Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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– Claro que me gusta. Oye, no tengo nada de dinero, así que no sé cuándo podré pagártela, pero ¿me la puedo quedar?

– Ya te la he dado.

– No, quiero decir… ¿Puedo llevármela?

Walter me observa un instante con los ojos medio cerrados.

– Es una mujer, ¿verdad?

– No.

– Mientes.

– No miento.

– Te apuesto cinco pavos a que es una mujer -dice dando otro trago. Su nuez sube y baja y el líquido marrón desciende casi tres centímetros. Es asombrosa la rapidez a la que pueden tragar el alcohol más fuerte Camel y él.

– Es una hembra -digo.

– ¡Ja! -suelta Walter-. Será mejor que ella no te oiga decir eso. Aunque sea quien sea, y sea lo que sea, siempre será mejor que la que ha estado ocupando tus pensamientos últimamente.

– Tengo que desagraviarla -digo-. Hoy la he defraudado.

Walter me mira, comprendiendo de repente.

– ¿Me das un poco más de eso? -dice Camel irritado-. Puede que él no lo quiera, pero yo sí. Y no es que le culpe por querer un poquito de marcha. Sólo se es joven una vez. Como yo digo, hay que aprovechar mientras se puede. Sí, señor, aprovechar mientras se puede. Aunque te cueste una botella de néctar.

Walter sonríe. Una vez más, acerca la botella a los labios de Camel y le deja que dé unos cuantos tragos largos. Luego le pone el tapón, se estira hacia mí aún en cuclillas y me la da.

– Llévale también ésta. Dile que yo también lo siento. Que lo siento mucho, de verdad.

– ¡Eh! -grita Camel-. ¡No hay mujer en el mundo que valga dos botellas de whisky! ¡Venga ya!

Me levanto y meto una botella en cada bolsillo de mi chaqueta.

– ¡Eh, venga ya! -gimotea Camel-. Oh, esto no es justo.

Sus quejas y protestas me siguen hasta que dejo de oírle.

Está oscureciendo, y en la parte del tren que ocupan los artistas han empezado ya varias fiestas, incluyendo una -no puedo evitar darme cuenta- en el vagón de August y Marlena. No habría asistido, pero es significativo que no me hayan invitado. Supongo que August y yo volvemos a estar enfrentados; o más exactamente, puesto que yo ya le odio más de lo que he odiado a nadie ni a nada en toda mi vida, supongo que yo estoy enfrentando a él.

Encuentro a Rosie al fondo de la carpa de las fieras, y cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra veo que hay alguien junto a ella. Es Greg, el hombre del huerto de repollos.

– Hola -le digo al acercarme.

Vuelve la cabeza. Tiene en la mano un tubo de pomada de zinc y se la está aplicando a Rosie en la piel herida. Hay un par de docenas de puntos blancos, tan sólo en este lado.

– Jesús -digo al examinarla. Gotas de sangre y suero brotan por debajo del zinc.

Sus ojos color ámbar buscan los míos. Parpadea con esas pestañas escandalosamente largas y suspira, una tremenda exhalación de aire que le sacude toda la trompa.

Me siento invadido por la culpabilidad.

– ¿Qué quieres? -gruñe Greg sin abandonar su tarea.

– Sólo quería ver cómo estaba.

– Bueno, pues ya lo has visto, ¿no? Ahora, si me perdonas… -dice desentendiéndose de mí. Se vuelve hacia ella-. Noge -dice-. No, daj noge!

Al cabo de un instante, la elefanta levanta la pata y la mantiene en el aire. Greg se arrodilla y le pone un poco de pomada en la articulación, justo delante de su extraño pecho gris, que cuelga de su tronco como el de una mujer.

Jestes dobra dziewczynka -dice incorporándose y enroscando el tapón de la pomada-. Pot ó z noge.

Rosie vuelve a poner la pata en el suelo.

Masz, moja piekna -dice rebuscando en el bolsillo. La trompa de la elefanta se mueve, investiga. Él saca un caramelo de menta, le quita el envoltorio y se lo da. La elefanta se lo arranca de la mano ágilmente y se lo mete a la boca.

Les miro alucinado, creo que hasta puede que tenga la boca abierta. En el breve tiempo de dos segundos, mi memoria ha recorrido un zigzag desde su incapacidad para actuar y su historia con la rampa, hasta el robo de la limonada y otra vez para atrás hasta el huerto de repollos.

– Dios del cielo -digo.

– ¿Qué? -dice Greg acariciándole la trompa.

– Te entiende.

– Sí, ¿y qué?

– ¿Cómo que y qué? Dios mío, ¿tienes la menor idea de lo que eso significa?

– Espera un momentito -dice Greg cuando me voy a acercar a Rosie. Interpone su hombro entre nosotros con cara de pocos amigos.

– No me hagas reír -le digo-. Por favor. Una de las últimas cosas que haría en el mundo sería hacerle daño a este animal.

Él me sigue mirando con desconfianza. No estoy muy seguro de que no intente atacarme por la espalda, pero me vuelvo hacia Rosie de todas formas. Ella parpadea.

– ¡Rosie, noge! -digo.

Parpadea de nuevo y abre la boca en una sonrisa.

¡Noge , Rosie!

Ella mueve las orejas y suspira.

Prosze? -digo.

Suelta otro suspiro. Luego traslada el peso de su cuerpo y levanta una pata.

– La madre de Dios -oigo mi voz como si no fuera mía. El corazón me palpita, la cabeza me da vueltas-. Rosie -digo poniéndole una mano en el flanco-. Sólo una cosa más.

La miro fijamente a los ojos, suplicante. Estoy seguro de que sabe lo importante que es esto. Dios, por favor, Dios mío…

Do tytu, Rosie! Do tytu!

Otro profundo suspiro, otro sutil cambio de peso y luego da dos pasos hacia atrás.

Suelto un grito de alegría y me vuelvo al desconcertado Greg. Me acerco a él de un salto, le agarro de los hombros y le doy un fuerte beso en los labios.

– ¡Qué demonios!

Corro hacia la salida. A unos cinco metros, paro y me doy la vuelta. Greg sigue escupiendo y limpiándose la boca con asco.

Saco las botellas de los bolsillos. Su expresión cambia por una de mayor interés, sin retirar la mano de la boca.

– ¡Eh, pilla! -le digo mientras le lanzo una botella por el aire. Él la atrapa al vuelo, lee la etiqueta y mira a la otra con esperanza. Se la lanzo también.

– Dáselas a nuestra nueva estrella, ¿quieres?

Greg inclina la cabeza pensativo y se vuelve hacia Rosie, que ya sonríe e intenta hacerse con las botellas.

Durante los diez días siguientes me convierto en el profesor particular de polaco de August. En todas las ciudades hace instalar una pista de entrenamiento en la parte de atrás y, día tras día, los cuatro -August, Marlena, Rosie y yo- pasamos las horas que nos quedan entre la llegada a la ciudad y la función de tarde trabajando en el número de Rosie. Aunque ya participa en el desfile diario y en la Gran Parada de presentación, todavía no actúa en el espectáculo. Y a pesar de que la curiosidad está matando a Tío Al, August no quiere desvelar su número hasta que no sea perfecto.

Yo paso los días sentado en una silla junto a la pista con un cuchillo en la mano y un balde entre las piernas, cortando fruta y verdura en trozos para los primates y gritando las frases oportunas en polaco. El acento de August es espantoso, pero Rosie -tal vez porque normalmente August repite una frase que acabo de gritar yo- obedece sin rechistar. No ha utilizado la pica desde que descubrimos la barrera idiomática. Camina a su lado, meneando el pincho bajo su vientre o detrás de sus patas, pero nunca -ni una sola vez-la toca.

Es difícil reconocer en este August al otro y, para ser sincero, ni siquiera lo intento muy en serio. He visto destellos de este August en otros momentos -este brillo, esta armonía, esta generosidad de espíritu-, pero sé de lo que es capaz y no lo voy a olvidar. Los demás pueden pensar lo que quieran, pero yo no voy a creer ni por un solo segundo que éste sea el auténtico August y el otro una aberración. Y sin embargo, me doy cuenta de cómo pueden caer en ese error…

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