Array Array - Los aires dificiles

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Yo soy su padre, repetía, y Damián le miraba igual que antes, le sonreía como antes, con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos de antes. En contra de todas sus convicciones, de la teoría que había esgrimido como una maza contra los argumentos de su madre el día de su nacimiento, de lo que creía pensar, de lo que pensaba que era verdad, y que era correcto, Juan Olmedo se descubrió mirando a Tamara de otra manera. Siempre la había querido como si fuera su hija. Ahora la quería además porque era su hija.

Pero tampoco pudo detenerse mucho en aquel sentimiento, tan nuevo, tan sorprendente para él, que ni siquiera interfirió en su última y definitiva reconciliación con Charo, que sería ya para siempre en su memoria una chica muy joven y muy triste, con un cuerpo glorioso a punto de romperse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía, mientras le pedía en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Ésa era la mujer que quería recordar, y ésa era la mujer que recordaría, un misterio blando y tibio, sin revés, sin espinas, sin aristas, sólo calor, y tristeza, y una confusión inmensa, el lugar de los besos y de los insultos, de las heridas y el arrepentimiento. Se quedaba con ella, una vez más, con sus miedos que no entendía, con las palabras que no decía, con las mentiras que se creía, con lo mejor, con su risa, y con sus ojos, y con sus muslos del color de las tartas de yema tostada, con su brillante pasado de princesa de barrio, con su pálido futuro de recuerdo antiguo, y con el amor que había inspirado en él, ese amor sin el que habría sido un hombre distinto del hombre que era, ese amor que había dado forma y nombre a todas las ideas, a todas las personas, a todos los objetos que cabían en su memoria, ese amor que le había

elevado y le había arrastrado en los momentos más altos, en los más bajos de su

vida.

Habría hecho cualquier cosa por ella, y había hecho cualquier cosa por ella. Había

tocado el cielo, y la locura. Ahora, en la tierra llana que le esperaba, Charo ya no

podría cambiar. Sería para siempre la misma, y la mejor.

Entonces, cuando todo estaba claro, cuando todas las preguntas parecían haber

encontrado una respuesta, cuando la repetición sistemática de los mismos

decorados, las mismas acciones, empezaban a configurar un escenario

consistente para el resto de su vida, el camino de Juan Olmedo se accidentó de

repente. Una tarde de marzo, lluviosa y fría, la muchacha que estaba encargada

de ir a recoger a Alfonso a la parada del autobús le dijo que no había aparecido.

La monitora le había dicho que un amigo de la familia había ido a buscarle y que

lo traería a casa en coche.

Juan apenas tuvo tiempo de pensar.

Cinco minutos después sonó el timbre, y Alfonso entró en casa chorreando, con

una gigantesca napolitana rellena de chocolate a medio comer en la mano

derecha.

—Me ha traído Nicanor –le dijo–. Me ha comprado un bollo.

—¿Sí? –Juan empezó a secarle la cabeza con una toalla–. ¿Y eso?

—Pues eso –su hermano le miraba como si no hubiera entendido la pregunta.

—Ya, pero lo que quiero saber es cómo se le ha ocurrido ir a buscarte. –Alfonso

se quedó quieto, pensando–. ¿Por qué quería verte?

—¡Ah! –exclamó después de un rato–. Me ha preguntado por Damián. Le he

contado a sus amigos que yo lo vi, ¡bum!, ¡bum! ¿Te acuerdas?

—Sí, claro que me acuerdo…

Al día siguiente, llamó por teléfono al director del centro al que asistía Alfonso. Su

primer impulso había sido echarle una bronca descomunal, advertirle que había

cometido una irregularidad gravísima, que no podía consentir que nadie, ni

siquiera la policía, se llevara a su hermano sin su conocimiento y una autorización

expresa por su parte. Sin embargo, aquella noche, mientras daba vueltas en la

cama sin poder dormir, comprendió que sería mucho más sensato rebajar el tono,

y se limitó a preguntarse en voz alta cómo había sido posible que su hermano no

cogiera el autobús, la tarde anterior. Desde luego, aquel hombre que enseñó una

placa de policía, precisó a continuación, no les había engañado. Era efectivamente

un policía, y también un amigo de la familia, pero de todas formas, con una

persona tan vulnerable como su hermano no parecía recomendable correr ningún

riesgo… El director le pidió disculpas, le aseguró que se informaría enseguida de

lo que había ocurrido en realidad, y le garantizó que Alfonso no volvería a faltar

en el autobús ni una sola tarde más. Así fue, y sin embargo, dos semanas más

tarde, cuando volvió del hospital, tampoco lo encontró en casa. La muchacha le

explicó que el amigo del señor, que en paz descanse, había llamado para decir

que él mismo lo acercaría en su coche. Juan llamó inmediatamente al centro, y en

secretaría le informaron de que Alfonso no había aparecido por allí en todo el día.

Alguien había llamado a primera hora de la mañana para avisar de que estaba

resfriado. No, no había dicho quién era, allí habían supuesto que era él mismo, su

propio hermano. Y no, la monitora no había informado de que aquella mañana

hubiera cogido el autobús.

En la comisaría donde trabajaba Nicanor no podían comunicarle con él, estaba en

una reunión, dijeron.

Juan preguntó con quién tenía que hablar para poner una denuncia y el agente

que le atendía precisó que en aquel mismísimo momento le estaba viendo salir

por la puerta.

Al rato, Alfonso llegó a casa solo, llorando como un desesperado y muerto de

miedo.

—Me ha llevado a un sitio muy grande, con muchos cuartos –consiguió decirle

entre hipidos, después de confirmarle que aquella mañana se había encontrado a

Nicanor esperándole en la puerta del centro, y que le había preguntado si no le

gustaría que fueran juntos de excursión–. He hablado con gente, me han hecho

pruebas… No me gusta que me hagan pruebas, tú lo sabes, Juanito, no me

gustan las pruebas, me dan miedo, las odio, las pruebas, las odio… Nicanor se ha

enfadado conmigo. Mucho.

Muy enfadado conmigo. Me ha cogido así… –agarró a su hermano por las

solapas–. Dice que tú mataste a Damián. No, no…, digo yo. Juanito no.

Reanimarle, reanimarle… Se ha enfadado más.

Está muy enfadado conmigo.

Habían pasado casi cuatro meses desde la muerte de Damián, más de tres desde

que recibió el informe de las autopsias. Juan no entendía qué había podido pasar,

qué habría ocurrido, pero no podía quedarse parado, esperando a enterarse.

Nicanor no estaba en su casa, pero después de sentarse a la mesa para no cenar,

salió a buscarle. Si no estaba de servicio, estaría en cualquiera de los tres bares

que solía frecuentar con su hermano, los mismos a los que habían ido casi todas

las noches durante más de veinte años. En el primero no le encontró. Al abrir la

puerta del segundo, le vio de pie, solo, acodado al final de la barra.

—Te has pasado, Nicanor –le dijo al llegar a su lado, dándole un golpe en el

pecho con el dedo índice, antes de que él advirtiera su llegada–. Igual que se

pasaba tu padre. Lo que has hecho esta tarde es un delito. Detención ilegal, creo

que se llama.

—Alfonso ha venido a la comisaría por su propia voluntad –le respondió él, sin

alterarse.

—Oficialmente, Alfonso no tiene voluntad. Su consentimiento no tiene ningún

valor legal, y tú lo sabes.

—Verás, Juan… –Nicanor se giró hacia él muy despacio, con media sonrisa torcida

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