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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Al hacer la investigación para mi novela Retrato en sepia, publicada en 2000, me enteré de que en el siglo XIX nuestras Fuerzas Armadas tuvieron varias guerras, dando muestras de tanta crueldad como coraje. Uno de los momentos más famosos de nuestra historia fue la toma del morro de Arica (junio de 1880) durante la guerra del Pacífico, contra Perú y Bolivia. El morro es un alto promontorio inexpugnable, doscientos metros de caída vertical hacia el mar, donde había numerosas tropas peruanas apertrechadas de artillería pesada, defendidas por tres kilómetros de parapeto de sacos de arena y rodeadas de un campo minado. Los soldados chilenos se lanzaron al ataque con cuchillos corvos entre los dientes y bayonetas caladas. Muchos cayeron bajo las balas enemigas o volaron en pedazos al pisar las minas, pero nada logró detener a los demás, que llegaron hasta las fortificaciones y las treparon, enardecidos de sangre. Destriparon a cuchillo y bayoneta a los peruanos y se tomaron el morro en una increíble proeza que tardó sólo cincuenta y cinco minutos; luego asesinaron a los vencidos, remataron a heridos y saquearon la ciudad de Arica. Uno de los comandantes peruanos se tiró al mar para no caer en manos de los chilenos. La figura del gallardo oficial lanzándose desde el acantilado montado en su caballo negro con herraduras de oro es parte de la leyenda de aquel episodio feroz. La guerra se decidió más tarde con el triunfo chileno en la batalla de Lima, que los peruanos recuerdan como una masacre, a pesar de que los textos de historia de Chile aseguran que nuestras tropas ocuparon la ciudad ordenadamente. La historia la escriben los vencedores a su manera. Cada país presenta a sus soldados bajo la luz más favorable, se ocultan los errores, se matiza la maldad y después de la batalla ganada todos son héroes. Como nos criamos con la idea de que las Fuerzas Armadas chilenas estaban compuestas de obedientes soldados al mando de irreprochables oficiales, nos llevamos una tremenda sorpresa el

martes 11 de septiembre de 1973, cuando los vimos en acción. Fue tanto el salvajismo, que se ha dicho que estaban drogados, tal como se supone que los hombres que se tomaron el morro de Arica estaban intoxicados con «chupilca del diablo», una mezcla explosiva de aguardiente y pólvora. Rodearon con tanques el Palacio de la Moneda, sede del Gobierno y símbolo de nuestra democracia, y luego lo bombardearon desde el aire. Allende murió dentro del palacio; la versión oficial es que se suicidó. Hubo centenares de muertes y tantos miles de prisioneros, que los estadios deportivos y hasta algunas escuelas fueron convertidas en cárceles, centros de tortura y campos de concentración. Con el pretexto de librar al país de una hipotética dictadura comunista que podría ocurrir en el futuro, la democracia fue reemplazada por un régimen de terror que habría de durar diecisiete años y dejar secuelas por un cuarto de siglo. Recuerdo el miedo como un permanente sabor metálico en la boca.

PÓLVORA Y SANGRE

Para dar una idea de lo que fue el golpe militar, hay que imaginar lo que sentiría un norteamericano o un inglés si sus soldados atacaran con armamento de guerra la Casa Blanca o el palacio de Buc–kingham, provocaran la muerte de millares de ciudadanos, entre ellos el presidente de Estados Unidos o la reina y el primer ministro británicos, declararan el Congreso o el Parlamento en receso indefinido, destituyeran la Corte Suprema, suspendieran las libertades individuales y los partidos políticos, instauraran censura absoluta de los medios de comunicación y se abocaran a la tarea de expurgar toda voz disidente. Ahora imagine que estos mismos soldados, poseídos de fanatismo mesiánico, se instalaran en el poder por largo tiempo, dispuestos a eliminar de raíz a sus adversarios ideológicos. Eso es lo que sucedió en Chile.

La aventura socialista terminó trágicamente. La junta militar, presidida por el general Augusto Pinochet, aplicó la doctrina del capitalismo salvaje, como ha sido llamado el experimento neoliberal, pero ignoró que para su funcionamiento equilibrado se requiere una fuerza laboral en pleno uso de sus derechos. Para destruir hasta la última semilla de pensamiento izquierdista e implantar un capitalismo despiadado, ejercieron una represión brutal.

Chile no fue un caso aislado, la larga noche de las dictaduras cubriría buena parte del continente durante más de una década. En 1975 la mitad de los latinoamericanos vivíamos bajo algún tipo de

gobierno represivo, muchos de ellos apoyados por Estados Unidos, que tiene un bochornoso récord de derrocar gobiernos elegidos por otros pueblos y apoyar tiranías que jamás serían toleradas en su propio territorio, como Papa Doc en Haití, Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua y tantas otras. Me doy cuenta que al escribir estos hechos soy subjetiva. Debiera contarlos desapasionadamente, pero seria traicionar mis convicciones y sentimientos. Este libro no intenta ser una crónica política o histórica, sino una serie de recuerdos, que siempre son selectivos y están teñidos por la propia experiencia e ideología. La primera parte de mi vida terminó aquel 11 de septiembre de 1973. No me extenderé demasiado en esto, porque ya lo he contado en los últimos capítulos de mi primera novela y en mi memoria Paula. La familia Allende, es decir, aquellos que no murieron, fueron presos o pasaron a la clandestinidad, partieron al exilio. Mis hermanos, que estaban en el extranjero, no regresaron. Mis padres, que eran embajadores en Argentina, se quedaron en Buenos Aires por un tiempo, hasta que fueron amenazados de muerte y debieron escapar. La familia de mi madre, en cambio, era en su mayoría enemiga acérrima de la Unidad Popular y muchos celebraron con champaña el golpe militar. Mi abuelo detestaba el socialismo y esperaba con ansia el término del gobierno de Allende, pero nunca quiso que fuera a costa de la democracia. Estaba horrorizado al ver en el poder a los militares, a quienes despreciaba, y me ordenó que no me metiera en problemas; pero era imposible mantenerme al margen de lo que ocurría. El viejo llevaba meses observándome y haciéndome preguntas capciosas, creo que sospechaba que en cualquier momento su nieta se esfumaría. ¿Cuánto sabía de lo que ocurría a su alrededor? Vivía aislado, casi no salía a la calle y su contacto con la realidad era a través de la prensa, que ocultaba y mentía. Tal vez la única que le contaba el otro lado de la medalla era yo. Al principio traté de mantenerlo informado, porque en mi calidad de periodista tenía acceso a la red clandestina de rumores que reemplazó las fuentes serias de información durante ese tiempo, pero después dejé de darle malas noticias para no deprimirlo y asustarlo. Empezaron a desaparecer amigos y conocidos, a veces algunos regresaban después de semanas de ausencia, con ojos de loco y huellas de tortura. Muchos buscaron refugio en otras partes. México, Alemania, Francia, Canadá, España y varios otros países los recibieron al principio, pero después de un tiempo dejaron de hacerlo, porque a la oleada de chilenos se sumaban millares de otros exiliados latinoamericanos.

En Chile, donde la amistad y la familia son muy importantes, sucedió un fenómeno que sólo se explica por el efecto que tiene el miedo en el alma de la sociedad. La traición y las delaciones acabaron con muchas vidas; bastaba una voz anónima por teléfono para que los mal llamados servicios de inteligencia le echaran el guante al acusado y en muchos casos no volviera a saberse de su persona. La gente se dividió entre los que apoyaban el gobierno militar y los opositores; odio, desconfianza y miedo arruinaron la convivencia. Hace más de una década que se instauró la democracia, pero esa división todavía puede palparse, incluso en el seno de muchas familias. Los chilenos aprendieron a callar, a no oír y a no ver, porque mientras pudieran ignorar los hechos, no se sentirían cómplices. Conozco personas para quienes el gobierno de Allende representaba lo más deleznable y peligroso que podía ocurrir. Para ellos, gente que se precia de conducir su vida de acuerdo a estrictos preceptos cristianos, la necesidad de destruirlo fue tan imperiosa, que no cuestionaron los métodos. Ni siquiera lo hicieron cuando un padre desesperado, Sebastián Acevedo, se roció con gasolina y se prendió fuego, inmolándose como un bonzo en la plaza de Concepción, como protesta porque a sus hijos los estaban torturando. Se las arreglaron para ignorar las violaciones a los derechos humanos–o fingir que lo hacían–durante muchos años y, ante mi sorpresa, todavía suelo encontrar algunos que niegan lo ocurrido, a pesar de las evidencias. Puedo entenderlos, porque están aferrados a sus creencias como yo lo estoy a las mías. La opinión que tienen del gobierno de Allende es casi idéntica a la que tengo yo de la dictadura de Pino–chet, con la diferencia que en mi caso el fin no justifica los medios. Los crímenes perpetrados en la sombra durante esos años han ido emergiendo inevitablemente. Ventilar la verdad es el comienzo de la reconciliación, aunque las heridas tardarán mucho en cicatrizar, porque los responsables de la represión no han admitido sus faltas y no están dispuestos a pedir perdón. Las acciones del régimen militar quedarán impunes, pero no pueden ya ocultarse ni ignorarse. Muchos piensan, sobre todo los jóvenes que se criaron sin espíritu crítico ni diálogo político, que basta de escarbar el pasado, debemos mirar hacia adelante, pero las víctimas y sus familiares no pueden olvidar. Tal vez debamos esperar que muera el último testigo de aquellos tiempos, antes de cerrar ese capítulo de nuestra historia.

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