Siempre me ha gustado limpiar. Aunque en el colegio intentaran educarnos en la pereza.
Durante el primer semestre la mujer de uno de los cazadores nos impartió las clases en el poblado. Un día de verano vinieron del internado y quisieron llevarme con ellos a la ciudad. Eran un sacerdote danés y un catequista de Groenlandia Occidental. Daban órdenes sin mirar nuestras caras. Nos llamaban avanersuarmiut , gente del norte.
Moritz me obligó a irme. Mi hermano se había hecho demasiado mayor y tozudo para él. El internado estaba en Qaanaaq, en medio de la ciudad. Permanecí allí durante cinco meses, hasta que mi belicosidad maduró lo suficiente como para poder negarme.
En el colegio nos servían todas las comidas. Nos bañábamos en agua caliente cada día y nos cambiábamos de ropa cada dos. En el poblado solíamos bañarnos una vez a la semana y con mucha menos frecuencia, cuando íbamos de caza o viajábamos. Yo estaba acostumbrada a ir a por kangirluarhuq , grandes bloques de hielo, en el glaciar, al otro lado de las colinas rocosas, y transportarlos de vuelta a casa en sacos, derritiéndolos luego sobre la estufa. En el internado abrían un grifo. Cuando llegaron las vacaciones de verano, todos, alumnos y maestros, nos fuimos a Herbert Island, donde visitamos a los cazadores y, por primera vez en mucho tiempo, comimos carne de foca y tomamos té. Entonces fue cuando noté la parálisis. No sólo en mí, sino también en los demás. No había manera de que nos incorporáramos, de que nos esforzáramos, ya había dejado de ser algo natural para nosotros coger agua, jabón neutro y un paquete de Neogene y ponernos a lavar las pieles. Nos habíamos desacostumbrado a lavar la ropa y era imposible reunir las fuerzas necesarias para cocinar. Cuando había alguna pausa en las labores, nos deslizábamos hacia un letargo similar al sueño en el que deseábamos que alguien se hiciera cargo, nos sustituyera, nos liberara de nuestras obligaciones e hiciera lo que nosotros mismos deberíamos haber hecho.
Cuando finalmente entendí adónde llevaba todo eso, desafié por primera vez la voluntad de Moritz y volví a casa. También constituyó una vuelta a la relativa satisfacción en el trabajo.
Es la misma satisfacción relativa que tengo en este momento, mientras paso el aspirador por los camarotes de la cubierta superior del Kronos , la cubierta de la tripulación. La misma sensación de tranquilidad que tenía cuando arreglaba las redes en mi infancia.
El orden impera en todos y cada uno de los camarotes. Aquellos que, como yo misma, se las arreglaron para sobrevivir a los internados de mi vida, eran también quienes entendieron que si únicamente dispones de unos pocos metros cuadrados para ti mismo y tus sentimientos más profundos, entonces, en esta mínima estancia privada, deberá reinar el orden más estricto, para así poder resistir a la presión externa que te incita a la renuncia, el abandono, la descomposición y la destrucción.
A su manera, Isaías también poseía esta minuciosidad, este sentido del orden. El mecánico también. La tripulación del Kronos la posee. Sorprendentemente, Jakkeisen también la posee.
En los mamparos ha colgado banderines, postales y pequeños souvenirs de América del Sur, de Oriente, Canadá e Indonesia.
Toda la ropa en el armario ha sido doblada y colocada cuidadosamente.
Introduzco la mano entre las pilas de ropa, tanteándolas. Quito el colchón y paso el aspirador por el cajón de la ropa de cama. Saco los cajones del escritorio; me pongo de rodillas y miro debajo de la mesa del escritorio; paso los dedos por el colchón para comprobar si hay algo dentro. Tiene el armario lleno de camisas, las repaso todas. Algunas de ellas son de seda lavada a la piedra. Tiene toda una colección de frascos de masajes para después del afeitado y agua de colonia, que desprenden un olor a alcohol, caro y dulce. Los destapo y vierto un poco del contenido en una servilleta de papel, con la que hago una bola que me meto en el bolsillo de la bata para, más tarde, tirarla en el retrete. Estoy buscando una cosa en concreto pero no la encuentro. Ni ésta ni nada que pueda ser de interés.
Devuelvo el aspirador a su sitio y desciendo por las escaleras, pasando por la segunda cubierta, las cámaras frigoríficas y las gambuzas, y, desde allí, continúo bajando por las escaleras que a un lado deben tener el guardacalor de la chimenea y al otro, un mamparo con la inscripción deep tank. Al final llego hasta la puerta que da a la sala de máquinas. En la mano tengo, a modo de excusa rápida, una fregona y un cubo y, en caso de que esto no fuera suficiente, siempre puedo recurrir al ya ensayado y, sin embargo, infalible y eficaz cuento de que, dado que soy una extraña, no puedo evitar perderme alguna vez.
La escotilla es pesada y está aislada. Cuando la abro, hace un ruido, en un primer momento, infernal. Salgo a una plataforma de acero desde la que arranca una pasarela que rodea, en lo alto, toda la sala de máquinas.
Sobre la cubierta, diez metros por debajo de donde estoy, sobre una plataforma ligeramente elevada, se yergue la máquina. Está dividida en dos partes: un motor principal con nueve culatas de cilindro descubiertas y un motor auxiliar de seis cilindros. A impulsos y rítmicamente, las válvulas pulidas trabajan como si fueran parte de un corazón palpitante. Todo el cuerpo del motor tiene, quizás, unos cinco metros de altura y doce metros de longitud, y, en conjunto, da la impresión de contener una abrumadora, aunque domesticada, furia. No se ve a nadie.
El acero de la pasarela está perforado y mis zapatillas de lona caminan directamente sobre el vacío que hay debajo de mí.
Por todos lados hay carteles que prohíben fumar en cinco idiomas. Unos metros más adelante hay una especie de hendidura por la que se filtra un velo azul de humo de cigarrillos. Jakkeisen está sentado en una silla plegable con los pies encima de una mesa de trabajo fumando un puro. A un centímetro por debajo de su labio inferior un hematoma ocupa todo lo ancho de la boca. Me apoyo contra la mesa para poder hacerme discretamente con la llave inglesa que está allí encima.
Jakkeisen baja los pies, deja el puro en el borde de la mesa y su rostro se ilumina en una sonrisa amplia.
– Smila. Justamente estaba pensando en ti.
Suelto la llave inglesa. Su ansiedad y desasosiego lo han abandonado momentáneamente.
– Tengo la espalda destrozada, ¿sabes? En otros barcos se lo toman con calma mientras navegan. Aquí empezamos a las siete de la mañana. Quitando el óxido, ayustando los cables de acero de amarre, pintando, descascarillando y puliendo el latón. ¿Cómo pretenden que mantenga mis manos presentables cuando me obligan a ayustar cables cada día?
No digo nada. Ensayo el silencio con Bernard Jakkeisen. Lo soporta bastante mal. Incluso ahora, cuando el buen humor le acompaña, es fácil percibir el nerviosismo que subyace en todo momento.
– ¿Cuál es el destino de este viaje, Smila?
Me limito a esperar.
– He navegado durante los últimos cinco años y nunca me había pasado nada igual. Está prohibido el consumo de alcohol. Tenemos que llevar uniforme. Nadie puede subir a cubierta. E incluso Lukas dice que no sabe adónde nos dirigimos.
Vuelve a coger el puro.
– Smila Qaavigaaq Jaspersen. Debe de ser un apellido groenlandés…
Debe de haber visto mi pasaporte. Que está en la caja fuerte del barco. Da que pensar.
– He estado echándole un vistazo al barco. Lo sé todo sobre barcos. Éste está provisto de un doble casco y cables rompehielos que corren a través de toda la eslora del barco. En la parte delantera, las planchas son lo suficientemente gruesas como para resistir una granada antitanque.
Me observa con una mirada astuta.
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