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Almudena Grandes: EL CORAZÓN HELADO

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Almudena Grandes EL CORAZÓN HELADO

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Terminaba con una trenza, empezaba con la segunda, y las dos le [30] salían igual de bien, de la misma longitud, el mismo grosor y ni un solo pelo suelto, firmes pero flexibles, apretadas y simétricas como espigas de trigo.

—¿Y tú? —le preguntaba luego—. ¿Tú sabes por qué te llamas Raquel?

—Claro que sí —tomaba aire y contestaba de carrerilla, como cuando la sacaban a la pizarra en el colegio y se sabía de memoria la lección—. A la abuela Rafaela no le gustaba su nombre, pero quería que mamá supiera decir bien la erre y por eso buscó uno más bonito que empezara igual que el suyo, y Raquel fue el que más le gustó, y a ella y a papá también les gusta, y por eso me lo pusieron aunque dicen que lo de la erre es una tontería.

—Pero no tienen razón —la abuela Anita la cogía por los hombros, le daba la vuelta, la miraba con atención, buscando algún defecto que nunca encontraba, y la besaba muchas veces, en las mejillas, en la frente, en el

pelo, en el cuello, en la punta de la nariz—. Ahora sí que estás guapa. ¿Quieres ir a despertar al abuelo?

—¡Sí!

Y salía corriendo por aquel pasillo de techo alto y suelo entarimado, largo y oscuro, tan distinto al de su piso, hasta que llegaba a la última puerta, el dormitorio de sus abuelos, donde volvía a reinar la luz. A ella le gustaba mucho aquella casa, le gustó desde que la vio por primera vez, vacía y recién pintada, con un cartel azul y amarillo, se vende, colgado en un balcón desolado, polvoriento, incapaz de prever el esplendor de su futuro. Mira, mamá, dijo cuando terminó de leer esas seis sílabas que aún se le resistían, porque ella había aprendido a hablar en español, pero le habían enseñado a leer en francés, y le pasaba algo que tenía un nombre muy raro pero que por lo visto en su familia era normal, porque ya le había pasado antes a sus padres, y a sus tíos, y a sus primos, y por eso a veces se hacía un lío al escribir en los dos idiomas. Se–ven–de, mamá, mira, pero su madre ya estaba apuntando el teléfono. Vamos, dijo luego, a lo mejor hay portero. Lo había, y tenía la llave, vengan por aquí, les dijo, nos acaban de poner ascensor, muy estrechito, ¿saben?, lo han traído de Alemania porque aquí no hay de ésos, y claro, estas casas antiguas no están preparadas para los inventos modernos…

Subieron hasta el cuarto en el ascensor más extraño que Raquel había visto en sus siete años de vida, pero hasta eso le gustó. La cabina era tan pequeña que parecía de juguete y tuvieron que colocarse en fila india, el portero delante, ella en medio, detrás su madre, como si estuvieran jugando a algo. Ya verán, les dijo aquel hombre, el piso es precioso, lo acaban de arreglar, han tirado un montón de tabiques para [31] hacer las habitaciones más grandes y le han añadido el que estaba al lado, que era interior y no tenía ni treinta metros cuadrados, para hacer un pedazo de cocina y otro baño… En el mes y medio que llevaban buscando piso para los abuelos por medio Madrid, habían escuchado muchos discursos parecidos, pero aquél no era exagerado, ni fraudulento. Vieron primero un salón muy amplio, rectangular, con dos balcones grandes y una columna negra y redonda, de hierro fundido, plantada en el centro. A lo mejor estorba para poner los muebles, dijo su madre al verla, pero queda bien bonita, la verdad. Es que el edificio entero lo ha arreglado la hija de la dueña, que es arquitecta, ¿sabe?, fíjese, lo que son ahora las cosas, una mujer arquitecta, y no se puede imaginar lo listísima que es… Ya aquella tarde de octubre de 1976, a la luz de un sol cansado que se posaba como una gasa dorada y limpia sobre las cansadas hojas de los árboles, la habitación del fondo del pasillo fue la que más le gustó a Raquel, porque tenía otra columna, tan alta, tan redonda y reluciente como la del salón, con el mismo capitel de hojas y pámpanos, pero no estaba en el centro, sino a un lado, y delante, en la pared opuesta al lugar que ocuparía la cama, una galería de ventanas se abría a un mar de tejados y azoteas, olas rojizas, ocres, amarillentas, rompiendo en el horizonte más allá de lo que parecía el vacío y era en realidad un patio muy grande, casi un jardín, porque las copas de las acacias llegaban hasta el tercer piso.

Desde allí, Raquel miró Madrid, el rojo de las tejas que bailaban entre la luz y la sombra, siempre iguales y siempre distintas, como escamas, como pétalos, como espejos traviesos que absorbían el sol y lo reflejaban a su

antojo para componer una gama completa de colores calientes, desde el amarillo pálido de las terrazas hasta el naranja furioso de los aleros iluminados, que contaminaban los severos perfiles de pizarra de las iglesias con una ilusión de alegría ferviente. Las torres puntiagudas, aisladas, esbeltas, se elevaban sin arrogancia sobre el perfil irregular de la ciudad, que bailaba como un barco, como un dragón, como el corazón anciano y poderoso del cielo, más bonito que Raquel había visto jamás. Qué grande es el cielo aquí, pensó al contemplar la extensión infinita de un azul tan puro que despreciaba el oficio de los adjetivos, un azul mucho más azul que el azul cielo, tan intenso, tan concentrado, tan limpio que ni siquiera parecía un color, sino una cosa, la imagen desnuda y verdadera de todos los cielos. Unas pocas nubes altas, alargadas, tan frágiles que apenas oponían un velo transparente que filtraba la luz sin enturbiarla, parecían escogidas, dibujadas, colocadas a propósito para demostrar la profundidad de un azul ilimitado, el cielo total que la saludó aquel atardecer sin que se diera cuenta, igual [32] que había despedido a su abuelo Ignacio en el amanecer de un día muy antiguo ya, cuando él todavía no imaginaba que lo llevaría consigo adondequiera que fuera, durante tanto, tanto tiempo.

Ella ya conocía la importancia que el sol, la luz, el azul, tenían para ellos, los españoles. Me voy a morir, Rafaela, le había dicho a su mujer su otro abuelo, Aurelio, el padre de su madre, al salir de la consulta del médico que le diagnosticó una cardiopatía grave, irreversible a medio plazo. Me voy a morir, ya lo has oído, y quiero morirme al sol. Rafaela no esperó a que Raquel naciera, pero tampoco quiso contarle la verdad a su única hija, que se había casado en Francia, antes que sus hermanos, y acababa de quedarse embarazada. Nos volvemos, le dijo solamente, vamos a vender la casa de aquí para comprarnos una en la playa, cerca de Málaga, en Torre del Mar o por allí cerca, donde le guste a tu padre… Nos volvemos, no nos volvemos, ellos se han vuelto, me parece que se vuelven, a mí me gustaría volver, mi padre no quiere, yo creo que los míos volverán antes o después. Nadie decía nunca adónde volvían, no hacía falta. Raquel, que nació en 1969 y se crió escuchando conversaciones fabricadas con todos los tiempos, modos y perífrasis posibles del verbo volver, nunca preguntó por qué. Las cosas eran así, simplemente. Los franceses se mudaban, se iban o se quedaban. Los españoles no. Los españoles volvían o no volvían, igual que hablaban un idioma distinto, y cantaban canciones distintas, y celebraban fiestas distintas, y comían uvas en Nochevieja, con lo que cuesta encontrarlas, se quejaba la abuela Anita, y lo carísimas que están, qué barbaridad…

Sus abuelos maternos se habían vuelto, y por eso, desde que cumplió tres años, todos los veranos la mandaban con ellos a aquella casa blanca y cuadrada, luminosa y fresca, que tenía un patio grande con una parra donde se sentaba el abuelo Aurelio a ver el mar. Ella se encaramaba encima y se quedaba callada, besando a su abuelo, que estaba muy malito pero no lo parecía, y él le decía siempre lo mismo, qué bien se está aquí, ¿verdad?, y sonreía, qué bien se está aquí. Luego, en agosto, llegaban sus padres y los llevaban en el coche a Fuengirola, a comer en la playa, y a Mijas, a montar en burro, y a Ronda, a ver los toros, y los últimos días del verano todos se ponían muy tristes, tanto que Raquel sentía que ellos no volvían, sino que abandonaban, que se exiliaban de las buganvillas y de las adelfas, de los

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