Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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—Que se ha muerto Franco —y él la abrazó apretando fuerte, como si se alegrara de haber encontrado algo que hacer con las manos.
—¿Y no hay colegio?
—Para ti no. Hoy es fiesta. [39]
—Pues no estáis muy contentos, que se diga…
Él parecía el más triste de todos, pero al escucharla se echó a reír, y su mujer, su hija, su nuera, le siguieron con muchas ganas. Entonces empezó la fiesta verdadera, un día larguísimo y extraordinario, quizás no el más raro de todos los días raros que Raquel viviría desde entonces hasta
una tarde de mayo del año 77, porque aquéllos fueron los años raros, la primera época excepcional de su vida, pero sí el único en el que la dejaron hacer lo que le dio la gana desde por la mañana hasta por la noche.
A la hora de comer seguía en camisón, no se había tomado la leche, había engullido a cambio un paquete entero de galletas de chocolate, había roto un cenicero, se había bebido dos cocacolas, se había puesto perdida de sombra de ojos y de lápiz de labios con las pinturas de su madre, y nadie parecía darse cuenta de eso, ni de nada, en una casa donde todos habían faltado al trabajo y sin embargo ninguno paraba de moverse ni un momento, porque no paraba el teléfono, ni el timbre de la puerta, conocidos y desconocidos que tampoco habían ido a trabajar, y llegaban y la besaban, y se marchaban o se quedaban, y comían o no comían, porque en la casa de los abuelos no se comió aquel día y sin embargo comieron muchas veces, tantas que no pararon de comer. La abuela Anita se encerró en la cocina, como hacía siempre que estaba nerviosa, y aparecía cada dos por tres en el salón con una bandeja, y luego llegó el tío Hervé con los primos, Annette, que se llamaba así por la abuela, y Jacques, que se llamaba así porque sí, y Raquel ya se divirtió más y comió menos, y se dedicó a maquillar a su prima, que tenía un año menos que ella y se dejaba hacer de todo, hasta que escuchó dos palmadas y luego la voz de su abuelo, ¡hala!, vámonos a la calle.
Eran las cuatro y media de la tarde y ya no lloraba nadie. Mamá le limpió la cara con un algodón embadurnado en un líquido blanco que olía mal y una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera encantada de verla así, llena de manchas de todos los colores, y le puso un traje nuevo que acababa de comprarle, el abrigo de salir y un gorrito ridículo, a juego, que se llamaba capota y era odioso. Estuvo a punto de quitárselo en el último momento para dejarlo en la mesa del recibidor, pero le distrajo la oferta del tío Hervé, dispuesto a llevársela a su casa con sus hijos, como iba a hacer con Mateo, y aún más la respuesta del abuelo, no, ella no, ella que venga. Ya es mayor, y así se acordará siempre de este día.
Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por los besos y los abrazos, la alegría y las lágrimas, el júbilo y el estrépito de los tapones [40] que saltaban de las botellas de champán al ritmo de los juramentos más feroces que escucharía en su vida, la fiesta española, un destello salvaje, sombrío, en los ojos oscuros dilatados a medias por el alcohol y la melancolía, que estallaba detrás de las puertas de algunas casas de París sin que París se diera cuenta, lugares especiales, familiares y extraños a la vez, donde recibían a los abuelos gritando sus nombres y les invitaban a probar una tortilla de patatas, otra más, que nunca sería la última, porque aquélla fue una noche larga de botellas de champán y tortillas de patatas, de besos repetidos y abrazos fuertes, de maldiciones y apellidos, de venganza pública y rencores privados, de brindis por los ausentes y preguntas en el aire. Porque somos españoles y los españoles nunca podemos ser felices del todo, una variedad domesticada y ebria de la desesperación se asomaba a las comisuras de los labios, a la humedad de los ojos, a las aristas de la cara de aquellos hombres secos, consumidos, agotados por el constante ejercicio de su dureza, que levantaban una copa en el aire para repetir, uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia, y que sin embargo tenían la rabia dentro, tan agarrada al corazón que, mientras se obligaban a parecer felices, ya
sabían que iban a morir antes que ella.
Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, y el pelo, mientras se movía deprisa, con una agilidad desconocida, caminando como si flotara, como si bailara, como si su sola sonrisa bastara para sostenerla por encima del suelo, ni por la forma en que la miraba su abuelo, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles.
Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger [41] el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.
—¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.
—Sí.
—¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo.
—Ése es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar.
Había escuchado lo mismo tantas veces, ése era su abuelo, el padre de su padre, que cantaba estoy hasta los cojones de la guerra civil, y se reía, y su hermana, que coreaba sus cantos y sus carcajadas, estaba ahora muy seria, tanto que ni siquiera se molestó en limpiarse la lágrima que descendía despacio por su mejilla, pero eso no le sorprendió tanto como la reacción del desconocido, casi un muchacho, que se acercó a su abuelo, le tendió la mano, y se dirigió a él con un acento emocionado, el cuerpo muy derecho, la cabeza alta, un gesto de hombre adulto en la mandíbula.
—Señor, para mí es un honor saludarle.
Raquel, que se acordaría siempre de aquel día, contempló la escena como si estuviera sentada en un cine, viendo una película. El acordeón dejó de sonar, los que bailaban se quedaron quietos, los que cantaban callaron de pronto, y en la plaza pequeña hizo mucho frío mientras corría un murmullo entrecortado, respetuoso, casi litúrgico, capitán, república,
exiliado, rojo, palabras venerables, pronunciadas en voz baja con mucho cuidado y los labios rozando el oído de su destinatario, para no herirlas, para no desgastarlas, para no restarles ni un ápice de su valor.
Capitán, república, exiliado, rojo, palabras preciosas como joyas, como monedas, como un manantial de agua fresca que acabara de brotar en el centro de un desierto. Todas las miradas convergieron en aquel señor alto y bien vestido, que no se distinguía de los franceses porque era rubio, de piel clara, y en la mujer morena y bajita que se apretaba contra él y parecía demasiado sofisticada para ser española, porque llevaba el pelo corto, teñido de rojo oscuro, peinado como si estuviera despeinado, y un abrigo muy moderno que le llegaba hasta los pies y la envolvía como si fuera una capa. Aquellos chicos tan jóvenes, con gafas [42] redondas de montura fina y el pelo largo, las camisas asomando por debajo del jersey entre las trenkas desabrochadas, y aquellas chicas que llevaban el pelo suelto pero por lo demás iban vestidas casi como la abuela Rafaela, con faldas largas y toquillas de punto sobre los hombros, les miraban con una expresión grave y anhelante, respetuosa y conmovida, como si llevaran toda la vida esperando ese momento.
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