Array Array - Los aires dificiles

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No puede ser, Sara, Alfonso es muy mal enfermo, se pone muy pesado, pierde el control enseguida…

Ella insistió, le recordó que lo había tenido en su casa diez días cuando Maribel estuvo en el hospital, que entonces todos estaban mucho peor que ahora, que se había portado estupendamente, que ella tenía sitio, y tiempo, y costumbre de cuidar enfermos. Haz lo que quieras, añadió al final, pero sería una tontería que no os fuerais.

No va a pasar nada, y si pasara, siempre puedo llamar a la enfermera esa que te hace de canguro… El miércoles, Alfonso sólo tuvo unas décimas, y se pasó la tarde levantado. El jueves por la mañana, a las ocho en punto, con unas quince horas de retraso sobre el horario previsto, Juan lo dejó en su casa y se marchó a Madrid. A las tres de la tarde, llamó para decir que habían llegado bien y ya estaban comiendo. A las seis, para contarle que estaban mirando una placa donde se leía que aquélla era la calle Concepción Jerónima y que se acordaban mucho de ella. A las nueve, Sara le prohibió que volviera a llamar hasta la mañana siguiente, y entonces fue aún más estricta. Alfonso no tiene fiebre, los dos

estamos muy bien y el timbre del teléfono nos molesta. Yo tengo el número de tu móvil, si pasa algo ya te llamaré, y si no, no se te ocurra volver a llamar hasta el domingo por la mañana, para decirme a qué hora pensáis salir. Le hubiera gustado hablar con Maribel, pero sabía que ella no iba a querer contarle nada delante de los demás. Ella, que se había apresurado a renunciar al viaje para quedarse a cuidar de Alfonso antes de que se le ocurriera a la propia Sara, era la única que no había agradecido su intervención, pero Juan parecía tan empeñado en la suprema insensatez de llevársela a Madrid que no quiso ni detenerse a considerar aquella posibilidad.

O vamos todos o no vamos, dijo, y Maribel ya no se atrevió a insistir. Mientras los barcos se perseguían, y se alcanzaban, y se abordaban, y se hundían en el televisor, y Alfonso preguntaba sin parar qué estaba pasando ahora, para obligarla a diferenciar en voz alta a los buenos de los malos todo el tiempo, Sara pensó en ella, en sus dudas, en sus miedos, en su presentimiento de una catástrofe inminente. Habían pasado dos tardes juntas, en su casa, Sara sacando ropa del armario, ella probándosela para mirarse en el espejo con la expresión de un condenado a muerte que estudia la imagen que ofrecerá en el patíbulo. Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. ¿Y qué voy a decir yo, con quién voy a hablar, qué les voy a contar?

Nada, le contestaba sin volverse a mirarla, mientras rebuscaba entre las perchas, tú te pegas a Juan, no abres la boca, y ya verás lo bien que le caes a todo el mundo, y lo inteligente que todos dicen que eres… ¿Y si me preguntan en qué trabajo? Pues les dices que estás en el paro, o que trabajas de dependienta en una tienda de muebles, o de regalos, cualquier cosa… ¿Y si se fijan en mis manos? Sara ya no encontró una respuesta para eso, pero le regaló un par de guantes negros que encontró en un cajón.

Toma, en Madrid hace mucho frío en invierno, le dijo. Me están pequeños, respondió ella. Bueno, pues te compras otros que te estén bien. Pero me los tendré que quitar para comer. Entonces sacó del armario aquella falda negra de encaje y aquella chaqueta blanca con vivos negros que ya no le cabían, pero que le habían sentado tan bien doce años antes. Mira, esto es lo que te vas a poner… Maribel se había tenido que arreglar la falda, que le estaba ligeramente ancha, y la chaqueta, que le estaba ligeramente estrecha, y comprarse un par de zapatos de tacón alto que le habían costado un dineral, pero cuando volvió a casa de Sara a probárselo todo, le quedaba tan bien como si se lo hubieran hecho a medida. Y sin embargo, ni siquiera en ese momento se puso tan contenta como cuando Alfonso cogió la gripe, y Juan le dijo que no quedaba más remedio que quedarse en casa.

Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. Entendía sus temores, su vergüenza, y esos furiosos arrebatos de dignidad que la empujaban hacia el fondo de su jaula, el único espacio que sabía controlar, el único lugar donde se sentía segura, donde aún podía confiar en sus relativas fuerzas de animal domesticado. Todo aquello le parecía una locura, pero precisamente por eso, porque era una locura, estaba empezando a sospechar la naturaleza de la estructura lógica,

coherente, que había sido capaz de sostenerla, de prolongar en el tiempo una

historia que no tenía futuro, que no podía tenerlo.

Ella tenía ya cincuenta y cuatro años, había aprendido que los que tienen tan

pocas cosas que no saben despedirse de ninguna, tampoco tienen nunca nada

que perder, y había visto muchas cosas raras en su vida. La metamorfosis de

Maribel, que cada día pronunciaba mejor las eses, y se reía de una forma menos

estruendosa, y pasaba más rato callada, y miraba con más atención todo lo que

sucedía a su alrededor, guardándose sus conclusiones para sí, ni siquiera había

sido la más extraña. Por eso, el último día que se vieron a solas, mientras

distinguía una sombra de fuga en sus ojos, y aunque todo aquello era una locura,

y aunque seguía creyendo que su historia no tenía futuro, se atrevió a hablar

claro con ella.

Mira, Maribel, le dijo, yo una vez estuve en una situación parecida a la tuya,

pensé igual que tú, hice lo que tú estás a punto de hacer, y metí la pata. Así que

vete a Madrid, compórtate con naturalidad, olvídate de todo y pásatelo bien. Y

echa el resto en la cama, añadió para sí misma, por la cuenta que te trae, pero

eso no lo dijo, porque suponía que Maribel se sabía esa lección mejor de lo que

ella había llegado a aprenderla nunca.

—¿Vamos a hacer palomitas? –le preguntó Alfonso cuando los buenos acabaron

con los malos, y los anuncios con ambos a la vez.

—Vamos –dijo ella, y cuando ya se habían levantado, sonó el timbre.

—¿Quién será? –preguntó él, entonando esa pregunta con el tono travieso,

musical, que repetía sin variaciones cada vez que alguien llamaba a la puerta.

—No lo sé.

Y era cierto que no lo sabía.

Estaba segura de no haber visto nunca por allí a aquel hombre más alto que bajo,

bastante calvo y bastante gordo, que la estudiaba desde el umbral, cubierto aún

por el mismo anorak rojo que llevaba por la mañana.

—Buenas tardes –dijo, y se quedó callado.

—Buenas tardes –repitió Sara, y entonces se dio cuenta de que Alfonso ya no

estaba con ella, porque escuchó la televisión, el volumen altísimo, una confusa

amalgama de voces y músicas y sintonías entrecortadas sucediéndose

frenéticamente, a toda prisa.

—Me llamo Nicanor Martos, soy agente de la policía nacional –metió la mano en el

bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera que contenía una placa y un carné, y se

los enseñó haciéndola bailar con una sola mano, con el mismo ademán de

prestidigitador que Ramón había descrito unos meses antes–. Era muy amigo de

Damián Olmedo. Sé que su hermano Alfonso está en su casa, acabo de verle, y

me gustaría hablar un momento con él. ¿Puedo pasar?

—No sé –dijo Sara, estudiándole a su vez, mientras sentía que sus piernas se

ponían tensas, sus brazos rígidos–. Estamos los dos solos, él ha estado muy

enfermo, con gripe, yo creo que se siente débil todavía… Preferiría que volviera

cuando su hermano Juan esté aquí.

—Verá, señora… –se acabó la cortesía, entendió ella–. Llevo mucho tiempo

siguiéndole los pasos a Juan Olmedo. Esta mañana he cogido un avión en Madrid, para venir a ver a su hermano, porque me he enterado, precisamente, de que él no está aquí. Ésta es una visita privada, pero en algún momento podría formar parte de una investigación oficial. Supongo que no le interesará figurar en ella como culpable de un delito de obstrucción a la justicia, ¿verdad? Pues a lo mejor sí, pensó Sara, al ver la sonrisa pretendidamente irónica con la que empujó hacia delante sus últimas palabras.

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