Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Nadie puede criarse en Qaanaaq sin navegar. Nadie puede, como he hecho yo, vivir como estudiante profesional, como avanzadilla de expediciones y como guía de Groenlandia del Norte sin verse obligada a salir a la mar. He estado a bordo de muchos barcos y durante mucho más tiempo del que me gusta recordar. Por regla general y siempre que no esté sobre la cubierta de un barco, logro reprimir el recuerdo.

Desde que subí a bordo, hace ya algunas horas, el proceso de derrumbamiento se ha puesto en marcha. Mis oídos han empezado a zumbar, en mis mucosas acontecen extraños e inexplicables desplazamientos de líquidos. Soy incapaz, a estas alturas, de señalar con seguridad los puntos cardinales. Sobre mi mesa, Aajumaaq espera paciente que baje la guardia, descubriéndome.

Me aguarda justo al otro lado de la puerta que lleva al sueño y, cada vez que escucho que mi propia respiración se hace más pesada y sé que estoy dormida, no me deslizo, introduciéndome en la obliteración pacífica de la realidad que necesito, sino que caigo en una nueva y peligrosa claridad al lado del espíritu auxiliador; ese perro con tres garras en cada pata, agrandado y amplificado en las fantasías de mi madre y, desde entonces, desde que era una niña, inoculado en mis pesadillas.

Hace, tal vez, una hora que pusieron en marcha la máquina y que yo, a lo lejos, más que oír, sentí el cabrestante del ancla y el crujido de las cadenas, pero estoy demasiado cansada como para estar despierta y demasiado tensa para dormir y, al final, mi único deseo es que llegue una interrupción.

Ésta llega cuando se abre la puerta. Nadie ha llamado y tampoco he oído pasos avisadores. Se ha acercado hasta la puerta con pasos sigilosos, la ha abierto de golpe e introduce su cabeza en mi camarote.

– El capitán quiere verte en cubierta.

Se queda de pie allí para que me resulte difícil salir de la cama y vestirme, para obligarme a destaparme. Envuelta en el edredón, me deslizo hasta los pies de la cama y le doy una patada a la puerta, dándole el tiempo justo de retirar la cabeza.

Jakkeisen. Se llama Jakkeisen. Probablemente también tenga un nombre, pero en el Kronos sólo se emplean los apellidos.

Me he quedado en medio de la lluvia hasta que la lancha con la silueta de Lander ha desaparecido. Dado que no veo a nadie por allí cerca, intento levantar mi caja yo misma, pero me veo obligada a rendirme porque no puedo subirla por la escala real. La abandono y trepo en la oscuridad de la lámpara solitaria. La escala termina en un portalón de descarga. Dentro, una luz tenue y mate ilumina un pasillo verde situado a la altura de la segunda cubierta. Guarecido de la lluvia, con los pies encima de una caja de cables, está sentado un chico fumándose un cigarrillo.

Lleva zapatos de trabajo con las punteras reforzadas, pantalones de faena y jersey de lana azul, y es demasiado joven y demasiado delgado para ser marinero.

– Te he estado esperando. Jakkeisen. Sólo empleamos los apellidos aquí. Por orden del capitán.

Me observa detenidamente.

– Arrímate a mí, porque yo puedo hacer mucho por ti, ¿de acuerdo?

Tiene un velo de pecas cubriéndole la nariz, su cabello es rojo y rizado y sus ojos, entornados por el humo del cigarrillo, son perezosos, escudriñadores, descarados. Quizá tenga diecisiete años.

– Para empezar, podrías buscar mi equipaje.

Se mueve a regañadientes, deja caer el cigarrillo sobre la cubierta donde sigue ardiendo.

Sólo a duras penas logra subir la escala con la caja a cuestas. La deja sobre la cubierta.

– Tengo la espalda destrozada, ¿vale?

Se adelanta, con pasos despreocupados, arrastrando los pies y con las manos detrás de la espalda. Yo le sigo con la caja. Una vibración apagada y persistente que proviene de las enormes máquinas atraviesa el casco como una especie de recordatorio de que la partida es inminente.

Llegamos a la cubierta superior por una escalera. Aquí, el olor a diesel cede y el aire sabe a lluvia y a frío. Hay un pasillo que a la derecha es una pared blanca y a la izquierda, una hilera de escotillas. Una de ellas está destinada a mí.

Jakkeisen la abre, da un paso a un lado para que yo pueda entrar, me sigue, cierra la puerta y se apoya en ella.

Aparto la caja a un lado y me siento sobre el catre.

– Jaspersen. Según la lista, te llamas Jaspersen.

Abro el armario.

– ¿Qué te parece si echamos un polvete rápido?

Estoy considerando si he oído bien.

– Las mujeres se vuelven locas por mí.

Le sobreviene un estado ansioso y anhelante. Me levanto de la cama. Hay que evitar, por encima de todo, dejarse sorprender.

– Es una buena idea -le contesto-. Pero dejémoslo para el día de tu cumpleaños. Cuando cumplas los cincuenta.

Parece decepcionado.

– Para entonces tú tendrás noventa. Entonces no me interesa.

Me guiña el ojo y se va.

– Conozco el mar, ¿de acuerdo? Mantente a mi lado, Jaspersen.

Entonces cierra la puerta.

Deshago mi equipaje. El baño está en el pasillo. El agua que sale del grifo del agua caliente está hirviendo. Me quedo bajo la ducha durante largo tiempo. Después me unto con aceite de almendras y me pongo ropa deportiva. Cierro la puerta con llave y me meto debajo del edredón. El mundo puede venir a buscarme si me necesita para algo. Cierro los ojos y me hundo. A través del portón. Sobre la mesa, Aajumaaq aparece lentamente. En mis sueños, soy consciente de que es un sueño. A una edad determinada, en un punto determinado de tu vida, sobreviene algo medianamente reconciliador y conocido, incluso en tus pesadillas. Es, más o menos, el punto al que he llegado yo.

Entonces el ruido de las máquinas se acrecienta e izan el ancla. El Kronos se mueve. En ese momento Jakkeisen abre la puerta.

Sé que la he cerrado con llave. Tomo nota de que debe de tener una llave. Es un pequeño detalle que vale la pena tener en cuenta.

– Tu uniforme -me dice desde el otro lado de la puerta-. Llevamos uniforme.

En el armario hay pantalones azules que son demasiado grandes, camisetas azules que son demasiado grandes, una bata que es demasiado grande, que carece de forma y parece un saco de harina, y un jersey azul de lana. Abajo de todo hay unas botas altas de agua, lo suficientemente espaciosas como para permitirme crecer. A poder ser, unas cinco o seis tallas, si alguna vez quiero llegar a rellenarlas.

Jakkeisen me está esperando fuera. Me examina de arriba abajo por encima del humo de su cigarrillo pero no dice nada. Sus dedos tamborilean contra el mamparo, hay un nuevo nerviosismo en él. Se adelanta.

Al final del pasillo tuerce a la izquierda y sube por las escaleras hasta llegar a las cubiertas superiores. Pero yo tuerzo a la derecha y salgo a la cubierta, por lo que se ve obligado a seguirme.

Me pongo al lado de la borda. El aire está saturado de fría humedad, el viento es fuerte y sopla en golpes intermitentes. No obstante, se vislumbra una luz a lo lejos.

– Helsingoer-Helsingborg. Las aguas más densamente transitadas, ¿no? La línea del Sund, ferrys, la marina, el tráfico de contenedores. Cada tres minutos hay un barco que cruza de un lado a otro. No existe otro lugar como éste. El estrecho de Mesina, ¿sabes?, he estado allí muchas veces, no es nada en comparación. Esto sí que tiene movimiento. Y con un tiempo como éste, hay perturbaciones en los radares. Es como navegar en un submarino a través de una sopa de leche agria.

Sus dedos tamborilean nerviosamente sobre la regala, pero sus ojos se clavan en la oscuridad con algo que parece entusiasmo.

– Pasamos por aquí cuando estuve en la Escuela Náutica. En un barco de tres palos. Sol, el castillo de Kronborg a babor y las chicas del Club Náutico, que se excitaban cuando nos veían, ¿o no?

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