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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Pinochet representó al padre intransigente, capaz de imponer disciplina. Los tres años de la Unidad Popular fueron de experimentación, cambio y desorden; el país estaba cansado. La represión puso fin a la politiquería, y el neoliberalismo obligó a los chilenos a trabajar con la boca cerrada y ser productivos, para que las empresas pudieran competir favorablemente en los mercados internacionales. Se privatizó casi todo, incluso la salud, la educación y la seguridad social. La necesidad de sobrevivir impulsó la iniciativa privada. Hoy Chile no sólo exporta más salmones que Alas–ka, también ancas de rana, plumas de ganso y ajos ahumados, entre centenares de otros rubros no tradicionales. La prensa de Estados Unidos celebraba el triunfo del sistema económico y atribuía a Pinochet el mérito de haber convertido a ese pobre país en la estrella de Latinoamérica; pero los índices no mostraban la distribución de la riqueza; nada se sabía de la pobreza y la inseguridad en que vivían varios millones de personas. No se mencionaban las ollas comunes en las poblaciones, que alimentaban miles de familias — llegaron a existir más de quinientas sólo en Santiago–ni el hecho de que la caridad privada y de las iglesias intentaba reemplazar la labor social que corresponde al Estado. No existía ningún foro abierto para discutir las acciones del Gobierno o de los empresarios; así se entregaron impunemente a compañías privadas los servicios públicos y a empresas extranjeras los recursos naturales,

como los bosques y los mares, que han sido explotados con muy poca conciencia ecológica. Se creó una sociedad inclemente en la cual la ganancia es sagrada; si usted es pobre, es culpa suya y si se queja, seguro es comunista. La libertad consiste en que hay muchas marcas para escoger lo que se puede comprar a crédito. Las cifras de crecimiento económico, que aplaudía el Wall Street Journal, no significaban desarrollo, ya que el diez por ciento de la población poseía la mitad de la riqueza y había cien personas que ganaban más de lo que el Estado gastaba en todos sus servicios sociales. Según el Banco Mundial, Chile es uno de los países con peor distribución del ingreso, lado a lado con Kenia y Zimbabue. El gerente de una corporación chilena gana lo mismo o más que su equivalente en Estados Unidos, mientras que un obrero chileno gana aproximadamente quince veces menos que no norteamericano. Aún hoy, al cabo de más de una década de democracia, la desigualdad económica es pavorosa, porque el modelo económico no ha cambiado. Los tres presidentes que han sucedido a Pinochet han estado atados de manos, porque la derecha controla la economía, el Congreso y la prensa. Sin embargo, Chile se ha propuesto convertirse en un país desarrollado en el plazo de una década, lo cual es muy posible, siempre que se redistribuya la riqueza en forma más equilibrada.

¿Quién era realmente Pinochet, ese soldado que tanto marcó a Chile con su revolución capitalista y dos décadas de represión? (Conjugo los verbos en pasado a pesar de que aún está vivo, porque permanece recluido y el país procura olvidar su existencia. Pertenece al pasado, aunque su sombra siga penando.) ¿Por qué se le temía tanto? ¿Por qué se le admiraba? No lo conocí personalmente y no viví en Chile durante la mayor parte de su gobierno, de modo que sólo puedo opinar por sus actos y lo que otros han escrito sobre él. Supongo que para entenderlo conviene leer novelas como La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa o El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, porque tenía mucho en común con la figura típica del caudillo latinoamericano, tan bien descrita por esos autores. Era un hombre rudo, frío, resbaloso y autoritario, sin escrúpulos ni sentido de la lealtad, salvo al Ejército como institución, pero no a sus compañeros de armas, a quienes hizo asesinar según su conveniencia, como el general Carlos Prats y otros. Se creía escogido por Dios y la historia para salvar a la patria. Le gustaban las condecoraciones y la parafernalia militar; era un egomaníaco, incluso creó una fundación con su nombre destinada a promover y preservar su imagen. Era astuto y desconfiado, tenía modales campe

chanos y podía ser simpático. Admirado por unos, odiado por otros, temido por todos, fue posiblemente el personaje de nuestra historia que más poder ha tenido en sus manos y por más largo tiempo.

CHILE EN EL CORAZÓN

En Chile se evita hablar del pasado. Las generaciones más jóvenes creen que el mundo comenzó con ellos; lo sucedido antes no interesa. Entre los demás me parece que hay una especie de vergüenza colectiva por lo ocurrido durante la dictadura, como debe haberse sentido Alemania después de Hitler. Tanto jóvenes como viejos procuran evitar el conflicto. Nadie desea embalarse en discusiones que separen aún más a la gente. Por otra parte, la mayoría está demasiado ocupada tratando de terminar el mes con un sueldo que no alcanza y cumpliendo calladamente para que no lo despidan del trabajo, como para preocuparse por la política. Se supone que indagar mucho sobre el pasado puede «desestabilizar» la democracia y provocar a los militares, temor infundado, porque la democracia se ha fortalecido en los últimos años–desde 1989–y los militares han perdido prestigio. Además ya no están los tiempos para golpes militares. A pesar de sus múltiples problemas–pobreza, desigualdad, crimen, drogas, guerrilla–América Latina ha optado por la democracia y por su parte Estados Unidos empieza a darse cuenta de que su política de apoyar tiranías no resuelve ningún problema, sólo crea otros.

El golpe militar no surgió de la nada; las fuerzas que apoyaron a la dictadura estaban allí, pero no las habíamos percibido. Algunos defectos de los chilenos que antes estaban bajo la superficie emergieron en gloria y majestad durante ese período. No es posible que de la noche a la mañana se organizara la represión en tan vasta escala sin que la tendencia totalitaria existiera en un sector de la sociedad; por lo visto no éramos tan democráticos como creíamos. Por su parte el gobierno de Salvador Allende no era inocente como me gusta imaginarlo; hubo ineptitud, corrupción, soberbia. En la vida real héroes y villanos suelen confundirse, pero puedo asegurar que en los gobiernos democráticos, incluyendo el de la Unidad Popular, no hubo jamás la crueldad que la nación ha sufrido cada vez que intervienen los militares.

Como millares de otras familias chilenas, Miguel y yo nos fuimos con nuestros dos hijos, porque no queríamos seguir viviendo en una dictadura. Era el año 1975. El país que escogimos para emigrar

fue Venezuela, porque era una de las últimas democracias que quedaban en América Latina, sacudida por golpes militares, y uno de los pocos países donde podíamos conseguir visas y trabajo. Dice Neruda:

¿Cómo puedo vivir tan lejos de lo que amé, de lo que amo? ¿De las estaciones envueltas por vapor y humo frío?

(Curiosamente, lo que más eché de menos en aquellos años de au–toexilio fueron las estaciones de mi patria. En el verde eterno del trópico fui pofundamente extranjera.)

En la década de los setenta Venezuela vivía el apogeo de la riqueza del petróleo: el oro negro brotaba de su suelo como un río inextinguible. Todo parecía fácil, con un mínimo de trabajo y conexiones adecuadas la gente vivía mejor que en cualquier otro lugar; corría el dinero a raudales y se gastaba sin pudor en una parranda sin fin: era el pueblo que consumía más champaña en el mundo. Para nosotros, que habíamos pasado por la crisis económica del gobierno de la Unidad Popular, en que el papel higiénico era un lujo, y que llegábamos escapando de una tremenda represión, Venezuela nos paralizó de asombro. No podíamos asimilar el ocio, el despilfarro y la libertad de ese país. Los chilenos, tan serios, sobrios, prudentes y amantes de los reglamentos y de la legalidad, no entendíamos la alegría desbocada ni la indisciplina. Acostumbrados a los eufemismos, nos sentíamos ofendidos por la franqueza. Éramos varios miles y muy pronto se sumaron aquellos que escapaban de la «guerra sucia» en Argentina y Uruguay. Algunos llegaban con huellas recientes de cautiverio, todos con aire de derrotados. Miguel encontró trabajo en una provincia del interior del país y yo me quedé en Caracas con los dos niños, quienes me suplicaban a diario que volviéramos a Chile, donde habían dejado a sus abuelos, amigos, escuela; en fin, todo lo conocido. La separación con mi marido fue fatal, creo que marcó el comienzo de nuestro fin como pareja. No fuimos una excepción, porque la mayoría de los matrimonios que se fueron de Chile terminaron separándose. Lejos de su tierra y de la familia, la pareja se encuentra frente a frente, desnuda y vulnerable, sin la presión familiar, las muletas sociales y las rutinas que la sostienen en su medio. Las circunstancias no ayudan: fatiga, temor, inseguridad, pobreza, confusión; si además es

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