ibas a hacer tú, ya?, le dijo, si ya no había nada que hacer… Por lo visto, a ellas también se lo había contado todo, y le habían visto tan mal, tan destrozado, tan incapaz de hablar y de llorar a la vez, que hasta llegaron a temer por él. Vete a descansar, Juanito, por Dios, a ver si te va a dar a ti un patatús, ahora, que era lo que nos faltaba… Paca le acostó en un sofá, le tapó con una manta, y sin embargo, la voz de Tamara le despertó, porque quería verla, darle un beso antes de que se fuera. Aquél fue su primer error. La niña se había sorprendido mucho al encontrarse a sus tías esperándola cuando bajó a desayunar, y preguntó por su padre inmediatamente después de saludarlas.

Trini le dijo que Damián las había llamado por teléfono porque tenía que salir de viaje enseguida, y había pensado que ella se iba a aburrir mucho en casa, todo el domingo sola con Alfonso, y que por eso se les había ocurrido ir a buscarla para llevarla a pasar el día con sus primos. Ella, que cualquier otro día habría estado encantada con aquel plan, lo aceptó con reticencia y demasiadas preguntas. Su padre no solía viajar, todos sus negocios estaban en Madrid, sus tías parecían muy raras aquella mañana, demasiado sonrientes para tener esos ojos de haber llorado, y ella siempre se quedaba con Alfonso y las muchachas en casa cuando su padre no estaba, lo que últimamente sucedía durante días enteros, todos los días, sin que él pareciera preocuparse mucho de que se divirtieran o se aburrieran en su ausencia. Sin embargo, se preparó para irse a jugar con sus primos porque no tenía otra opción. Ya estaba casi en la puerta cuando vio aparecer a Juan, tan pálido, tan desencajado, tan somnoliento como un zombie en una película de terror, y entonces comprendió que la estaban engañando. Aquél fue su primer error, pero no fue consciente de haberlo cometido.

El segundo, en cambio, fue menos consecuencia del azar que de un cálculo torpe, desafortunado.

La única decisión que Juan Olmedo recordaría después haber tomado durante las horas de su ausencia, esa mañana en la que no llegó a dormir del todo ni a estar completamente despierto y en la que actuó por un extraño instinto cuyos resultados sólo lograría descubrir con la ayuda de los demás, tuvo que ver con Alfonso. Cuando sus hermanas se pusieron de acuerdo en que Trini se hiciera cargo de Tamara, Paca se ofreció a llevárselo a su casa, pero Juan le pidió que no lo hiciera, invocando una autoridad que estaba a medio camino entre su condición de hermano mayor y su título universitario. No, él ya sabe lo que ha pasado, les

explicó, se despertó con el ruido y vio a Damián tirado en el suelo. Yo hablé con él y prefiero tenerlo cerca. No sabemos lo que puede pasar cuando se despierte… Eso era verdad, que quería tenerlo cerca, hablar con él antes de que él pudiera hablar con nadie, controlar lo que decía, convencerle de lo que tenía que decir. Estaba seguro de que Alfonso estaba dormido y de que iba a seguir durmiendo mucho tiempo, porque él le había dado una pastilla para dormir, no sabía cuándo, pero sí sabía cuál, y que los somníferos siempre habían ejercido un efecto fulminante sobre su estado nervioso. Calculó que él no llegaría a sumergirse completamente en el sueño, que despertaría antes que su hermano, pero se equivocó.

Alfonso había dormido ya muchas horas cuando Damián se cayó por la escalera, y se levantó hacia la una de la tarde, todavía aterrorizado, pero aún más hambriento.

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