Array Array - Los aires dificiles

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nadie sabía dónde estaba. Le contó que lo vio muy mal, que no era capaz de

andar derecho, que parecía furioso consigo mismo, que se enfureció también con

él cuando le dijo que no podía seguir así, que tenía que cuidarse, remontar como

fuera aquella crisis que se estaba haciendo crónica.

Que le respondió que no tenía por qué aguantar sermones de nadie.

Que entró en su cuarto para ducharse y cambiarse de ropa. Que se metió otra

raya en el descansillo antes de marcharse. Que empezó a bajar por la escalera y

que él pensaba marcharse detrás de él. Que llegó a salvar el primer escalón y

luego, de pronto, se dio la vuelta como si se le hubiera olvidado decirle algo. Que

entonces, el cuerpo aún de perfil, calculó mal y pisó en el vacío.

—Empezó a caer en diagonal, luego cabeza abajo, dio una vuelta y acabó boca

arriba. En algún momento su cabeza chocó con un escalón. Yo examiné la herida.

Se había golpeado en la base del cráneo. Le levanté con cuidado y la sangre

empezó a manar a borbotones.

Llamé a una ambulancia enseguida, por supuesto, pero ya sabía que no había

nada que hacer.

Nicanor no dijo nada. Se quedó muy quieto, con los ojos clavados en el techo, y

cuando estaba a punto de volver a llorar, le preguntó a Juan si podía ayudar en

algo.

—¿Y qué piensas hacer tú ahora?

—No lo sé –y era absolutamente sincero–. De momento, llevarme a Alfonso a mi

casa un par de días.

Tam está en casa de Trini, y supongo que será mejor que siga allí, por lo menos

hasta después del entierro, porque con los otros niños estará más entretenida. Y

luego…

Pues no sé, la verdad, no tengo ni idea.

—Llámame –Nicanor le puso una mano en el brazo, apretó los dedos un

momento–. Para lo que sea.

En aquel momento tendrían que haberse despedido, y la vida de cada uno de

ellos habría seguido su propio camino, divergiendo progresivamente hasta

perderse de vista por completo, como correspondía a su mutua voluntad de

desconocerse. En aquel momento tendría que haber comenzado aquel proceso,

pero Alfonso, que solía ser tan dócil, tan obediente, y que había pagado tantas

veces el precio de una bronca descomunal por el privilegio de tumbarse encima

de la cama de Damián para ver la tele, no estaba en el piso de arriba cuando

Juan acompañó a Nicanor hasta la puerta.

—Yo lo vi…

Arrodillado en el suelo, en la misma postura que había adoptado Juan para

examinar el cuerpo de su hermano, machacaba algo que parecía un trapo

arrugado, desmochado y sucio, contra la superficie del último escalón.

—Yo lo vi, yo lo vi –se reía–.

Damián se cayó por la escalera, ¡bum!, y Juan le cogió por la cabeza y le reanimó,

¡bum!, ¡bum!, ¡bum!

Cuando Nicanor se paró al lado de Alfonso, cuando le quitó aquel trapo de las

manos, y comprobó que eran los restos de un oso de peluche, cuando se lo

devolvió, y se dio media vuelta muy despacio, y le miró a los ojos, la sangre ya

había dejado de circular por las venas escarchadas, agarrotadas y rígidas de Juan

Olmedo.

—¿Por qué hace eso?

—No lo sé.

—Yo lo vi, lo vi… –Alfonso estiró el cadáver de Perico sobre su regazo, lo cogió

por el hocico, lo giró en el aire como si quisiera comprobar la posición de sus

dedos sobre la parte posterior de su cabeza, volvió a estrellarlo contra la madera–. Reanimarle, ¡bum!, reanimarle, ¡bum!, ¡bum!

Juan se desplazó ligeramente hacia la derecha, buscando el apoyo de la escalera

con un movimiento que pretendía parecer casual, cuando sintió que su cuerpo se

desequilibraba por dentro.

—¿Por qué dice eso?

—Tampoco lo sé.

Estaba seguro de que el color le había abandonado, de que tenía la cara blanca,

palidísima, podía sentirlo, percibir la textura sutil y quebradiza de una capa de

cera sobre su piel, y sin embargo aún controlaba su voz, la sentía fluir con

naturalidad, un acento firme, estable, que no estaba seguro de ser capaz de

conservar durante mucho tiempo. Por eso prefirió callarse, renunciar a dar

explicaciones, a buscarlas en voz alta, como si de verdad estuviera sorprendido y

a la vez dispuesto a derrochar indulgencia sobre aquella extravagancia de su

pobre hermano, una máquina de pensar tan defectuosa, un testimonio que no

aceptaría ningún tribunal. Pero Nicanor le miraba ahora de otra manera, y Alfonso

se dio cuenta.

—¿Dónde está Damián? –No le contestaron, y él empezó a enfadarse, a lloriquear,

a agarrarse con las manos del pelo que conservaba–.

¿Dónde está, Juanito? ¿Dónde está, dónde está?

Cuando comprendió que ninguno de los dos se lo iba a decir, soltó lo que

quedaba de Perico y se colgó del cuello de su hermano.

—Supongo que habrá autopsia.

—No. El médico que ha certificado la muerte no la ha considerado necesaria –Juan contestó a Nicanor sin mirarle, agradeciendo íntimamente a Alfonso la

distracción que le brindaba su desamparo, mientras él lloraba entre sus brazos,

con la cabeza apoyada en uno de sus hombros.

—¿Y eso?

—Es lo normal. Si un cadáver no presenta indicios de muerte violenta, se le

ahorra ese gasto a los contribuyentes.

—Ya. ¿Y de dónde era ese médico?

—De Puerta de Hierro.

—¡Vaya! –Nicanor levantó una ceja–. De tu hospital, ¿no?

—Sí –Juan le contestó sin alterarse, como si la dureza del tono del policía hubiera

disipado su miedo, sembrando en su propia voz una dureza semejante–. También

es el que está más cerca. La ambulancia vino de allí.

—Bueno, pues sí que va a haber autopsia –Nicanor se alejó un par de pasos de él

para mirarlo de frente–. Va a haber autopsia porque yo la voy a pedir. Ya nos

veremos después de los resultados.

La puerta se cerró a sus espaldas y Juan no se movió, no hizo nada. Apoyado en

la escalera, manteniendo a Alfonso sujeto con un brazo, siguió besándolo,

acariciándolo, apretándolo contra sí hasta que se calmó. Ya no tenía sentido

intentar hablar con él, llevarle la contraria, animarle a dudar, confundirle. Nicanor

ya conocía su versión. Si Alfonso iba contando por ahí que su hermano mayor

quería arrebatársela, desmentirle, obligarle a mentir, todo sería aún peor, por más

que ningún juez fuera nunca a aceptar su testimonio. Si iba a hablar, y él no

podía evitar que en algún momento hablara, mejor que dijera que Juanito le había

consolado, que le había abrazado y mimado, que había cuidado de él como

siempre, como si no tuviera ningún motivo para hacer lo contrario. Mientras su organismo recuperaba poco a poco las pautas de su funcionamiento normal, y la sangre volvía a ponerse en movimiento, Juan Olmedo intentó pensar deprisa, y lo consiguió antes de lo que esperaba. Habría una autopsia, por supuesto que iba a haber una autopsia, pero él ya sabía qué resultados iba a arrojar. Él no había empujado a su hermano. El organismo de Damián contenía una cantidad de sustancias tóxicas que bastaría para justificar la pérdida espontánea de equilibrio de un hombre mucho más corpulento que él. O hasta de dos. Por eso se había caído por la escalera, se había caído él solo, y su cadáver conservaría la memoria del accidente, hematomas de diversa importancia y cortes en la piel que permitirían al forense reconstruir con exactitud la trayectoria, la aceleración, las fases de la caída, hasta el instante en que su cráneo reventó contra el canto de un escalón. Es difícil sobrevivir a un golpe así. Él, como cualquier buen traumatólogo con experiencia clínica, sabía que es imposible calcular el grado de violencia que puede llegar a romper un hueso cuando el cuerpo de un hombre adulto, robusto, pesado, cae rodando por una escalera larga, recta, sin rellanos, desarrollando en la caída una potencia que depende de factores que no se pueden reconstruir con precisión. Había estudiado mucho, mucho, se había pasado la vida estudiando. Por eso estaba seguro de haber controlado minuciosamente la fuerza de su mano derecha en el instante en el que asestó un golpe suficiente, el golpe justo para terminar de romper un hueso que ya estaba roto, sin producir las fracturas secundarias, el astillamiento, el destrozo que permitiría a un forense descubrir en el cráneo de Damián la violencia incontrolada y excesiva de una agresión intencionada.

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