Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO

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da era ilusoria. Tal vez el lugar que añoro nunca existió. Cuando voy de visita debo confrontar el Chile real con la imagen sentimental que he llevado conmigo por veinticinco años. Como he vivido afuera por tan largo tiempo, tiendo a exagerar las virtudes y a olvidar los rasgos desagradables del carácter nacional. Olvido el clasismo y la hipocresía de la clase alta; olvido cuán conservadora y machista es la mayor parte de la sociedad; olvido la apabullante autoridad de la Iglesia católica. Me espantan el rencor y la violencia alimentados por la desigualdad; pero también me conmueven las cosas buenas, que a pesar de todo no han desaparecido, como esa familiaridad inmediata con que nos relacionamos, la forma cariñosa de saludarnos con besos, el humor torcido que siempre me hace reír, la amistad, la esperanza, la sencillez, la solidaridad en la desgracia, la simpatía, el valor indomable de las madres, la paciencia de los pobres. He armado la idea de mi país como un rompecabezas, seleccionando aquellas piezas que se ajustan a mi diseño e ignorando las demás. Mi Chile es poético y pobretón, por eso descarto las evidencias de esa sociedad moderna y materialista, donde el valor de las personas se mide por la riqueza bien o mal adquirida, e insisto en ver por todos lados signos de mi país de antes. También he creado una versión de mí misma sin nacionalidad o, mejor dicho, con múltiples nacionalidades. No pertenezco en un territorio, sino en varios, o tal vez sólo en el ámbito de la ficción que escribo. No pretendo saber cuánto de mi memoria son hechos verdaderos y cuánto he inventado, porque la tarea de trazar la línea entre ambos me sobrepasa. Mi nieta Andrea escribió una composición para la escuela en la cual dijo: «Me gustaba la imaginación de mi abuela». Le pregunté a qué se refería y replicó sin vacilar: «Tú te acuerdas de cosas que nunca sucedieron». ¿No hacemos todos lo mismo? Dicen que el proceso cerebral de imaginar y el de recordar se parecen tanto, que son casi inseparables. ¿Quién puede definir la realidad? ¿No es todo subjetivo? Si usted y yo presenciamos el mismo acontecimiento, lo recordaremos y lo contaremos en forma diferente. La versión de nuestra infancia que cuentan mis hermanos es como si cada uno hubiera estado en planetas distintos. La memoria está condicionada por la emoción; recordamos más y mejor los eventos que nos conmueven, como la alegría de un nacimiento, el placer de una noche de amor, el dolor de una muerte cercana, el trauma de una herida. Al contar el pasado nos referimos a los momentos álgidos–buenos o malos–y omitimos la inmensa zona gris de cada día. Si yo nunca hubiera viajado, si me hubiera quedado anclada y segura en mi familia, si hubiera aceptado la visión de mi abuelo y sus

reglas, habría sido imposible recrear o embellecer mi propia existencia, porque ésta habría sido definida por otros y yo seria sólo un eslabón más de una larga cadena familiar. Cambiarme de lugar me ha obligado a reajustar varias veces mi historia y lo he hecho atolondrada, casi sin darme cuenta, porque estaba demasiado ocupada en la tarea de sobrevivir. Casi todas las vidas se parecen y pueden contarse en el tono con que se lee la guía de teléfonos, a menos que uno decida ponerle énfasis y color. En mi caso he procurado pulir los detalles para ir creando mi leyenda privada, de manera que, cuando esté en una residencia geriátrica esperando la muerte, tendré material para entretener a otros viejitos seniles. Escribí mi primer libro al correr de los dedos sobre las teclas, tal como escribo éste, sin un plan. Necesité un mínimo de investigación, porque lo tenía completo dentro, no en la cabeza, sino en un lugar del pecho, donde me oprimía como un perpetuo sofoco. Conté de Santiago en tiempos de la juventud de mi abuelo, igual que si hubiera nacido entonces; sabía exactamente cómo se encendía un farol a gas antes que instalaran electricidad en la ciudad, tanto como conocía la suerte de centenares de prisioneros en Chile en esos mismos momentos. Escribí en trance, como si alguien me dictara, y siempre he atribuido ese favor al fantasma de mi abuela, que me soplaba en la oreja. Una sola vez se me ha repetido el regalo de un libro dictado desde otra dimensión, cuando en 1993 escribí Paula. En esa ocasión sin duda recibí ayuda del espíritu benigno de mi hija. ¿Quiénes son en realidad estos y otros espíritus que viven conmigo? No los he visto flotando envueltos en una sábana por los pasillos de mi casa, nada tan interesante como eso. Son sólo recuerdos que me asaltan y que, de tanto acariciarlos, van tomando consistencia material. Me sucede con la gente y también con Chile, ese país mítico que de tanto añorar ha reemplazado al país real. Ese pueblo dentro de mi cabeza, como lo describen mis nietos, es un escenario donde pongo y quito a mi antojo objetos, personajes y situaciones. Sólo el paisaje permanece verdadero e inmutable; en ese majestuoso paisaje chileno no soy forastera. Me inquieta esta tendencia a transformar la realidad, a inventar la memoria, porque no sé cuán lejos me puede conducir. ¿Me ocurre lo mismo con las personas? Si volviera a ver por un instante a mis abuelos o a mi hija, ¿los reconocería? Es probable que no, porque de tanto buscar el modo de mantenerlos vivos, recordándolos hasta en sus más mínimos detalles, los he ido cambiando y adornando con virtudes que tal vez no tuvieron; les he atribuido un destino mucho más complejo del que vivieron. En todo caso, tuve mucha suerte, por

que esa carta a mi abuelo moribundo me salvó de la desesperación. Gracias a ella encontré una voz y una forma de vencer el olvido, que es la maldición de los vagabundos como yo. Ante mí se abrió el camino sin retorno de la literatura, por donde he andado a trastabillones los últimos veinte años y pienso seguir haciéndolo mientras mis pacientes lectores lo aguanten.

Aunque esa primera novela me dio una patria ficticia, seguía añorando la otra, la que había dejado atrás. El gobierno militar se había afirmado como una roca en Chile y Pinochet reinaba con poder absoluto. La política económica de los Chicago boys, como llamaban a los economistas discípulos de Milton Freedman, había sido impuesta por la fuerza, porque de otro modo habría sido imposible hacerlo. Los empresarios gozaban de enormes privilegios, mientras los trabajadores habían perdido la mayoría de sus derechos. Afuera pensábamos que la dictadura era inamovible, pero en realidad dentro del país crecía una valiente oposición, que finalmente habría de recuperar la perdida democracia. Para lograrlo fue necesario deponer las innumerables rencillas partidistas y unirse en la llamada «Concertación», pero eso sucedió siete años más tarde. En 1981 pocos imaginaban esa posibilidad.

Hasta entonces mi vida en Caracas, donde habíamos estado diez años, había transcurrido en completo anonimato, pero los libros atrajeron un poco de atención. Por fin renuncié al colegio donde trabajaba y me zambullí en la incertidumbre de la literatura. Tenía en mente otra novela, esta vez situada en un lugar del Caribe; pensé que había terminado con Chile y ya era hora de situarme en la tierra que poco a poco iba convirtiéndose en mi patria de adopción. Antes de comenzar Eva Luna debí investigar a conciencia. Para describir el olor de un mango o la forma de una palmera, debía ir al mercado a oler la fruta y a la plaza a ver los árboles, lo cual no era necesario en el caso de un durazno o un sauce chilenos. Llevo a Chile tan adentro, que me parece conocerlo al revés y al derecho, pero si escribo sobre cualquier otro lugar, debo estudiarlo. En Venezuela, tierra espléndida de hombres asertivos y mujeres hermosas, me libré por fin de la disciplina de los colegios ingleses, el rigor de mi abuelo, la modestia chilena y los últimos vestigios de esa formalidad en que, como buena hija de diplomáticos, me había criado. Por primera vez me sentí a gusto en mi cuerpo y dejó de preocuparme la opinión ajena. Entretanto mi matrimonio se había deteriorado sin remedio y una vez que los hijos volaron del nido para ir a la universidad se terminaron las razones para permanecer

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