A babor, han apilado cajas de madera y de cartón sin marcar, sostenidas por una driza que han pasado entre dos radiadores.
En medio del salón hay una mesa fija y en unas cavidades del tablero de la mesa hay varios termos. A lo largo de dos de los mamparos han colocado otras dos mesas de trabajo provistas de lámparas Luxo. También han atornillado una pequeña fotocopiadora. Al lado de ésta hay un telefax. Encima, un armario repleto de libros.
Cuando me dirijo a la estantería veo la carta náutica. Está metida debajo de una plancha de plexiglás antirreflectante y por eso no me he fijado en ella hasta ahora. Enciendo mi linterna.
Han cortado el texto en el margen, por lo que tardo algunos segundos en identificarla. En las cartas náuticas, la tierra firme es un detalle, una sencilla línea, un contorno que se hunde entre el enjambre de cifras que indican las profundidades. Entonces reconozco el promontorio que se levanta frente a Sisimut. Debajo de la plancha de plexiglás, en el borde de la carta, han metido varias fotocopias menores de cartas específicas. «Período medio desde la culminación de la luna (superior o inferior) en Greenwich hasta el comienzo de la marea alta en Groenlandia Occidental.» «Sinopsis de las corrientes superficiales al oeste de Groenlandia.» «Carta sinóptica de las divisiones sectoriales en la zona de Holsteinsborg.»
En la parte superior, cerca del mamparo, han puesto tres fotografías. Dos de ellas son fotografías aéreas en blanco y negro. La tercera parece un detalle fractal de Mandelbrot sacado por una impresora de color. Las tres tienen el mismo contorno en el centro. Una figura que se curva, con forma cuasi circular, alrededor de una abertura. Como un feto de cinco semanas que se dobla en forma de pez alrededor de la vejiga respiratoria.
Intento abrir los archivadores pero están cerrados con llave. Estoy echándoles un vistazo a los libros cuando se oye una puerta en algún lugar de la misma cubierta. Apago la lámpara y me echo al suelo. Se abre y se cierra otra puerta y se hace el silencio. Pero la cubierta ya no parece dormida. En algún lugar hay gente despierta. No es necesario mirar el reloj. Tengo tiempo de sobra pero me faltan nervios para seguir.
Tengo la mano en la escotilla de salida cuando alguien sube por las escaleras. Retrocedo de espaldas por el pasillo. Una llave es introducida en la cerradura. Hay un momento de asombro cuando ese alguien descubre que la escotilla no está cerrada. Empujo la puerta de la cocina, entro y la cierro detrás de mí. Los pasos se aproximan por el pasillo. Tal vez sean algo cautelosos, inquisitorios; tal vez alguien se esté extrañando de que la escotilla no estuviera cerrada con llave; tal vez tengan previsto inspeccionar la cubierta. Tal vez tenga visiones, tal vez me lo esté imaginando todo. Me subo a la mesa de la cocina y me meto en el montacargas. Cierro las contrapuertas pero es imposible acabarlas de cerrar desde dentro.
La puerta que da al pasillo se abre y después se enciende una luz. En el suelo, delante del resquicio que no he podido cerrar, está Seidenfaden, en ropa de abrigo, todavía con los cabellos azotados por el viento tras una vuelta por la cubierta. Se dirige hacia la nevera y desaparece fuera de mi campo visual. Hay como un silbido de algún líquido carbonatado y vuelve a entrar en mi campo de visión. Está de pie, bebiéndose una cerveza directamente de la lata.
En ese mismo momento en que su rostro parece lleno de satisfacción introvertida y él está a punto de toser, sus ojos se dirigen a donde estoy yo, pero, sin embargo, no me ven. En ese instante, el montacargas empieza a zumbar, sonoro y crujiente.
No tengo espacio para estremecerme. Todo lo que puedo hacer es sacarle el corcho al destornillador y prepararme para ser descubierta dentro de dos segundos.
Entonces desciende el montacargas.
Sobre mi cabeza, en la oscuridad, las puertas del pequeño ascensor se abren. Pero yo ya estoy lejos, estoy bajando.
Ruego porque sea Jakkelsen quien haya percibido un movimiento en el hueco del ascensor y, desafiando mi prohibición, me haya enviado hacia abajo. Espero que todo esté a oscuras cuando se abran las puertas. Y que las manos temblorosas de Jakkelsen estén allí para sujetarme cuando salga del cubículo.
Me detengo, las puertas se abren. Fuera está todo oscuro.
Algo frío y húmedo presiona mi muslo. Algo es depositado sobre mi regazo. Algo se mete debajo de mis rodillas. Entonces se vuelven a cerrar las puertas, el montacargas empieza a zumbar, un motor se pone en marcha y yo me elevo en la oscuridad.
Me paso el destornillador a la mano izquierda y agarro la linterna con la derecha. Por un instante, la luz de la linterna me deslumbra, entonces vuelvo a poder ver.
A cinco centímetros de mis ojos, contra mi cuerpo, se alza, de pie, fría y mojada, con diminutas gotas de agua, una botella Magnum con una etiqueta en la que pone «Möet & Chandon 1986 brut imperial Rosé». Champán rosado. En mi regazo tengo una copa de champán. Debajo de las rodillas entreveo el fondo arqueado de otra botella.
Doy por sentado que me encontraré, en cuanto se abran las puertas, envuelta en luz, cara a cara con Seidenfaden.
No es así. Cuento dos sacudidas y sé que he pasado la cubierta de botes. Me dirijo al puente de mando, a la sala de oficiales.
Hay una parada y posteriormente un silencio en el que no acaece nada. Intento abrir las puertas. Es prácticamente imposible hacerlo porque me lo impiden las botellas.
En algún sitio, se abre y se cierra una puerta. Entonces alguien enciende una cerilla. Consigo separar las puertas un centímetro. La vela está en un candelabro sobre la mesa grande del comedor donde estuve sirviendo hace un par de días. Ahora alguien la levanta y la transporta hacia mí.
Las puertas se abren. Tengo una mano contra la pared que hay detrás de mí para poder impulsarme con la mayor fuerza posible en el golpe. Estoy esperando a Toerk o a Verlaine. He pensado ir a por los ojos.
La luz me deslumbra porque está muy cerca. No se ve nada, salvo un contorno oscuro. Que saca primero una botella y luego otra. Cuando retiran la copa, una mano me palpa la cadera durante un instante.
De la sala me llega un sonido ahogado de sorpresa.
El rostro de Kützow baja hasta donde estoy yo. Nos miramos a los ojos. Esta noche, sus ojos son saltones, como si hubiera sido atacado por la enfermedad de Graves-Basedow en su forma aguda. Pero no está enfermo en el sentido habitual. Está borracho como una cuba.
– ¡Jaspersen! -exclama.
Entonces ambos reparamos en el destornillador. Está dirigido contra un punto entre sus ojos.
– Jaspersen -vuelve a decir.
– Una reparación menor -le digo.
Me resulta difícil hablar porque la postura encogida dificulta la respiración.
– Yo soy quien se encarga de las reparaciones a bordo.
Su voz es grave aunque pastosa. Logro sacar la cabeza por el portillo.
– Veo que también te encargas de las existencias de vino. Esto les interesará a Urs y al capitán.
Se sonroja, en un cambio de color lento pero, sin embargo, amplio, hacia el violeta.
– Puedo explicarlo.
Dentro de diez segundos empezará a pensar. Saco un brazo.
– No tengo tiempo -le digo-. Debo seguir con el trabajo.
En ese mismo instante, el montacargas desciende. A duras penas logro introducir el torso en él. Me da tiempo a notar una punzada de ira porque no hay un dispositivo de seguridad que impida que el montacargas se mueva mientras las puertas no estén cerradas.
También experimento en mi cabeza un descubrimiento total, una confrontación y un final catastrófico. Cuando llego a la cocina, mi fantasía ya no alcanza a más.
El montacargas no se detiene esta vez en la cocina. Prosigue su caída hacia abajo.
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