Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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– En la parte de atrás, por encima de la hélice, hay cuchillas que cortan el hielo. La máquina tiene una potencia de 6000 ihp como mínimo, lo suficiente como para que naveguemos a una velocidad de dieciséis o dieciocho nudos. Nos dirigimos al hielo. De eso no cabe duda. ¿No nos estaremos dirigiendo a Groenlandia?

No necesito contestarle para mantenerle en marcha.

– Además está la tripulación. Es un montón de mierda. Y están todos compinchados. Se conocen todos. Y tienen miedo, es imposible sacarles ni una sola palabra del porqué. Y también están los pasajeros que nunca vemos. ¿Por qué estarán en el barco?

Vuelve a dejar el puro. En realidad, no ha llegado a disfrutar de él en ningún momento.

– Y además estás tú, Smila. He navegado en muchos barcos de cuatro mil toneladas. Nunca han llevado a una camarera. Y menos aún a una que se comporta como si fuera la reina de Saba.

Recojo su puro y lo dejo caer en mi cubo. Se apaga con un pequeño silbido.

– Estoy limpiando -le digo.

– ¿Qué fin te ha traído a bordo, Smila?

No le contesto. No sé qué decir.

Hasta que la escotilla de la sala de máquinas no se cierra detrás de mí no noto lo enervante que ha sido el ruido. El silencio resulta bienhechor y reparador.

Verlaine, el contramaestre, está de pie sobre el rellano de en medio, apoyado en el mamparo. Instintivamente le doy la espalda al pasar por su lado.

– ¿Se ha perdido?

Del bolsillo de la camisa saca un puñado de arroz y se lo lleva a la boca. No se le cae ni un solo grano y no queda nada en sus manos, el movimiento entero es limpio y rutinario.

Tal vez debería intentar soltarle alguna excusa pero odio que me sometan a interrogatorios.

– Simplemente descaminada.

Cuando ya he llegado unos peldaños más arriba, de pronto me acuerdo de algo.

– Señor contramaestre -añado-. Simplemente descaminada, señor contramaestre.

3

Le doy al despertador con la palma de la mano. Sale disparado a través del camarote como un proyectil, choca contra los coladores de la puerta y cae al suelo.

No me siento cómoda con los fenómenos que son para siempre, perpetuos. Las penas de cárcel, los contratos matrimoniales, los contratos de trabajo indefinidos. Los intentos de inmovilizar partes de la vida y, de esta manera, dejarlas fuera del alcance del paso del tiempo. Todavía peor, cuando se trata de aquello que está destinado a perdurar para la eternidad. Como, por ejemplo, mi despertador. Eternity clock . Así era como lo llamaban. Lo saqué del panel de instrumentos destrozado del vehículo lunar de la NASA después de que quedara totalmente siniestrado sobre el Indlandsis. No soportó, como tampoco lo soportaron los mismos americanos, la helada de 55 °C bajo cero y los vientos de una velocidad que superaba con creces la escala Beaufort.

No se dieron cuenta de que cogí el reloj. Lo tomé para tener un recuerdo y probar que en mi seno no crecen las flores eternas, que conmigo ni siquiera el programa espacial americano tiene más de tres semanas de vida.

Hace ya diez años que lo tengo. Diez años en los que no ha recibido otro trato que no fuera la brutalidad y las duras palabras. Me contaron que lo podía meter en las llamas de un soplete cortador, hervirlo en ácido sulfúrico y sumergirlo en la fosa de las Filipinas y, pese a todo, seguiría marcando la hora como si nada hubiera ocurrido. Para mí esta afirmación fue una grave provocación. En Qaanaaq nos parecían bonitos los relojes de pulsera. Algunos cazadores se los ponían como adorno. Pero en ningún momento pensamos dejarnos regir por ellos.

Eso fue lo que dije a Gil, que era quien conducía. (Yo iba en la cabina de observación y debía informarle cuando el color de la nieve eterna oscurecía o se blanqueaba demasiado, lo cual significaba que no aguantaría, sino que se abriría y dejaría que la tierra se tragara quince toneladas del estúpido sueño americano por llegar a la luna en una grieta azul y verde brillante de treinta metros de profundidad, que en el fondo se aguza acabando en punta y que comprime cualquier cosa que caiga en ella en un abrazo hermético y a treinta grados bajo cero.) En Qaanaaq nos regimos por el tiempo que hace, le dije. Nos regimos por los animales. Por el amor. La muerte. Y no por un pedazo de chapa mecanizada.

Entonces sólo tenía veinte años. A esa edad es posible mentir, incluso mentirse a sí misma, con mayor seguridad y confianza. En realidad, ya hacía mucho tiempo, mucho antes de mi nacimiento, que el sistema horario europeo había llegado a Groenlandia. Llegó con los horarios de apertura y cierre de la Compañía Mercantil de Groenlandia, los plazos de pago, los oficios eclesiásticos y el trabajo remunerado.

Intenté golpear el reloj con un mazo. Quedaron marcas en el mazo, por lo que he tenido que rendirme. Ahora me limito a tirarlo al suelo de un manotazo y allí se queda cantando, inmutable y electrónico, ahorrándome así el mal trago de tener que presentarme en el puente sin haberme lavado la cara con agua fría y sin haberme pintado los ojos.

Son las 2:30. Nos encontramos en el norte del océano Atlántico, en medio de la noche. Alrededor de las 22 horas, la voz de Lukas, sin previo aviso, excepción hecha de un verde destello solitario, ha salido del intercomunicador que hay encima de mi cama. Ha sido como una pequeña invasión en mi pequeño habitáculo.

– Jaspersen. Tendrá que servir café en el puente a las tres de la mañana.

Hasta que el despertador no choca contra el suelo no se pone en marcha. Me he despertado por mí misma. Despertada por la sensación de una actividad atípica. Han sido suficientes las veinticuatro horas pasadas a bordo para que el ritmo del Kronos se convirtiera en el mío. Un barco en el mar es silencioso de noche. Naturalmente, la máquina da sacudidas, las olas tendidas y altas lamen los costados del barco y, de vez en cuando, la proa rompe un bloque de cincuenta toneladas de agua, transformándolo en un fino polvo líquido. Pero, sin embargo, son rumores regulares y, cuando éstos se repiten las suficientes veces, se convierten en silencio. Sobre el puente, las guardias se van relevando, en algún lugar, un reloj da las horas. Pero los hombres duermen.

Este decorado se ve ahora enturbiado por la agitación. Se oyen las pisadas de botas en los pasillos, puertas que se cierran estrepitosamente, voces, ruidos que salen de los altavoces y un lejano zumbido de los cabrestantes hidráulicos.

De subida al puente de mando, saco la cabeza a la cubierta. Está a oscuras. Oigo pasos y voces pero no hay ninguna luz encendida. Me adentro en la oscuridad.

No llevo ropa de abrigo. La temperatura está cerca de los cero grados, el viento sopla de popa y el cielo está encapotado y amenazante. El oleaje no se hace visible hasta que no rompe contra los costados pero, sin embargo, los senos de las olas parecen tan largos como campos de fútbol. La cubierta está lisa y pringosa por el agua salada. Me pongo al abrigo de la regala, en parte por el frío y el viento y en parte para, en la medida de lo posible, evitar ser vista.

Cerca de la lona que cubre el LMC, paso junto a una silueta en la oscuridad. De proa llega una luz débil. Proviene de la bodega de proa. Las tapas han sido retiradas y han colocado una barandilla alrededor del agujero. Desde las dos plumas de popa del puntal de proa corren dos cables que se adentran en la abertura. Por encima de la barandilla, a proa y a popa, hay un cabo grueso de nailon. No se ve a nadie.

La bodega es sorprendentemente profunda y está iluminada por cuatro fluorescentes, uno en cada mamparo. Diez metros más abajo, sobre la tapa de un enorme contenedor de metal, está sentado Verlaine. En cada una de las esquinas del contenedor han colocado un receptáculo de fibra de vidrio blanco que recuerda a los que suelen contener los botes salvavidas hinchables.

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