Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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A veces el carisma de una persona es de tal índole que se infiltra, atravesando nuestras defensas, nuestros prejuicios y nuestras necesarias inhibiciones y se adentra directamente en nuestras entrañas. Hace cinco minutos, una abrazadera ha rodeado mi corazón, una abrazadera que ahora se tensa, presionándolo. La sensación se mezcla con la fiebre creciente que es la respuesta del sistema a la sobrecarga que ha sufrido, y todo deriva en un agudo dolor de cabeza. Hace diez años, este dolor de cabeza hubiera podido convertirse en un prominente deseo de apretar mis labios contra los suyos, viéndole perder su autodominio y serenidad.

Ahora soy capaz de contemplar lo que ocurre en mi interior, llena de veneración ante el fenómeno pero, sin embargo, enteramente consciente de que no es más que una ilusión pasajera que podría resultar mortal.

Las fotografías han atrapado su belleza, pero la han hecho inánime, como la belleza de una estatua. No han reproducido su carisma, su hechizo. Éste es doble. Es, a la vez, como una presión dirigida al espacio y como una atracción hacia él.

Incluso cuando está sentado, es muy alto. El pelo es casi cano, con un brillo metálico, y está recogido en la nuca en una coleta.

Me mira y las palpitaciones ruidosas en mi pie, mi espalda y mi cogote se acrecientan y recuerdo, en destellos, como aquellas diapositivas de formaciones de hielo que solíamos ver en los exámenes en la Universidad en los que teníamos que identificarles, una serie de chicos y hombres que, a lo largo de mi vida, han llegado hasta mí de esta manera.

Entonces vuelvo a aferrarme a la realidad, y vuelvo a tener los pies sobre la tierra firme. Los cabellos en la nuca se erizan y me dicen que, aparte de lo que, por lo demás, pueda ser, es el hombre del que estuve a una distancia de un metro, en medio de la oscuridad y el frío, mientras ambos esperábamos delante de La Incisión Blanca. El resplandor que entonces rodeaba su cabeza tuvo que deberse a este peculiar pelo cano que ahora veo por primera vez.

Me observa con atención.

– ¿Por qué sobre la cubierta de proa?

Lukas preside la mesa. Está hablándole a Verlaine. Que está sentado diagonalmente en el lado opuesto al mío. Ligeramente hundido en la silla y complaciente.

– Estaba intentando entrar en calor. Antes de reanudar el trabajo con los raíles.

Ahora lo recuerdo. Kista Dan y Maggi Dan , los buques del armador Lauritzen especialmente construidos para la navegación por el océano Ártico, los barcos de mi infancia. Antes de la base americana, antes de las máquinas de Groenlandia del Sur. Equipados para ser empleados bajo condiciones extremas, como, por ejemplo, en caso de quedarse atrapados en el hielo, disponían de unos especiales botes salvavidas de aluminio que por debajo del armazón llevaban unos raíles para que pudieran ser arrastrados sobre el hielo como si se tratara de trineos. Verlaine ha estado fijando este tipo de raíles.

– Jaspersen.

Baja la mirada al papel que tiene delante.

– Usted abandonó la lavandería media hora antes de que terminara su guardia, es decir, a las 15:30, con el fin de dar un paseo. Bajó a la sala de máquinas, vio una escotilla, la abrió y siguió el túnel hasta la escalera. ¿Qué diablos hacía usted allí?

– Descubrir lo que diariamente tengo bajo mis pies.

– ¿Y qué más?

– Había una escotilla con dos manivelas. Al probar una de ellas se disparó la alarma. En un primer momento creí que yo la había puesto en marcha.

Mira a Verlaine y después a mí. La ira enturbia su voz.

– Apenas es capaz de mantenerse de pie.

Miro a Verlaine a los ojos.

– Me caí. Cuando se disparó la alarma, di un paso atrás y me caí por las escaleras. Debo de haberme golpeado la cabeza contra uno de los peldaños.

Lukas asiente con la cabeza, lenta y amargamente.

– ¿Alguna pregunta, Toerk?

No cambia de postura. Simplemente inclina la cabeza. Podría estar en los treinta, pero también en los cuarenta.

– ¿Fuma usted, Jaspersen?

Recuerdo la voz con nitidez. Sacudo la cabeza, negándolo.

– El dispositivo de extinción se dispara por secciones. ¿Detectó si olía a humo en algún sitio?

– No.

– Verlaine, ¿dónde se encontraba su gente?

– Estoy intentando averiguarlo.

Toerk se levanta. Se queda de pie, apoyado en la mesa, contemplándome con una mirada pensativa.

– Según el reloj del puente, la alarma se disparó a las 15:57. Se desactivó tres minutos y cuarenta y cinco segundos más tarde. Durante todo este tiempo usted permaneció en la sección activada. ¿Por qué no está mojada?

Mis sentimientos de antes han desaparecido. Todo lo que ahora percibo a través de la fiebre es que otra persona más poderosa me está hostigando. Le miro a los ojos.

– La gran mayoría de las cosas que me pasan me resbalan.

8

El agua caliente me proporciona cierto alivio. Yo, que me crié con baños de agua de deshielo enfriados por el hielo y blancos como la leche, me he vuelto adicta al agua caliente. Una de las pocas adicciones que reconozco. Es como la necesidad que, de vez en cuando, siento de tomar café, o la de ver cómo brilla el sol sobre el hielo.

El agua sale hirviendo de los grifos del Kronos y la mezclo con el agua fría cerca del punto de abrasamiento. Y entonces dejo que caiga sobre mí. Al contacto con el agua, mi cogote, mi espalda, los hematomas que me han salido sobre el abdomen y, sobre todo, mi pie, todavía hinchado y dolorido, desprenden llamas. Entonces, la fiebre y los temblores aumentan y, a pesar de ello, permanezco erguida bajo el chorro de agua y, poco a poco, todo se va desvaneciendo, sumiéndome en un estado de debilidad y flojera.

Voy hasta la cocina, de donde me llevo un termo con té a mi camarote. Lo deposito sobre la mesa en medio de la oscuridad, cierro la puerta con llave, espiro aliviada y enciendo la luz.

Jakkelsen está sentado sobre mi cama, con ropa deportiva blanca y con unas pupilas que han desaparecido en las profundidades del cerebro y han dejado una mirada de cuarzo de autoconfianza artificial.

– Supongo que serás consciente de que te he salvado la vida, ¿no?

Espero a que el susto se disipe y se despegue de mis miembros entumecidos para tomar asiento.

– El mundo de la mar, me digo a mí mismo, es demasiado duro para Smila. Por lo que me siento a esperar en la sala de máquinas. Si alguien quiere dar contigo, lo único que hay que hacer es sumergirse en las entrañas del barco. Y justo detrás de ti aparecen Verlaine, Hansen y Maurice. Pero me quedo sentado. Porque he cerrado las puertas que dan a la cubierta con llave. Tendréis que volver por aquí.

Agito mi té con la cuchara. La cuchara tintinea al entrechocar con la taza.

– Cuando finalmente vuelven contigo metida en un saco, sigo allí sentado. Conozco su problema. Aquello de que la basura de la cocina y la gente que no te gusta hay que echarlas por la borda, pertenece al siglo pasado. Hay dos personas en el puente a la vez y la cubierta está iluminada. Aquel que deje caer algo por la borda que sea más grande que una cerilla tendrá complicaciones y será llevado ante la audiencia marítima. Entraríamos en el puerto de Godthaab e, inmediatamente, tendríamos un hormiguero de pequeños groenlandeses patituertos con uniforme de policía husmeando por todos lados.

Súbitamente se da cuenta de que está hablando con una de las pequeñas hormigas patituertas.

– Perdóname -me dice.

En algún lugar, suenan cuatro repiques dobles de un reloj lejano, ocho medias horas, la medida del tiempo en la mar, un tiempo que no hace distinción entre el día y la noche, sino que únicamente marca los relevos monótonos de las guardias de cuatro horas. Estos repiques intensifican la sensación de inamovilidad, de que, en ningún momento, hemos navegado, sino que hemos permanecido inmóviles en el tiempo y el espacio y que sencillamente nos hemos adentrado en la absurdidad, estancándonos en ella.

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