Array Array - Los aires dificiles

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Él había quedado con ella en el pueblo dos días antes, le había repetido lo que

Tamara le había contado, que Andrés no iba a clase, que se pasaba los días

vagando por el polígono, que había tirado la bicicleta en un contenedor.

Ella asentía despacio con la cabeza, como si no se estuviera enterando de

ninguna novedad. A mí no me cuenta nada, dijo al final.

Juan se ofreció a hablar con él antes de que su tutor o el director del colegio lo

citaran en un despacho, delante de ella, y Maribel, después de pensarlo un

momento, aceptó con otro movimiento de cabeza. Puede ser buena idea, sí, si no

te importa…, a lo mejor contigo sí quiere hablar, pero ni siquiera entonces le

contó lo que ya sabía, lo que a la fuerza tenía que saber, como si quisiera

demostrar que estaba dispuesta a ser leal a su hijo hasta más allá de lo

razonable. Cuarenta y ocho horas más tarde, fue casi completamente sincera con

él, sin embargo. Reconoció que su hijo había estado rarísimo todo el verano, que

ella sabía que su padre le estaba sorbiendo el seso, que mientras lo veía recorrer

la casa sin hacer ruido, mudo y ciego, blanco y pálido como un fantasma

sonámbulo, se había dado cuenta de que estaba avergonzado y que se imaginaba

muy bien por qué.

Pero no supe convencerle de que él no tenía la culpa de lo que había pasado,

añadió al final, sin querer ser más explícita.

—Anoche nos dimos muchos besos, muchos abrazos, y los dos lloramos mucho.

Hemos dormido juntos, ¿sabes?, y sin embargo, esta mañana, ha desayunado y

se ha ido al colegio sin decir ni pío –entonces miró el reloj, como si quisiera darle

a entender que tenía que marcharse ya–. Lo está pasando muy mal, peor que su

padre… Eso es lo que más rabia me da.

A continuación, en un arranque insólito, sacó un billete del monedero, cogió la

nota que estaba sobre la mesa, y agitando los dos papeles en la misma mano,

llamó al camarero y pagó las copas. Juan se dejó invitar sin protestar, salió del

hotel detrás de ella, y al llegar a la altura de la urbanización, se ofreció a llevarla a

casa en coche.

—Puedo ir dando un paseo –contestó ella, pero inmediatamente después, como si

temiera que aquel comentario pudiera llegar a ofenderle, se apresuró a aceptar–,

aunque si no te molesta, pues mejor para mí, claro…

Su casa estaba muy cerca, pero Juan Olmedo no necesitaba ni un solo metro más

para aceptar que definitivamente Maribel había cambiado, como si el sufrimiento

objetivo, concreto, de los últimos meses hubiera despertado en ella una

conciencia distinta, capaz de iluminar su vida anterior con luces nuevas, más

precisas. Era verdad lo que le había dicho al salir del hospital. Había pensado

mucho, estaba pensando mucho, él se daba cuenta, lo leía en su rostro, en sus

gestos, en encuentros como el de aquella tarde, más de una hora y media sin que

ella esbozara la menor sonrisa, sin que intentara explotar ningún equívoco, sin

que diera ninguna señal de seguir estando interesada en seducirle. Sobrevivir no

es fácil, él lo sabía.

Y de repente, tuvo miedo. Antes de comprender que era absurdo, antes de

recordar el color de su ropa interior, antes de acordarse de que una vez estuvo

seguro de que aquella mujer no le gustaba y de cómo fue ella misma quien le

convenció de lo contrario, tuvo miedo de que fuera Maribel quien decidiera que lo

más sensato que podía hacer era dejarle, miedo de que le dejara.

Por eso, al pararse delante del portal, se pegó a ella para mirar hacia fuera por el

ángulo derecho del parabrisas y levantó la vista hacia el segundo piso, donde las

luces estaban encendidas.

—Andrés está en casa, ¿no?

—Sí –ella miró en la misma dirección, y por fin sonrió, le dedicó una de esas

tremendas sonrisas suyas que la desnudaban por dentro un instante antes de que

sus propias manos, o las manos de Juan, despojaran su cuerpo de la ropa que la

cubría por fuera–. Yo también lo siento.

Él se dejó caer sobre ella, la besó en el cuello, acechó su respiración, comprobó

que era irregular, apretó la cara sobre la piel de su garganta, de su hombro, de su nuca, percibió el aroma lejanísimo de la colonia que se había puesto aquella mañana en el olor mucho más poderoso que impregnaba su cuerpo después de un día de trabajo, descubrió sin sorpresa que entretanto su sexo le había premiado, o le había castigado, con una erección feroz.

—En este momento –le dijo mientras se separaba de ella, irguiéndose en su asiento para recuperar una compostura sólo aparentedaría cualquier cosa por echarte un polvo, Maribel.

—¿Sí? –su sonrisa se acentuó antes de deshacerse en una cascada de risas breves, nerviosas, mientras se giraba en el asiento para enviar a su mano derecha, sin una duda, ni un solo titubeo, hacia el bulto que la luz de las farolas hacía visible bajo el pantalón del conductor–. ¿Y qué es cualquier cosa? ¿El sueldo de un mes?

Él se echó a reír ante el prosaico carácter de sus cálculos, y decidió ser generoso. —El sueldo de un año.

—¡Uf! –ella incrementó ligeramente la presión de sus dedos, él agradeció el detalle con un gruñido–. Eso es pagar bien…

Entonces, mientras Juan se liberaba con delicadeza de su mano sin dejar de lamentar que ni su edad ni las circunstancias le permitieran abandonarse completamente a ella, Maribel se inclinó sobre él y le besó. Aunque estaban delante del portal de su casa, aunque todas las farolas estaban encendidas, aunque cualquiera podía verles, y en aquel momento era más que probable que cualquiera pudiera verles, le besó igual que si estuvieran solos, con su boca dulce y áspera, impregnada del sabor del aguardiente donde maceran las guindas. —¿Por qué me has dicho eso?

–le preguntó luego, volviéndose despacio, con un pie ya en la calle. —No sé… Para que lo sepas.

Unas cuarenta horas más tarde, cuando se deslizó en su cama sin hacer ruido para despertarle después de su siguiente noche de guardia, se comportó como si no hubiera podido olvidarlo. Eso era exactamente lo que él pretendía, y lo que celebró mientras ella se multiplicaba sobre su cuerpo como si quisiera demostrarle que tenía más de una boca, más de una lengua, más de dos manos y una sola voluntad, una sola aspiración, el único propósito de retenerle. Entonces no comprendió que Maribel se había dado cuenta antes que él, como de costumbre, de que aquel espontáneo alarde de sinceridad con el que no había intentado tanto conmoverla como tranquilizarse a sí mismo, era el primer reflejo de esas sonrisas a las que ella recurría para seducirle, el primer acto deliberado y público de seducción que Juan se había consentido representar para ella. Antes, había manifestado su deseo muchas veces, pero siempre había sido Maribel quien había empezado, quien había creado una situación propicia, quien le había empujado con palabras, con un movimiento de las cejas, o con la curva indescifrable de sus labios. Después, siguió provocándole de la misma manera, pero nunca dejó de tener en cuenta aquel precedente y él, aunque fuera con retraso, terminó por darse cuenta.

El segundo paso que Juan Olmedo dio en aquella dirección fue mucho más consciente, y logró sorprenderla mucho más, aunque él tampoco llegara nunca a estar muy seguro de las razones que lo motivaron. Quizás fue que el cuidado que Maribel ponía en hacerse la tonta, ocultando ante él su flamante seguridad de objeto codiciado, con el sueldo de un año como garantía, le excitaba tanto como los cautelosos titubeos del principio. O que nada de lo que había hecho o dicho hasta entonces llegaba a aproximarse siquiera a los márgenes del compromiso que había establecido con Andrés pensando en ella. O que en un momento dado, se dio cuenta de que Sara, Tamara y él mismo estaban tan pendientes del niño, de sus reacciones, de sus silencios, de su recuperación, que Maribel parecía haber perdido definitivamente y en favor de su hijo, sus genuinos privilegios de víctima. O que seguía sintiéndose tan incómodo en su papel de patrón inmoral y oportunista que no resistió la tentación de convertirse por una vez en el hada madrina. O que le apetecía ponerla a prueba, experimentar qué sucedía si le quitaba la bata rosa y la fregona de las manos, y la obligaba a sentarse a su lado en el coche para recorrer con él un paisaje abierto, sin puertas cerradas, sin persianas echadas. Quizás fue solamente que no le apetecía dejarla en el pueblo, volver a Madrid con los niños y con su hermano, pero sin ella, y dormir solo en una cama de hotel. Y que le daba lo mismo el carácter de su decisión, su aspecto, sus consecuencias.

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