Es delicioso. Es encantador. Brilla como el sol. Colma de atenciones a la gran bestia de color gris tormenta y a su diminuta amazona desde el momento en que nos reunimos por la mañana hasta que desaparecen para el desfile. Es atento y tierno con Marlena, y amable y paternal con Rosie.
No parece recordar que alguna vez hubo un enfrentamiento entre nosotros, a pesar de mi reserva. Sonríe abiertamente, me da palmaditas en la espalda. Se fija en que mi ropa está desaliñada y esa misma tarde el Hombre de los Lunes me trae otra. Declara que el veterinario del circo no debería tener que bañarse con cubos de agua fría y me invita a ducharme en su compartimento. Y cuando descubre que a Rosie lo que más le gusta en el mundo es la ginebra con ginger ale, exceptuando quizá la sandía, se encarga de que tenga ambas cosas todos los días. Se estrecha contra ella. Le susurra al oído, y ella disfruta de las atenciones y trompetea feliz cada vez que le ve.
¿Es que no recuerda?
Le observo esperando descubrir fisuras, pero el nuevo August persiste. Al poco tiempo, su optimismo impregna a toda la explanada. Hasta Tío Al resulta afectado: se acerca todos los días a comprobar nuestros progresos, y al cabo de un par de semanas encarga carteles nuevos en los que se ve a Rosie con Marlena sentada en el lomo. Deja de maltratar a la gente, y poco después la gente deja de evitarle. Incluso se vuelve alegre. Empiezan a circular rumores de que tal vez haya dinero el día de paga y hasta los peones empiezan a sonreír.
Mis convicciones comienzan a tambalearse sólo cuando pillo a Rosie ronroneando de verdad ante las demostraciones de cariño de August. Y lo que me queda delante de los ojos cuando se derrumban es algo terrible.
Tal vez fuera culpa mía. Tal vez quisiera odiarle porque estoy enamorado de su mujer y, si ése fuera el caso, ¿en qué clase de hombre me convierte?
En Pittsburgh voy por fin a confesarme. En el confesionario me desmorono y lloro como un bebé hablándole al sacerdote de mis padres, de mi noche de desenfreno y de mis pensamientos adúlteros. El cura, un tanto estupefacto, murmura unos cuantos «bueno, bueno» y luego me dice que rece el rosario y que olvide a Marlena. Estoy demasiado avergonzado para admitir que no tengo rosario, así que, cuando regreso al tren, les pregunto a Walter y a Camel si ellos tienen. Walter me mira extrañado y Camel me ofrece un collar de dientes de alce verdes.
Estoy muy al tanto de la opinión de Walter. Sigue odiando a August más de lo que puede soportar y, aunque no diga nada, sé exactamente lo que piensa de mi cambio de postura. Seguimos repartiéndonos el cuidado y la alimentación de Camel, pero ya no intercambiamos historias los tres juntos durante las largas noches que pasamos en camino. En lugar de eso, Walter lee a Shakespeare y Camel se emborracha y se pone cada vez más gruñón y más exigente.
En Meadville, August decide que ésa es la noche.
Cuando nos da la buena noticia, Tío Al se queda sin palabras. Se lleva las manos al pecho y levanta la mirada a las estrellas con los ojos llenos de lágrimas. Luego, mientras sus acólitos se agachan para protegerse, alarga los brazos y agarra a August del hombro. Le da un masculino apretón de manos y a continuación, como es evidente que está demasiado emocionado para hablar, le da otro.
Estoy examinando una pezuña rajada en la tienda del herrero cuando August me manda a buscar.
– ¿August? -digo situando la cara junto a la abertura de la tienda camerino de Marlena. La lona se hincha ligeramente, sacudida por el viento-. ¿Querías verme?
– ¡Jacob! -exclama con voz atronadora-. ¡Me alegro de que hayas podido venir! ¡Entra, por favor! ¡Entra, muchacho!
Marlena lleva la ropa de actuar. Está sentada delante del tocador con un pie apoyado en su canto para atar la larga cinta rosa de una de sus zapatillas alrededor del tobillo. August se sienta a su lado, con la chistera y el frac. Da vueltas a un bastón con contera de plata. Tiene la empuñadura doblada, como la pica de domar elefantes.
– Por favor, siéntate -dice levantándose de su silla y dando unos golpecitos en el asiento.
Titubeo durante una fracción de segundo y luego cruzo la tienda. Una vez me he sentado, August se planta delante de mí. Yo miro a Marlena.
– Marlena, Jacob, queridísima mía y mi querido amigo -dice August quitándose el sombrero y contemplándonos con los ojos humedecidos-. Esta última semana ha sido increíble en muchos sentidos. Creo que no sería exagerado calificarla de viaje del alma. Hace tan sólo dos semanas este circo estaba al borde de la ruina. La supervivencia, y más aún, creo que en este clima financiero puedo decir que las vidas, las vidas mismas, de todos los componentes de este espectáculo estaban en peligro. ¿Y queréis saber por qué?
Sus ojos brillantes se desplazan de Marlena a mí, de mí a Marlena.
– ¿Por qué? -pregunta Marlena dócilmente mientras levanta la otra pierna y se enrolla la ancha cinta de satén alrededor del tobillo.
– Porque nos metimos en un agujero al comprar un animal que, supuestamente, iba a ser la salvación del circo. Y porque además tuvimos que comprar un vagón nuevo para transportarlo. Y porque entonces descubrimos que, al parecer, el animal no sabía nada, pero se lo comía todo. Y porque alimentarla significaba que no podíamos alimentar al resto de los empleados, y tuvimos que dejar que se fueran algunos de ellos.
Levanto la cabeza de golpe ante esta manipulada referencia a las luces rojas, pero August mira por encima de mí, a una de las paredes. Se queda callado un rato incómodamente largo, casi como si hubiera olvidado que estamos aquí. De repente vuelve en sí con un estremecimiento.
– Pero nos hemos salvado -dice bajando la mitrada sobre mí con ojos amorosos-, y la razón por la que nos hemos salvado es que hemos recibido una bendición doble. El destino nos sonreía el día de junio en que condujo a Jacob hasta nuestro tren. No sólo nos entregó un veterinario con título de una gran universidad, el veterinario adecuado para un gran espectáculo como el nuestro, sino que era además un veterinario tan devoto de su deber que hizo un descubrimiento de lo más asombroso. Un descubrimiento que acabaría por salvar al circo.
– No, en serio, lo único que yo…
– Ni una palabra, Jacob. No te voy a permitir que lo niegues. Desde la primera vez que te puse los ojos encima tuve una corazonada contigo. ¿Verdad, cariño? -August se vuelve hacia Marlena y la señala con un dedo.
Ella asiente en silencio. Con la segunda zapatilla asegurada, quita el pie del canto de tocador y cruza las piernas. Las puntas de sus dedos empiezan a balancearse de inmediato.
August se queda mirándola fijamente.
– Pero Jacob no hizo solo todo el trabajo -continúa-. Tú, mi bella e inteligente amada, has estado brillante. Y Rosie, porque, de entre todos nosotros, es a ella a la que menos debemos olvidar en esta ecuación, tan paciente, tan dispuesta… -hace una pausa y aspira tan fuerte que las aletas de su nariz se dilatan. Cuando sigue, la voz se le quiebra-. Porque es un animal bello y magnífico, con el corazón repleto de perdón y la capacidad de comprender los malentendidos. Porque gracias a vosotros tres, El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini está a punto de elevarse hasta nuevas cotas de grandeza. Realmente estamos uniéndonos a las filas de los mayores circos, y nada de esto habría sido posible sin vosotros.
Nos sonríe radiante, con las mejillas tan arreboladas que me da miedo que vaya a romper a llorar.
– ¡Oh! Casi se me olvida -exclama dando palmas. Corre hacia un baúl y rebusca en su interior. Saca dos cajas pequeñas. Una es cuadrada y la otra rectangular y plana. Las dos están envueltas en papel de regalo-. Para ti, querida -dice entregándole la plana a Marlena.
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