Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Yo voy delante. Subimos tres cubiertas hasta llegar al puente de mando. A la derecha de las escaleras está el cuarto de derrota, detrás de dos enormes portillos. La estancia está a oscuras, pero unas bombillas rojas relucen sobre las cartas náuticas desplegadas. Entramos en el puente de mando.

Está a oscuras. Pero debajo de nosotros, a la luz de un solitario foco de cubierta, setenta y cinco metros más adelante en la oscuridad, se extiende la cubierta del Kronos . Dos puntales de sesenta pies con pesadas plumas de carga. Cada una provista de cuatro poleas; donde arrancan las escaleras que llevan al castillo de proa, corta y un poco elevada, hay una pequeña sala de control de los puntales. Entre los palos, sobre la cubierta, un perfil rectangular debajo de una lona, donde varias pequeñas figuras azules trabajan en el aseguramiento de unas correas de goma largas y transversales. Quizá se trate del LMC, el vehículo de desembarco desechado por el ejército. Sobre el castillo de proa, un enorme cabrestante para el ancla y una escotilla dividida en cuatro sobre la bodega. A lo largo de la regala, un foco blanco cada treinta pies. Además, bocas de incendios, aparatos extintores de espuma, equipos salvavidas. Aparte de esto, nada. La cubierta está despejada, lista y en buen orden.

Y ahora también desierta. Mientras he estado mirando, las figuras de azul han desaparecido. La luz se apaga, la cubierta desaparece. A lo lejos, delante de mí, donde la proa rompe contra el agua, aparecen de pronto blancas protuberancias de agua atomizada. A ambos lados del barco, sorprendentemente cerca, surgen las luces de las costas. Inmediatamente delante y detrás de nosotros, se cruzan los pequeños ferrys. En medio de la lluvia, la luz amarilla de los focos hace que el castillo de Kronborg parezca una cárcel moderna y desconsoladora.

De la oscuridad del espacio surgen dos imágenes verdes de radar que dan vueltas lentamente. Un punto rojo de luz mate en una gran brújula de burbuja líquida. En medio del portillo, con una mano sobre la rueda del timón manual, hay una silueta que nos da la espalda. Es el capitán Sigmund Lukas. Detrás de él hay una figura erguida e inmóvil. A mi lado, Jakkeisen se balancea inquieto sobre las plantas de los pies.

– Pueden irse.

Lukas ha hablado en voz baja, sin darse la vuelta. La silueta que está detrás de él se desliza por el hueco de la puerta y Jakkeisen la sigue inmediatamente. Por un rato, su recelo y obstinación desaparecen de sus movimientos.

Lentamente, mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad y, de la nada, surgen los instrumentos, entre los cuales hay algunos que conozco y otros que no, pero sobre los que pesan, indistintamente, mi recelo y desentendimiento, porque pertenecen al mar abierto. Nunca me he acercado a ellos, ni he querido entenderlos. Para mí simbolizan una cultura que ha depositado una capa de inanimación entre sí misma y el reto de intentar averiguar la posición en la que te encuentras.

Los cristales líquidos del ordenador SATNAV, la radio de onda corta, las consolas del LORAN C, un sistema de radiogoniometría que nunca he llegado a entender. Los números rojos de la sonda acústica. La consola del sonar de navegación. El indicador de escora. Un sextante sobre su soporte. Paneles de instrumentos. El teléfono que comunica con la sala de máquinas. Las vistas claras. Un radiogoniómetro. El piloto automático. Dos paneles con un voltímetro y leds de control. Y por encima de todo, el rostro alerta y hermético de Lukas.

Del VHF sale un crujido incesante. Sin desplazar la mirada, Lukas alarga la mano y la apoya. Se calla.

– Usted se encuentra a bordo porque necesitábamos una camarera. O stewardesse , como lo llaman ahora. No por otra razón. La conversación que mantuvimos fue estrictamente de carácter laboral, nada más.

Con mis enormes botas de agua y mi jersey demasiado grande me siento como una colegiala ante el director del colegio. Ni una sola vez se digna a mirarme.

– No nos han comunicado el lugar al que nos dirigimos. Nos lo notificarán más adelante. Hasta entonces, nos limitaremos a ir en dirección norte.

Lo noto cambiado. Son sus cigarrillos. Faltan. Tal vez sea que no fuma a bordo. Tal vez navegue para librarse de las mesas de juego y de los cigarrillos.

– El piloto Sonne le acompañará en una ronda por el barco y le señalará sus tareas. Además de ligeros trabajos de limpieza, se encargará de la lavandería del barco. Asimismo, servirá, excepcionalmente, la mesa de los oficiales.

Lo que me pregunto es por qué me ha aceptado en su barco.

– Ha oído lo que le he dicho, ¿no? Tiene que entender que navegamos sin saber adónde.

Sonne me está esperando detrás de la puerta. Joven, conecto, con el pelo corto. Bajamos un piso hasta llegar a la cubierta. Se da la vuelta encarándome, baja la voz y me mira con el rostro serio.

– En este viaje tenemos representantes de los armadores a bordo. Ocupan los camarotes de cubierta. La entrada a esa sección está terminantemente prohibida. A no ser que sea requerida para servir. Si no, no. Nada de limpieza, nada de recados. Continuamos hacia abajo. En la cubierta de paseo está la lavandería, el secadero, el pañol para la ropa de cama. En la cubierta superior, donde está mi camarote, se encuentran la zona habitable, los camarotes del jefe de la sala de máquinas y del electricista, el comedor, la sala de oficiales, la cocina. En la segunda cubierta están la cámara frigorífica para los alimentos, la gambuza, dos talleres, la cámara de CO 2. Todo esto se encuentra en la superestructura y debajo de ésta. Delante de ésta y más allá se encuentran la sala de máquinas, los tanques laterales, los túneles y la bodega.

Le sigo hasta la cubierta superior. A través del pasillo, pasando por mi propio camarote. Detrás de todo, en el lado de estribor, está la sala de oficiales. Abre la puerta de un empujón y entramos.

Me tomo mi tiempo y contabilizo a once personas en el pequeño salón. Cinco daneses, seis asiáticos. Dos de los asiáticos son mujeres. Tres de los hombres parecen niños pequeños.

– Smila Jaspersen, la nueva camarera.

Siempre ha sido así. Yo estoy en la puerta, sola, los demás están sentados delante de mí. Tal vez se trate de una escuela, tal vez de la universidad, tal vez de cualquier otra congregación. No es seguro que tengan algo en contra de mí directamente, también puede ser que les dé igual, pero, no obstante, casi siempre parece que prefieren librarse de mí de una u otra manera.

– Verlaine, nuestro contramaestre. Hansen y Maurice. Ellos tres dirigen la cubierta. María y Fernanda, asistentas.

Son las dos mujeres.

En la puerta de la cocina hay un hombre grande y gordo con un traje blanco de cocinero y con una barba rojiza.

– Urs. Nuestro cocinero.

Todos tienen un aire apagado y disciplinado. Excluyendo a Jakkeisen. Está apoyado en la pared debajo del cartel de prohibido fumar con un cigarrillo en la boca. Ha cerrado uno de los ojos por el humo, con el otro me observa pensativo.

– Éste es Bernard Jakkeisen -dice el piloto. Vacila durante unos instantes-. También trabaja en cubierta.

Jakkeisen lo ignora.

– Jaspersen deberá mantener el orden en nuestros camarotes -dice-. Le llevará mucho trabajo limpiar para once marineros y cuatro oficiales. Yo, personalmente, tengo la costumbre de dejar caer los trastos en el suelo, ¿sabe?

Como mis botas de agua son demasiado grandes, se me han bajado los calcetines hasta los talones. Es imposible llevar una vida digna y humana con los calcetines caídos hasta los talones. Sobre todo cuando además estás cansada y asustada. Y ahora se ríen todos. No es una risa amable. Pero de la figura delgada emana tal aire de dominio que somete a todos los demás en la estancia.

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