Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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juntos. Miguel y yo nos divorciamos amigablemente. Tan aliviados nos sentimos con esta decisión, que al despedirnos nos hicimos reverencias japonesas por varios minutos. Yo tenía cuarenta y cinco años, pero no me veía mal para mi edad, al menos así pensaba, hasta que mi madre, siempre optimista, me advirtió que iba a pasar el resto de mi vida sola. Sin embargo, tres meses más tarde, durante una larga gira de promoción en Estados Unidos, conocí a Wi–lliam Gordon, el hombre que estaba escrito en mi destino, como diría mi abuela clarividente.
ESE PUEBLO DENTRO DE MI CABEZA
Antes de que me pregunte cómo es que una izquierdista con mi apellido escogió vivir en el imperio yanqui, le diré que no fue el resultado de un plan, ni mucho menos. Como casi todas las cosas fundamentales de mi existencia, ocurrió por casualidad. Si Willie hubiera estado en Nueva Guinea, seguramente allí estaría yo ahora, vestida de plumas. Supongo que hay gente que planifica su vida, pero en mi caso he dejado de hacerlo hace mucho tiempo, porque mis propósitos jamás resultan. Más o menos cada diez años echo una mirada hacia el pasado y puedo ver el mapa de mi viaje, si es que eso puede llamarse un mapa; parece más bien un plato de tallarines. Si uno vive lo suficiente y mira para atrás, es obvio que no hacemos más que andar en círculos. La idea de instalarme en Estados Unidos nunca se me cruzó por la mente, pensaba que la CIA había provocado el golpe militar en Chile con el solo propósito de arruinarme la vida. Con la edad me he vuelto más modesta. La única razón para convertirme en una más de los millones de inmigrantes que persiguen el American dream fue lujuria a primera vista. Willie tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amoríos que apenas podía recordar, llevaba ocho años solo, su vida era un desastre y andaba todavía esperando a la rubia alta de sus sueños, cuando aparecí yo. Apenas miró hacia abajo y me distinguió sobre el dibujo de la alfombra, le informé que en mi juventud yo había sido una rubia alta, con lo cual logré captar su atención. ¿Qué me atrajo en él? Adiviné que era una persona fuerte, de esas que caen de rodillas, pero vuelven a ponerse de pie. Era distinto al chileno medio: no se quejaba, no echaba la culpa a otros de sus problemas, asumía su karma, no andaba buscando una mamá y era evidente que no necesitaba una geisha que le llevara el desayuno a la cama y por la noche colocara sobre una silla su ropa para el día siguiente. No pertenecía a la escuela de los espartanos, como mi
abuelo, porque era obvio que gozaba su vida, pero tenía su misma solidez estoica. Además había viajado mucho, lo cual siempre es atrayente para nosotros los chilenos, gente insular. A los veinte años dio la vuelta al mundo haciendo autostop y durmiendo en cementerios, porque, según me explicó, son muy seguros: nadie entra en ellos de noche. Había estado expuesto a diferentes culturas, era de mente amplia, tolerante, curioso. Además hablaba español con acento de bandido mexicano y tenía tatuajes. En Chile sólo los delincuentes se tatúan, de modo que me pareció muy sexy. Podía pedir comida en francés, italiano y portugués, sabía mascullar unas palabras en ruso, tagalo, japonés y mandarín. Años después descubrí que las inventaba, pero ya era tarde. Incluso podía hablar inglés en la medida en que un norteamericano logra dominar la lengua de Shakespeare.
Alcanzamos a estar juntos dos días y luego debí continuar mi gira, pero al término de la misma decidí volver a San Francisco por una semana, a ver si me lo sacaba de la cabeza. Ésta es una actitud muy chilena, cualquier compatriota mía hubiera hecho lo mismo. En dos aspectos las chilenas somos ferozmente decididas: para defender a nuestras crías y cuando se trata de atrapar a un hombre. Tenemos el instinto del nido muy desarrollado, no nos basta una aventura amorosa, queremos formar un hogar y en lo posible tener hijos, ¡ qué horror! Al verme llegar a su casa sin invitación, Willie, presa del pánico, trató de escapar, pero no es un contrincante serio para mí. Le hice una zancadilla y le caí encima como un pugilista. Finalmente aceptó a regañadientes que yo era lo más cercano a una rubia alta que podría conseguir y nos casamos. Era el año 1987.
Para quedarme junto a Willie estaba dispuesta a renunciar a mucho, pero no a mis hijos ni a la escritura, así es que apenas conseguí mis papeles de residencia empecé el proceso de trasladar a Paula y a Nicolás a California. Entretanto me había enamorado de San Francisco, una ciudad alegre, tolerante, abierta, cosmopolita y ¡tan distinta a Santiago! San Francisco fue fundado por aventureros, prostitutas, comerciantes y predicadores que llegaron en 1849, atraídos por la fiebre del oro. Quise escribir sobre aquel período estupendo de codicia, violencia, heroísmo y conquista, perfecto para una novela. A mediados del siglo XIX el camino más seguro para ir a California desde la costa este de Estados Unidos o desde Europa pasaba por Chile. Los barcos debían atravesar el estrecho de Magallanes o dar la vuelta al cabo de Hornos. Eran odiseas peligrosas, pero peor era cruzar el continente norteamericano en carreta o las
selvas infectadas de malaria del istmo de Panamá. Los chilenos se enteraron del descubrimiento del oro antes de que la noticia se regara en Estados Unidos, y acudieron en masa, porque tienen una larga tradición de mineros y les gusta partir de aventuras. Tenemos un nombre para nuestra compulsión de salir a recorrer caminos, decimos que somos «patiperros», porque vagamos como quiltros olfateando la huella, sin rumbo fijo. Necesitamos escapar, pero apenas cruzamos la cordillera empezamos a echar de menos y al final siempre volvemos. Somos buenos viajeros y pésimos emigrantes: la nostalgia nos pisa los talones.
La familia y la vida de Willie eran caóticas, pero en vez de salir huyendo, como haría una persona razonable, yo arremetí «de frente y a la chilena», como el grito de guerra de aquellos soldados que se tomaron el morro de Arica en el siglo XIX. Estaba decidida a conquistar mi lugar en California y en el corazón de ese hombre, costara lo que costara.
En Estados Unidos todos, menos los indios, descienden de otros que llegaron de afuera; mi caso nada tiene de especial. El siglo XX fue el siglo de los inmigrantes y refugiados, nunca antes el mundo vio tales masas humanas abandonar su lugar de origen para desplazarse a otros sitios, huyendo de la violencia o la pobreza. Mi familia y yo somos parte de esa diáspora; no es tan malo como suena. Sabía que no me asimilaría por completo, estaba muy vieja para fundirme en el famoso crisol yanqui: tengo aspecto de chilena; sueño, cocino, hago el amor y escribo en castellano; la mayoría de mis libros tiene un definitivo sabor latinoamericano. Estaba convencida de que nunca me sentiría californiana, pero tampoco lo pretendía, a lo más aspiraba a tener una licencia para conducir y aprender suficiente inglés para pedir comida en un restaurante. No sospechaba que obtendría mucho más.
Me ha costado varios años adaptarme en California, pero el proceso ha sido divertido. Me ayudó mucho escribir un libro sobre la vida de Willie, El Plan Infinito, porque me obligó a recorrerla y estudiar su historia. Recuerdo cuánto me ofendía al comienzo la manera directa de hablar de los gringos, hasta que me di cuenta de que en realidad la mayoría son considerados y corteses. No podía creer lo hedonis–tas que eran, hasta que el ambiente me contagió y acabé remojándome en un jacuzzi rodeada de velas aromáticas, mientras mi abuelo se revolcaba en la tumba ante estos desenfrenos. Tanto me he incorporado a la cultura californiana, que practico meditación y voy a terapia, aunque siempre hago trampa: durante la meditación invento cuentos para no aburrirme y en terapia invento otros para
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