Array Array - Los aires dificiles

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Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como el día en que se decidió por fin a bajar al primer sótano y seguir la dirección que indicaba la raya morada pintada en el suelo. Ni siquiera cuando empezó a tener miedo de convertirse en lo que jamás habría querido llegar a ser, ni siquiera cuando comprendió que ya lo había logrado sin querer. Nunca. Y sin embargo siguió la raya morada más allá de la esquina donde se desvió de la roja, de la azul, de la amarilla. La siguió hasta el final, mientras se repetía por enésima vez que no tenía otra opción, otro recurso para arañar una esquina de la verdad, y sabía que era apenas un fleco, un hilo, una pequeña partícula del esmalte que revestía la superficie de una verdad múltiple y compleja, enloquecedoramente ambigua, y estratificada en tantas capas como una mina donde el oro reluciera al nivel del suelo sólo para hacerse cada vez más raro, más engañoso y esquivo, a medida que la dinamita fuera horadándola en profundidad.

Pero se estaba volviendo loco, sentía que se estaba volviendo loco, como si ya no pudiera mantenerse unido, entero, por mucho tiempo, mientras la culpa y el miedo tiraban de sus brazos con fuerza pareja, sin cansarse jamás, como no se cansaban las dudas, los celos que separaban sus piernas como si le presintieran al límite del descuartizamiento. Podía aceptarlo todo, cargar con todo, pero no en ese desorden caótico y siniestro, la herencia de su hermano en un mundo que no era mejor sin él. Necesitaba un orden, un principio, y sólo podía recurrir a la raya morada para lograrlo, para encontrar una razón que le permitiera seguir defendiendo ante sí mismo su propia versión de su vida o para sentirse definitivamente un idiota. Tenía que ser así, no podía ser nada más que eso, un asunto privado, un secreto más entre Charo y él, una conversación muda, póstuma, cuyas consecuencias no podían cambiar, y no cambiarían, las reglas de su vida. Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como cuando abrió aquella puerta, y se acercó al mostrador de recepción, y habló con una enfermera, y sin embargo, lo único que le importaba en aquel momento era descubrir si Charo le había dicho la verdad o si le había mentido, porque si le había engañado en aquello, le habría engañado en todo lo demás, pero si había sido sincera aquella vez, quizás lo hubiera sido también en otras ocasiones. Eso era lo único que quería saber. Se lo repitió a sí mismo entonces y sabía que no era necesario, que no hacía falta, pero de todas formas, lo repitió otra vez. Tenía que ser así, no tenía otra opción, otra ambición, otro recurso para seguir amando la memoria de Charo o para aceptar que había desperdiciado su vida entera. Buscaba a una mujer, una conocida de un compañero suyo de Trauma, pero aquel día no había ido a trabajar, y le atendió un hombre mayor que él, con el pelo blanco, gafas, pero ningún aspecto paternal, que de entrada no le pareció muy amable pero al que siempre tendría que agradecer que mantuviera impecablemente la compostura cuando empezó a hablar usando esa frase hecha ante la que casi todos los médicos levantan una ceja y se muerden el labio inferior, para que no se note que no se creen ni media palabra de las que pronuncia el otro médico que tienen delante. Tengo un amigo que. Tengo un amigo que se fue de vacaciones a Filipinas y

sospecha que ha vuelto con sífilis. Tengo un amigo seropositivo que quiere cambiar de tratamiento. Tengo un amigo que tiene una amiga que quiere abortar. Tengo un amigo que quiere hacerse una prueba de paternidad. Él le explicó el procedimiento, los análisis que tenía que pedir, el formulario que tenía que rellenar y que renunció expresamente a rellenar por él, y le apuntó el nombre de la enfermera con la que tendría que quedar para que se lo recogiese todo. Es posible que exista un factor que contamine los resultados, añadió Juan al final, y entonces su interlocutor sí levantó la ceja.

Existen dos candidatos, y los dos son hermanos de padre y madre, así que su material genético puede ser demasiado parecido, y uno de los dos está muerto… Eso da igual, el genetista le interrumpió moviendo la mano en el aire. Hace diez años, sin ir más lejos, no podríamos discriminar la paternidad con exactitud en esas condiciones, pero hemos avanzado mucho. Y el margen de error…, insistió él. Estadísticamente inapreciable, su interlocutor parecía tan seguro de sí mismo que no le quedó más remedio que levantarse y tenderle la mano desde el otro lado de la mesa.

Aquella noche, cuando volvió a la casa de Damián, estuvo todo el tiempo con Tamara. La ayudó a hacer los deberes, la dejó elegir la cena, se sentó a cenar con ella en la cocina, y la cogió en brazos para ver la televisión hasta que se quedó dormida. Después, todavía estuvo un rato mirándola. Estaba seguro de que no era hija suya, pero siempre la había querido, e iba a seguir queriéndola igual que antes. Él era el responsable de su soledad, de su tristeza, de su desconcierto. Había abandonado a su madre, había rematado a su padre, y a los dos los había amado mucho, muchísimo, más que a nadie, antes de perderlos. Ahora, aquella niña que ya no lloraba ni protestaba, que había mudado los caprichos, los berrinches, en una seriedad sombría y taciturna, no tenía más madre, más padre que él. Los resultados de la prueba no podrían afectarla, no la afectarían. Juan Olmedo se lo recordó una vez más mientras se preguntaba cómo sería su vida desde entonces, desde que un papel impreso con el membrete de un hospital, como el que había condenado a Alfonso una vez, hacía tantos años, como el que le había salvado a él, apenas unos meses antes, le confirmara que nunca había sido el protagonista de la historia central de su vida, sino apenas un figurante, un actor secundario y mal pagado en la comedia sin gracia que otros representaban. Al menos, hallaría el consuelo de una paz sucia, mustia, que al instalarse en cada esquina, en cada recodo de sus actos y sus pensamientos de todos los días, se camuflaría de normalidad, desplazando la imagen de Charo, su cara, su cuerpo, sus gestos, su voz, de los dominios que había gobernado con una ferocidad despótica durante más de veinte años. Juan Olmedo acarició a su sobrina, la besó en la cara, y se preguntó cómo sería la vida sin su madre, la historia según su padre, y en la piel de la niña empezó a acariciar la piel del desastre, ese momento en el que lograría liberarse por fin de Charo al precio de conseguir despreciarse a sí mismo más intensamente aún de lo que se había despreciado aquella mañana. Ya le había dicho a Tamara que quería llevarla al hospital para hacerle unos análisis y ver cómo estaba, y al día siguiente, cuando se lo recordó en el

desayuno, ella aceptó con un simple movimiento de cabeza, como si todo le diera igual. La enfermera que hacía funciones de recepcionista, le preguntó a qué dirección quería que enviaran los resultados, y él dijo que no le costaba ningún trabajo acercarse a recogerlos personalmente. Unos días después, cuando tomó el sobre que la misma enfermera le entregaba con un ademán impersonal, casi distraído, estaba tan seguro de saber ya lo que había dentro que ni siquiera se puso nervioso. Pero esta vez, los resultados del informe fueron estrictamente opuestos a los que él había calculado. Su sobrina era hija suya. Tan suya como su cabeza, como sus brazos, como sus piernas, como la culpa que no cambió de color, ni de intensidad, ni de consistencia, al entrar en contacto con un margen de error tan inapreciable que no llegaba ni siquiera al uno por ciento. Nervioso y confundido, atónito e indeciso aún ante las consecuencias de esa revelación de la que ya sabía con certeza que no iba a cambiar su vida, pero de la que ignoraba si llegaría a cambiar algo en su interior, Juan Olmedo siguió cargando con su culpa, igual de negra, igual de intensa, igual de espesa, y Dami siguió sonriéndole, levantando la cabeza para mirarle, frunciendo las cejas para defender sus ojos del resplandor del sol, moviendo la mano muy despacio en el aire y escribiendo en el cielo la misma pregunta, ¿cómo quieres que te sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? Yo soy su padre, respondía Juan entonces, pero esas palabras no disipaban la sonrisa de su hermano, no la alteraban, no llegaron jamás a borrarla.

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