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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Los militares que se tomaron el poder no eran dechados de cultura. Vista desde la distancia que dan los muchos años transcurridos

desde entonces, las cosas que decían son para la risa, pero en aquellos momentos resultaban más bien terroríficas. La exaltación de la patria, de los «valores cristianos occidentales» y del militarismo llegó a niveles ridículos. El país se manejaba como un cuartel. Por años yo había escrito una columna de humor en una revista y conducido un programa liviano en televisión, pero en ese ambiente no podía hacerlo, porque en realidad no había de qué reírse, salvo de los gobernantes, lo cual podía costar la vida. Tal vez el único resquicio de humor eran «los martes con Merino». Uno de los generales de la junta, el almirante José Toribio Merino, se reunía sema–nalmente con la prensa para opinar sobre diferentes temas. Los periodistas aguardaban con ansias estas perlas de claridad mental y sabiduría. Por ejemplo, respecto al cambio de la Constitución con que se pretendía legalizar el asalto de los militares al poder en 1980, opinaba con la mayor seriedad que «la primera trascendencia que le veo es que es trascendental». Y enseguida el almirante explicaba para que todos entendieran: «Ha habido dos criterios en la elaboración de esta Constitución; el criterio político, diríamos platónico–aristotélico en lo clásico griego, y en la otra parte el criterio absolutamente militar, que viene de Descartes, que llamaríamos cartesiano. En el cartesianismo la Constitución se encuentra toda aquella, aquel tipo de definiciones que son extraordinariamente positivas, que buscan la verdad sin alternativas, en que el uno más dos no puede ser más que tres, y que no hay otra alternativa sino que el tres…». Poniéndose en el caso de que a estas alturas la prensa hubiera perdido el hilo de su discurso, Merino aclaraba: «… y la verdad cae en esa forma frente a la verdad aristotélica, o la verdad clásica, digamos, que daba ciertos matices para la búsqueda de ella; tiene una importancia enorme en un país como el nuestro, que está buscando nuevos caminos, que está buscando nuevas formas de vivir…».

Este mismo almirante justificó la decisión del Gobierno de ponerlo a cargo de la economía, diciendo que había estudiado economía como hobby en cursos de la Enciclopedia Británica. Y con el mismo candor decía que «la guerra es la profesión más linda que hay. ¿Y qué es la guerra? La continuación de la paz, en la cual se realiza todo aquello que la paz no permite, para llevar al hombre a la dialéctica perfecta, que es la extinción del enemigo».

En 1980, cuando aparecían estas maravillas en la prensa, yo ya no estaba en Chile. Permanecí un tiempo, pero cuando sentí que la represión era como un lazo corredizo en torno a mi cuello, me fui. Vi cambiar al país y a la gente. Traté de adaptarme y de no llamar la

atención, como me pedía mi abuelo, pero era imposible, porque en mi condición de periodista me enteraba de mucho. Al principio el temor era algo vago y difícil de definir, como un mal olor. Descalificaba los terribles rumores que circulaban, alegando que no había pruebas, y cuando me enfrentaba a las pruebas, decía que eran excepciones. Me creía a salvo porque «no participaba en política», mientras amparaba fugitivos desesperados en mi casa o los ayudaba a saltar el muro de una embajada en busca de asilo. Suponía que si era arrestada podría explicar que lo hacía por razones humanitarias; estaba en la luna, evidentemente. Me cubrí de ronchas de pies a cabeza, no podía dormir, bastaba el ruido de un automóvil en la calle después del toque de queda para quedar temblando por horas. Me tomó año y medio darme cuenta del riesgo que corría y por fin, en 1975, después de una semana particularmente agitada y peligrosa, me fui a Venezuela, llevando conmigo un puñado de tierra chilena de mi jardín. Un mes más tarde mi marido y mis hijos se reunieron conmigo en Caracas. Supongo que sufro el mal de muchos chilenos que se fueron en esa época: me siento culpable de haber abandonado mi país. Me he preguntado mil veces qué habría sucedido si me hubiera quedado, como tantos que dieron la batalla contra la dictadura desde dentro, hasta que pudieron vencerla en 1989. Nadie puede responder esa pregunta, pero de una cosa estoy segura: no seria escritora sin haber pasado por la experiencia del exilio.

A partir del instante en que crucé la cordillera de los Andes, una mañana lluviosa de invierno, comencé el proceso inconsciente de inventar un país. He vuelto a volar sobre la cordillera muchas veces y siempre me emociono, porque el recuerdo de aquella mañana me asalta intacto al ver desde arriba el espectáculo soberbio de las montañas. La infinita soledad de esas cumbres blancas, de esos abismos vertiginosos, de ese cielo azul profundo, simboliza mi despedida de Chile. Nunca imaginé que estaría ausente por tanto tiempo. Como todos los chilenos–menos los militares–estaba convencida de que, dada nuestra tradición, pronto los soldados regresarían a sus barracas, habría otra elección y tendríamos un gobierno democrático, como siempre habíamos tenido. Sin embargo, algo debo haber intuido sobre el futuro, porque pasé mi primera noche en Caracas llorando sin consuelo en una cama prestada. En el fondo presentía que algo había terminado para siempre y que mi vida cambiaba violentamente de rumbo. La nostalgia se apoderó de mí desde esa primera noche y no me soltó por muchos años, hasta que cayó la dictadura y volví a pisar mi país. Entretanto vivía mirando

hacia el sur, pendiente de las noticias, esperando el instante de volver mientras seleccionaba los recuerdos, cambiaba algunos hechos, exageraba o ignoraba otros, afinaba las emociones y así construía poco a poco ese país imaginario donde he plantado mis raíces.

Hay exilios que muerden y otros son como el fuego que consume. Hay dolores de patria muerta que van subiendo desde abajo, desde los pies y las raíces y de pronto el hombre se ahoga, ya no conoce las espigas, ya se terminó la guitarra, ya no hay aire para esa boca, ya no puede vivir sin tierra y entonces se cae de bruces, no en la tierra, sino en la muerte.

PABLO NERUDA, «Exilios»,

de Cantos ceremoniales

Entre los cambios notables producidos por el sistema económico y los valores que implantó la dictadura, se puso de moda la ostentación: si usted no es rico, debe endeudarse para parecerlo, aunque ande con agujeros en los calcetines. El consumismo es la ideología de hoy en Chile, como en la mayor parte del mundo. La política económica, los negociados y la corrupción, que alcanzó niveles nunca antes vistos en el país, crearon una nueva casta de millonarios. Una de las cosas positivas que ocurrieron es que se trizó la muralla que separaba a las clases sociales; los rancios apellidos dejaron de ser el único pasaporte para ser aceptado en sociedad. Los que se consideraban aristócratas fueron barridos del mapa por jóvenes empresarios y tecnócratas en sus motos cromadas y sus Mercedes Benz y por algunos militares, que se enriquecieron en puestos clave del Gobierno, la industria y la banca. Por primera vez se veían hombres de uniforme en todas partes: ministerios, universidades, empresas, salones, clubes, etc.

La pregunta de rigor es por qué al menos un tercio de la población apoyó a la dictadura, a pesar de que para la mayoría la vida no fue fácil e incluso los adherentes al gobierno militar vivían temerosos. La represión fue general, aunque sin duda sufrieron mucho más los

izquierdistas y los pobres. Todos se sentían vigilados, nadie podía decir que estaba completamente a salvo de la garra del Estado. Es cierto que la información estaba censurada y había una maquinaria de propaganda destinada a lavar los cerebros; cierto es también que a la oposición le costó muchos años y sangre organizarse; pero eso no explica la popularidad del dictador. El porcentaje de la población que lo aplaudía no lo hizo sólo por miedo; a los chilenos les gusta el autoritarismo. Creyeron que los militares iban a «limpiar» el país. «Se terminó la delincuencia, no hay muros pintarrajeados con graffiti, todo está limpio y gracias al toque de queda los maridos llegan temprano a la casa», me dijo una amiga. Para ella eso compensaba la pérdida de los derechos ciudadanos, porque esa pérdida no la tocaba directamente; tenía la suerte de que ninguno de sus hijos había sido despedido del trabajo sin indemnización o arrestado. Comprendo que la derecha, que históricamente no se ha caracterizado por la defensa de la democracia y que durante esos años se enriqueció como nunca antes, apoyara a la dictadura, pero ¿y los demás? Para esta pregunta no he encontrado respuesta satisfactoria, sólo conjeturas.

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