La nave contrasta con todo lo que he visto hasta entonces. No tiene más de seis metros de altura. Los costados no llegan hasta la altura de la cubierta sino que acaban en los entrepuentes, donde el cono de luz de mi linterna desaparece en la oscuridad.
La nave es una bodega desconchada, sucia, deslucida, que da la sensación de haber sido muy utilizada. Contra uno de los mamparos han sido arrumbados calces de madera, sogas de cáñamo y carretillas de mano, usados para afianzar y mover la carga.
Contra el otro mamparo hay alrededor de cincuenta traviesas apiladas y ligadas.
En la cubierta siguiente, una puerta comunica con el entrepuente. El haz de luz encuentra paredes lejanas, el borde alto hasta donde llega la bodega, el apuntalamiento debajo del lugar que corresponde al palo de popa. Ristras de cables eléctricos pintados de blanco, las salidas del extintor automático de incendios.
La cubierta se extiende de un costado a otro del barco. En realidad, es una sola nave extensa, de techos bajos y apuntalada con columnas, que empieza en algún lugar de los mamparos detrás de la que la separa de las cámaras frigoríficas y las gambuzas y que, hacia el otro lado, desaparece, a popa, en la oscuridad.
Me pongo en marcha en esa dirección. Veinticinco metros más adelante hay una barandilla. Tres metros más abajo, la luz encuentra un fondo. La bodega de popa. Recuerdo la enumeración de Jakkelsen: mil pies cúbicos, dijo, contra los tres mil quinientos que acabo de ver.
Saco mi plano y lo cotejo con lo que hay debajo de mí. Parece más pequeño que en mi dibujo.
Vuelvo a la escalera de caracol y bajo hasta la primera escotilla.
Vista desde el suelo de la nave es comprensible que parezca menor que sobre mi dibujo. Está medio llena. Con una forma cuadrada de un metro y medio de altura bajo una lona azul.
Con el destornillador, hago dos agujeros y una rasgadura en la lona.
Después de haber visto las traviesas en la bodega, una podría llegar a creer que tal vez nos dirijamos a Groenlandia con el propósito de tender una vía de setenta y cinco metros y fundar una compañía de ferrocarriles. Debajo de la lona hay un montón de raíles.
Pero no van a poder fijarse a las traviesas. Han sido soldadas, formando una enorme construcción cuadrada sobre un fondo de escuadras.
Me recuerda a algo, pero pronto abandono la idea. Tengo treinta y siete años. Con la edad, todo acaba por recordarte cualquier cosa.
De vuelta en el entrepuente, echo una ojeada al despertador. A estas horas, la lavandería debe de estar en calma. Pueden haberme llamado. Puede haber pasado alguien por allí.
Me adentro en la bodega.
Las vibraciones en el casco indican que la hélice debe encontrarse en algún lugar debajo de mis pies. Según el plano que he hecho, a unos quince metros aproximadamente. Aquí la cubierta se delimita por un mamparo con una escotilla. La llave de Jakkelsen encaja. Al otro lado de la puerta hay una luz de emergencia roja provista de un interruptor. No enciendo la luz. Debo encontrarme en la cubierta debajo de la superestructura de popa de techo bajo. Ha estado cerrada con llave desde que subí a bordo.
La escotilla da a un pasillo corto con tres puertas a cada lado. La llave abre la primera a la derecha. No hay puerta que se resista a Peder Most y a sus amigos.
La estancia fue, hace muy poco tiempo, uno de los tres camarotes menores en el lado de babor. Los tabiques han sido echados abajo creando de esta manera un solo espacio. Un pañol. A lo largo de las paredes hay rollos de cable azul de nailon de sesenta milímetros. Maroma de polipropileno trenzada. Ocho juegos de maroma doble Kermantel de ocho milímetros en colores de seguridad alpinos y brillantes, un viejo conocido del Indlandsis. Cada juego cuesta cinco mil coronas, tiene una resistencia a la tracción de cinco toneladas y puede, como la única soga del mundo, estirarse un 25% más de su longitud.
Sujetados con correas, hay escaleras de aluminio, anchas, tiendas de campaña, palas ligeras y sacos de dormir. De unos soportes de metal que están fijados en el mamparo con tornillos cuelgan hachas para el hielo, pioletos, pitones, frenos dinámicos y tornillos de hielo. Tanto los estrechos, que parecen sacacorchos, como los anchos, cuyo núcleo se atornilla en un cilindro de hielo, pueden sujetar hasta a un elefante.
Detrás de unas puertas, abiertas al azar, en los armarios metálicos a lo largo de la pared, hay cuñas, gafas de sol para los glaciares, una caja con seis altímetros Tommen. Mochilas sin armazón, botas Meindl, correas de seguridad; todo directo de fábrica y empaquetado en plástico transparente.
Al lado de estribor, la habitación también ha resultado de la supresión de tres camarotes. Aquí hay más escaleras y más cabos y un armario contra incendios con la inscripción de explosivos que la llave de Jakkelsen desgraciadamente no puede abrir. En tres grandes cajas de cartón hay tres piezas iguales, de artículos de calidad daneses, tres manual winches de veinte pulgadas, de Sophus Berendsen, tres gatos hidráulicos. No sé mucho de engranajes, pero son tan grandes como barriles y dan la impresión de poder levantar una locomotora.
Calculo que el pasillo debe medir cinco metros de largo. En un extremo, una escalera lleva hasta el nivel de la cubierta. Allí arriba hay un lavabo, un pañol de pinturas, un taller de metales, un pequeño comedor que hace las veces de cobertizo cuando se trabaja en cubierta. Decido postergar el examen de estas estancias para otra ocasión.
Entonces cambio de opinión.
He dejado la puerta abierta prendida de un gancho. Tal vez, porque de otra manera, el pasillo y las pequeñas estancias parecerían una ratonera.
Tal vez para poder percibir si alguien enciende la luz a mis espaldas.
Se oye un ruido. No mucho. Sólo un pequeño ruido que casi desaparece en medio del estruendo de la hélice y del crepitar borboteante del mar contra el casco del barco.
Es el sonido de metal contra metal. Cauteloso, pero reforzado por la resonancia dura del espacio.
Me precipito escaleras arriba, buscando salir a cubierta. Arriba de todo hay una escotilla. La llave hace que el pestillo retorne con un clic, pero la puerta no se abre. Está asegurada desde fuera. Por lo tanto, vuelvo sobre mis pasos.
En la oscuridad del entrepuente me echo a un lado, me pongo en cuclillas y espero.
Llegan casi al instante. Son dos, quizá más. Se mueven con lentitud, examinando en el camino la estancia a su alrededor. Discretos, pero sin esforzarse realmente por no hacer ruido.
Deposito la linterna sobre la cubierta. Estoy esperando a que el Kronos acelere en una oleada. Cuando esto ocurre, enciendo la linterna y la dejo caer al suelo. Empieza a rodar hacia estribor y la luz que desprende vaga entre las columnas.
Echo a correr hacia delante, apretándome contra la pared.
Mi maniobra no los distrae. Delante de mí hay algo que parece una cortina. Quiero echarla a un lado pero me aprisiona, envolviéndome. A ésta le sigue otra flotando, alrededor de la parte superior de mi cuerpo, envolviendo mi rostro. Aunque grito el sonido sale apagado, ahogado por la tela gruesa, y se convierte en un pitido en mis oídos y en un sabor a polvo y tela en mi boca. Me han envuelto en mantas contra incendios.
No ha habido violencia, todo se ha efectuado de manera diligente y sin dramatismo.
Me depositan en el suelo e imprimen una mayor presión sobre las mantas, con la que llega un nuevo olor a moho y a yute. Por encima de las mantas, desde la cabeza y hacia abajo, han deslizado uno de los sacos de los que vi tantos en la bodega.
Me levantan, todavía con consideración. Estoy tendida sobre los hombros de dos hombres, me transportan por la cubierta y, de forma totalmente irracional y vanidosa, me sobreviene la idea de que debo estar haciendo un ridículo espantoso.
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