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Almudena Grandes: EL CORAZÓN HELADO

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Almudena Grandes EL CORAZÓN HELADO

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—Yo sí la he visto —mi sobrino Guille, el segundo de los hijos de Rafa y el más listo de todos, dejó de jugar con el móvil y me miró—. Llevaba una chaqueta de cuadritos y unos pantalones como de montar a caballo metidos en unas botas de esas que tapan las rodillas, ¿a que sí?

—Sí, justo, ésa era. Menos mal que tú también la has visto… —le sonreí, y recibí a cambio una sonrisa de catorce años, borracha de protagonismo—. ¿Y la has visto salir?

—No, eso no. Estaba al fondo, y yo creía que iba a venir luego, como los otros, pero ya no la he visto más. Me he fijado porque… Era guapa, ¿verdad?

—Desde luego, es muy extraño… —mi hermano Rafa miró a su hijo, luego a mi madre, por fin a mí, pareció que iba a decir algo más y se quedó callado de repente.

—¿Y no puede ser pariente nuestra, mamá? —insistí—. No sé, prima lejana o algo por el estilo…

—No —la negativa de mi madre fue seca, tajante, y sin embargo tardó algún tiempo en justificarla—. Como comprenderás, hijo, yo todavía conozco a todos mis parientes. Aunque sea vieja, estoy muy bien de la cabeza.

—Ya, pero el caso es que… —la miré a los ojos y no me atreví, pero también vi algo en ellos que no esperaba—. Nada.

—Oye, Álvaro…, ¿tú estás tomando algo? —mi hermana Angélica intervino en el tono de suspicaz solicitud que se había hecho famoso a través de los partos, hospitalizaciones y convalecencias de toda la familia—. Porque para haber tomado sólo la pastilla que te he dado esta mañana, te estás metiendo en un bucle un poco raro, la verdad…

Yo también esperaba verla de cerca, encontrarme de nuevo con sus ojos, descifrar su color, saber quién era, para qué había venido, por qué nos miraba así, con esa intensidad, esa paciencia de quien cumple una misión y no tiene prisa, pero estreché todos los abrigos de pieles, todas las chaquetas de lana, abracé a conocidos y a desconocidos, besé rostros tersos, otros arrugados, y no apareció. Mi madre, las mejillas súbitamente hundidas, una expresión de agotamiento tan intensa como [27] no habíamos visto ni en los peores momentos de la agonía de su marido, pidió ayuda para emprender el camino de vuelta. La abracé, repartiéndome la asombrosa levedad de su cuerpo con mi hermano Julio, y entre los dos la sacamos del cementerio casi en volandas. Cuarenta y nueve años, murmuraba, hemos vivido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años durmiendo en la misma cama, y ahora, ahora… Ahora tienes que conocer a la hija de Clara, mamá, y ver crecer al hijo de Álvaro, a mis hijos, Julio enhebraba otras cifras, números como anclas, como clavos, como botones capaces de abrocharla a la vida, tienes cinco hijos, mamá, y doce nietos, y todos te queremos, y te necesitamos, te necesitamos para seguir queriendo a papá, para que papá siga estando vivo, tú lo sabes… Yo le escuchaba como si hablara desde muy lejos y no descuidaba el cuerpo cuya responsabilidad compartíamos, pero estaba pendiente del rastro de aquella mujer que se había evaporado con la misma habilidad que había desplegado al llegar como si viniera de ninguna parte. Mi madre caminaba muy despacio, Julio la consolaba con palabras dulces, pausadas, y yo la besaba de vez en cuando, apretaba mis labios, mis mejillas, contra su cabeza, para disculparme ante mí mismo mientras buscaba a aquella desconocida en todas las direcciones, aunque ya hubiera adivinado que no estaba allí. Quería agotar todas las posibilidades para convencerme de que había comprendido su estrategia, llegar tarde, cuando los asistentes al entierro ya se hubieran distribuido de espaldas a la puerta y los familiares más cercanos estuvieran reunidos alrededor del sacerdote, ver la ceremonia a distancia, protegida por el anonadamiento último que blinda los sentidos de quienes han pagado ya los otros plazos del dolor, y marcharse deprisa, mientras los que no han sentido la muerte de cerca cumplen con el rito de afirmar lo contrario. Ella había previsto todo eso pero no había podido contar conmigo, con mi única extravagancia, esa morbosa aversión a los entierros que había desbaratado su plan, recortado su astucia. No quería que nadie la viera pero yo la había visto, sólo yo, y un niño de catorce años que la habría olvidado enseguida si no fuera porque, al salir del cementerio, ya estuve seguro de que su presencia no había sido un espejismo, ni un accidente, nada que pudiera merecer cualquiera de los nombres de la casualidad. Ella había estado allí y nos había mirado como si nos conociera, como si quisiera reconocernos, y al mirarla, yo había descubierto un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que no había sido capaz de atrapar al mirarla de frente, como no fui capaz de capturar del todo la naturaleza de la luz que iluminó con un color más puro,

aún más azul, los ojos de mi madre al escuchar una pregunta inocente. [28]

—¿Por qué no me lo has contado antes, Álvaro?

—¿El qué? — Miguelito se resistió como una fiera a entrar en la silla anclada al asiento trasero del coche, pero cuando conseguí abrochar el último cierre, ya se había quedado dormido.

—Lo de esa chica… —Mai arrancó y yo ocupé el lugar del copiloto, porque mi hermana Angélica, en la línea de su histerismo tradicional, había insistido en que no me convenía conducir y a mí tampoco me apetecía—. Podrías habérmelo contado antes, cuando hemos ido a recoger al niño, o al ir al restaurante.

—Pues sí —admití, y no encontré gran cosa que añadir—. Pero no se me ha ocurrido.

Mi mujer se paró ante un semáforo, sonrió, me acarició el pelo, se inclinó sobre mí, me besó, y esa secuencia de acciones cálidas, tranquilas, amables, me arrancó del frío y la inquietud de aquella mañana para devolverme a un lugar conocido, mi propia vida, un paisaje llano de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia.

—Qué raro todo, ¿no? —dijo ella al rato, cuando ya circulábamos por la autopista.

—Sí. O no —la muerte es tan rara, pensé—. No lo sé. [29]

La abuela Anita tenía los balcones repletos de geranios, de hortensias, de begonias, flores blancas y amarillas, rosas y rojas, malvas y anaranjadas, que desbordaban las paredes de barro de sus tiestos para trepar por los muros y descolgarse por las barandillas, ahítas de luz y de mimos. Como en París se me helaban casi todos los años, le explicaba a su nieta cuando salía a regarlas, una tarea difícil, trabajosa, porque las plantas buscaban el espacio que no tenían y se encaramaban unas sobre otras para crecer en el aire, confundiendo sus tallos, sus brotes, pero nunca a la abuela, que sabía exactamente dónde y cuándo, cómo y cuánto tenía que regar cada maceta.

—A ver, ven aquí conmigo, al sol, que te voy a peinar.

Para Raquel, ése era el prólogo del mejor momento de todos los sábados. Por eso corría a colocarse ante uno de esos balcones que parecían anuncios publicitarios de la alegría, miraba un geranio rojo que apuntaba a la puerta del cuartel del Conde–Duque, y se quedaba muy quieta mientras su abuela le cepillaba el pelo.

—¿Y tú por qué te llamas así, abuela?

Luego, el peine recorría su cabeza de punta a punta para trazar una línea recta que la separaba en dos mitades iguales, y Anita, absorta en la destreza de sus dedos, que dividían y subdividían los mechones con una precisión casi mecánica, tardaba algunos segundos en contestar.

—Pues porque así me pusieron.

—Pero te pondrían Ana, ¿no?

—Sí, claro. Mi padre quería llamarme Placer, pero a mi madre no le gustaba. Decía que no era un nombre de mujer decente, trabajadora… —la niña no podía mirarla, pero sabía que su abuela estaba sonriendo, que siempre sonreía al contar esa especie de chiste al que ella nunca le había visto la gracia—. Y como era la pequeña de mi casa, y soy tan bajita, y tenía sólo quince años cuando nos marchamos… No sé, siempre me han llamado Anita.

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