– Hansen se queda montando guardia en la escotilla de la sala de máquinas. Por lo tanto, me doy un paseo hasta la cubierta y la escalera de popa. Cuando Verlaine sube, es fácil adivinar adónde va a parar todo. Verlaine montando guardia en la cubierta, Hansen al lado de la escotilla. Y Maurice a solas contigo en la bodega. ¿Qué significa todo esto?
– Tal vez que Maurice quería echar un polvo rápido.
Asiente con la cabeza, quedándose pensativo.
– Puede ser. Pero a él le gustan las chicas jóvenes. El interés por las mujeres maduras sólo se adquiere con la experiencia. Sé, sin sombra de dudas, que quieren arrojarte a la bodega. ¡Está muy bien pensado, Smila! Es una caída de doce metros. Parecerá como si te hubieras caído tú sola. Sería quitarte el saco después y ya está. Ésa es la razón por la que te llevaron en brazos con tanto cuidado. Para que no hubiera marcas luego.
Su rostro se ilumina cuando me mira, contento de haber descubierto sus propósitos.
– Bajo al entrepuente y me acerco a las escaleras. Entre los peldaños vislumbro cómo Maurice atraviesa la puerta contigo en brazos. Ni siquiera resopla. Pero, claro, para eso está en la sala de pesas cada día. Doscientos kilos de levantamiento, y veinticinco kilómetros en la bicicleta. Debo tomar una determinación. Porque tú no has hecho nunca nada por mí, ¿verdad? En realidad, me has fastidiado directamente. Y hay algo en ti, algo, algo jodidamente…
– ¿Virginal?
– Sí, justamente. Por otro lado, nunca he podido tragar a Maurice.
Hace una pausa de efecto.
– En el fondo soy un caballero. Así que decido encender el cigarrillo. No os puedo ver desde donde estoy, estáis sobre la plataforma. Pero me meto el sensor en la boca y soplo todo lo que puedo y salta la alarma.
Me observa detenidamente.
– Maurice aparece en la escalera envuelto en sangre. El agua de los aspersores se la lleva escaleras abajo. Un pequeño río. Es para vomitar. ¿Por qué se toman tantas molestias? ¿Qué les has hecho, Smila?
Necesito su ayuda.
– Me han tolerado hasta ahora. Las cosas no se han torcido hasta que he llegado a la popa.
Jakkelsen asiente con la cabeza.
– Siempre ha sido la zona de Verlaine.
– Ahora subiremos al puente -digo- y le contaremos todo esto a Lukas.
– No podemos hacerlo, joder.
Le han salido manchas rojas en la cara. Espero. Pero apenas es capaz de hablar.
– ¿Sabe Verlaine que eres el chico de las agujas?
Reacciona dando muestras del barroco amor propio que, a veces, descubres en personas que están a punto de tocar fondo…
– ¡Soy yo quien tiene el dominio sobre la droga y no la droga la que me domina a mí!
– Pero, sin embargo, Verlaine ya te tiene controlado. Te descubriría. ¿Por qué sería tan terrible?
Examina sus zapatillas detenidamente.
– ¿Cómo es que tienes una llave maestra, Jakkelsen?
Menea la cabeza.
– Ya he estado en el puente -le digo-.Junto a Verlaine. Nos pusimos de acuerdo en que la alarma se disparó por sí sola. Que me caí por las escaleras por la sorpresa.
– Esta explicación no se la traga Lukas.
– No nos cree. Pero no hay nada que pueda hacer él. Tu nombre ni siquiera se mentó.
Se siente aliviado. Entonces cae en la cuenta de algo.
– ¿Por qué no dijiste lo que había ocurrido?
Estoy obligada a asegurarme su ayuda. Es como intentar construir sobre la arena.
– No estoy interesada en Verlaine. Estoy interesada en Toerk.
El pánico ha vuelto a apoderarse de su rostro.
– Esto sí que es grave, Smila. Conozco a mis piojos por su manera de moverse y ese tipo es bad news .
– Quiero saber qué es lo que vamos a recoger.
– Ya te lo he dicho. Se trata de droga.
– No -digo yo-. No es droga. La droga viene de los trópicos. De Colombia. De Birmania. De Paquistán. Y está destinada a Europa. O Estados Unidos. No llega a Groenlandia. No en una cantidad que requiera un barco de cuatro mil toneladas. La bodega de proa, estoy convencida de que es especial. No he visto nunca nada que se le asemeje. Puede ser esterilizada al vapor. Se puede regular la composición del aire, la temperatura y la humedad. Tú mismo lo has podido observar y has meditado acerca de ello. ¿A qué conclusión has llegado?
Sus manos se agitan con vida propia, revoloteando desvalidamente sobre mis almohadas, como pajarillos que se han caído de sus nidos. Su boca se abre y se cierra.
– Algo vivo. Si no, no tiene sentido. Quieren transportar algo vivo.
Sonne me abre la puerta de la enfermería. Son las 21 horas. Encuentro una compresa de gasa. Intenta paliar su inseguridad poniéndose en posición de firme. Porque soy una mujer. Porque no me entiende. Porque hay algo que intenta decirme.
– En el entrepuente, cuando llegamos con todo el equipo de extinción de incendios, usted estaba envuelta en dos mantas.
Doy unos ligeros golpecitos allí donde la piel ha reventado con una solución diluida de agua oxigenada. Nada de mercromina para mí. Quiero notar cómo escuece antes de poder creer que sirve de algo.
– Volví más tarde. Pero las mantas ya no estaban.
– Alguien debe de habérselas llevado -digo-. Es reconfortante que alguien se preocupe del orden.
– Pero, sin embargo, no se llevaron esto.
Ha estado ocultando un saco de yute doblado y húmedo detrás de la espalda. La sangre de Maurice ha dejado sobre él unas enormes manchas moradas.
Pongo la compresa sobre la herida. La gasa está provista de una especie de adhesivo que hace que se quede enganchada a la piel.
Cojo una venda elástica grande. Me sigue cuando salgo por la puerta. Es un joven danés de buen ver. Debería estar a bordo de uno de los petroleros de la East Asiatic Company. Ahora podría haber estado en el puente de uno de los barcos de Lauritzen. Podría haber estado sentado en casa de su mamá y su papá, en Aeroeskoebing, debajo del reloj de cuco, comiendo albóndigas en salsa y elogiando las virtudes culinarias de su madre y siendo objeto del orgullo mal disimulado de su papá. En cambio, ha ido a dar con esto. En una compañía peor de la que es capaz de imaginarse. Siento compasión por él. Constituye un pedacito de la parte saludable de Dinamarca. La honestidad, la rectitud, el empuje, la obediencia, el pelo cortado al cepillo, la economía saneada.
– Sonne -le digo-, ¿es usted de Aeroeskoebing?
– De Svaneke.
Está sorprendido.
– ¿Su madre sabe hacer albóndigas?
Asiente con la cabeza.
– ¿Buenas albóndigas? ¿Con la costra crujiente?
Se ruboriza. Le gustaría protestar. Le gustaría que le tomaran en serio. Le gustaría imponer su autoridad. De la misma manera que le gustaría a Dinamarca. Con ojos azules ingenuos, mejillas sonrosadas y buenas intenciones. Pero a su alrededor están las grandes fuerzas, el dinero, el desarrollo, los abusos, la colisión entre el nuevo y el viejo mundo. Y todavía no ha entendido lo que está sucediendo. Que sólo será tolerado mientras siga la corriente. Y que es a todo lo que alcanza su fantasía. A seguir la corriente.
Para saber plantarse se requieren talentos muy diferentes. Talentos mucho más rudos, más clarividentes. Mucho más exasperados y rencorosos.
Tiendo la mano y le acaricio la cara. No puedo evitarlo. El rubor inunda su rostro desde el cuello, como una rosa debajo de la piel.
– Sonne -le digo-, no sé qué es lo que hace usted pero, a pesar de todo, siga haciéndolo.
Cierro mi puerta con llave, coloco la silla debajo del paño y me siento sobre la cama.
Cualquiera que haya viajado durante el tiempo necesario a lugares lo suficientemente fríos, se encontrará, antes o después, con que ha de mantenerse despierto con tal de seguir con vida. La muerte está incorporada en el sueño. El que muere congelado, atraviesa un corto estado de sueño. El que se desangra, duerme. El que es enterrado bajo un alud compacto de nieve mojada se adentra a través del sueño en la muerte por ahogamiento.
Читать дальше