Array Array - Los aires dificiles

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Un par de horas después, al salir del baño donde se había peinado y lavado la cara, Juan le oyó hablar desde la cocina, reconoció la voz de la persona que hablaba con él, y sus reflejos, disminuidos por el cansancio, embotados por la resaca, aún acertaron a desatar en su interior un escalofrío imprevisto y helado. Alfonso estaba sentado a la mesa, jugueteando con una cuchara y el tarrito de cristal del flan que había tomado de postre, y sonrió cuando le vio aparecer. Tenía muy buen aspecto, como si todavía no hubiera comprendido bien lo que había sucedido. Nicanor, en cambio, parecía destrozado. Juan y él nunca se habían llevado bien, pero aquella mañana se saludaron con un abrazo largo y estrecho. —¿Por qué no me llamaste? –el mejor amigo de Damián estaba muy afectado. Tenía los ojos hinchados, las manos temblorosas, la voz débil, ahogada–. Yo estaba con tu hermano anoche, ¿sabes?, cuando vino aquí. Dijo que quería ducharse y cambiarse de ropa, y le estuve esperando mucho tiempo. No me imaginaba qué podía haberle pasado.

Me he enterado por una muchacha, cuando he llamado, hace un rato… —Lo siento, Nicanor –Juan le contestó con palabras de duelo, sinceras, casi cariñosas–. Lo siento mucho. No se me ocurrió, la verdad. He estado muy aturdido, muy.. atontado por todo esto. Llamé a mis hermanas, y ni siquiera me acuerdo de cuándo lo hice, de lo que les dije… Debería haberte llamado a ti también, tienes razón, pero no se me ocurrió. Lo siento.

Nicanor volvió a abrazarle, como una forma de aceptar sus disculpas, antes de regresar a la silla donde estaba sentado antes, mientras una muchacha se acercaba a Juan con una cafetera en la mano.

—Yo tenía miedo de que le acabara pasando algo así –el policía aceptó otro café y no quiso ponerle azúcar–. Mucho miedo. Se lo dije un montón de veces, que se iba a matar, que cualquier noche de éstas se estrellaría con el coche o se metería en un lío del que saldría malherido. Se estaba pasando mucho, ¿sabes?, mucho, de todo, se pillaba unos pasones tremendos, parecía que lo anduviera buscando. Yo no entendía que aguantara tanto, que siguiera yendo a trabajar, que no se pusiera enfermo. Y al final… No pudo acabar la frase. Durante unos minutos que se hicieron eternos sólo se

escucharon sus sollozos, violentos en el estallido y aún más en la muerte inmediata, prematura, que nacía de su determinación de suprimirlos, de ahogarlos, de no abandonarse a ellos sin condiciones. Juan le miró, y sintió piedad por él. Nadie, excepto quizás Tamara, lloraría nunca a Damián como aquel hombre brusco y severo, que no sabía llorar.

—Yo le quería como a un hermano, más que a un hermano… Le quería más que a nadie, tú lo sabes…

Juan asintió con la cabeza. Lo sabía. Cuando se fueron a vivir a Estrecho, el barrio de Nicanor, Damián y él seguían durmiendo en el mismo cuarto, viviendo al mismo ritmo y compartiendo muchas cosas, pero los dos habían cortado ya, cada uno por un extremo, el hilo invisible que los había mantenido unidos, confundidos casi en una sola persona durante toda su infancia. Entonces, Juan se enamoró de Charo, y Damián se hizo amigo de Nicanor. El niño Martos, como le llamaban en el barrio, era muy popular porque su padre era policía y le gustaba ejercer su oficio fuera de las horas de trabajo, aunque sólo intervenía para pacificar, para poner orden o disolver los alborotos antes de que desembocaran en destrozos, en peleas. Tenía fama de buena persona, sin embargo, porque nunca se extralimitaba, nunca había agredido a nadie ni siquiera cuando optaba por detener a alguno por su cuenta y llevárselo esposado a la comisaría donde, casi siempre, el que acababa recibiendo una bronca era él, y por pasarse de listo. Nica, que era su único hijo, presumía mucho de su padre, de su uniforme, de su pistola, de la condición de intocable que le garantizaban, pero al conocer a Damián, que no sólo era mucho más fanfarrón, más chulo que él, sino que además estaba más curtido en los avatares del liderazgo, le cedió con naturalidad el primer plano y se convirtió en una sombra fiel, sin más ambiciones que la de andar siempre pegado a su espalda.

Durante todo ese tiempo, más de veinte años, Juan nunca había mantenido con él ninguna clase de relación específica. Salvo cuando se encontraban por la calle, en el mismo barrio donde Nicanor seguía viviendo y trabajando, y al que él iba con frecuencia a ver a su madre o a sus hermanos, jamás habían estado juntos sin que Damián mediara entre ellos, y ni siquiera entonces habían logrado mirarse con simpatía. A Juan no le gustaba Nicanor. No le gustaba su oficio, ni su estilo, ni su manera de andar, de mirar, de intimidar a la gente.

El paso del tiempo y la experiencia laboral habían fortalecido su carácter para acercarle a su amigo en lo peor, pero seguía estando tan lejos de él como siempre en lo mejor. Nicanor, con su propio uniforme, su propia pistola, había llegado a ser igual de fanfarrón, igual de chulo que Damián, pero nunca ingenioso, ni simpático, ni seductor, ni capaz de dejarse llevar por sentimientos imprevistos.

Era un tipo duro de puro seco, insensible y apático, torvo y silencioso. Y tenía celos de Juan, de su condición de hermano mayor, de la intimidad que pudiera llegar a conservar con Damián, del misterioso ascendiente que a veces lograba ejercer sobre él. Nunca se habían llevado bien, y sin embargo, aquel mediodía, en la cocina de la casa de su hermano, mientras le veía recuperar el control de sí

mismo, imponerse lenta, trabajosamente a su propio llanto, Juan Olmedo

comprendió que aquél era el golpe más duro que había recibido en su vida, y

volvió a apiadarse de él.

—¿Cómo fue?

—Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi –los gritos de Alfonso, que hasta entonces había

estado callado, jugueteando siempre con la cucharilla y el tarro de cristal,

estallaron en el aire como los truenos de una tormenta eléctrica en la siesta de un

día de verano–. Damián se cayó, llegó hasta abajo, ¡buuum! Yo lo vi, y Juanito

entonces lo reanimó, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!

Mientras el puño cerrado de su hermano caía una y otra vez sobre la mesa

siguiendo el ritmo de sus labios, Juan sintió un mar de sudor invernal congelando

su espalda.

—Vete a dar una vuelta, Alfonso, anda –él seguía golpeando la mesa como si

quisiera animar a los demás a participar de su juego, pero Nicanor, con la cabeza

baja, la mirada perdida, no le prestaba atención.

—Pero si yo lo vi, yo lo vi…

—¿Por qué no te subes al cuarto de Damián y enciendes la televisión y te tumbas

en la cama para verla un rato?

—Es que se enfada. Se enfada mucho si hago eso. Luego viene y me echa una

bronca… –movía la mano derecha con tanta fuerza que el dedo pulgar producía

un chasquido armónico, casi musical, al chocar contra el corazón.

—Hoy no se va a enfadar, Alfonso –Juan le miró, y comprobó con el rabillo del ojo

que Nicanor también le miraba–. Hoy no.

—¿Y dónde está? –Alfonso miró primero a su hermano, luego al policía, y repitió

el orden de las miradas un par de veces–. ¿Dónde está Damián?

Ninguno de los dos quiso contestar a esa pregunta. Al rato, Alfonso se levantó, le

preguntó a Juan si estaba seguro de que Damián no se iba a enfadar, y se

marchó por fin. Entonces, Nicanor se estiró en la silla y Juan se lo contó todo, casi

todo, en el orden exacto en el que había sucedido, sin omitir el detalle de su

propia borrachera, del berrinche de Tamara, del enfado por el que él mismo se

había dejado llevar al ver que la fiesta se acababa sin que Damián hubiera

aparecido, de su propia preocupación por él, porque tampoco había llamado y

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