John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Madre Bendita reía en silencio, se burlaba de ella.

– Pobre niña. Cuánto lo siento… ¿Es eso lo que quieres oír? ¿Esperas que te compadezca? ¿Yo? ¿Crees que las cosas eran distintas cuando yo era una cría? ¡Maté a mi primer mercenario de la Tabula con una escopeta de cañones recortados cuando solo tenía doce años! ¿Y sabes cómo iba vestida? ¡Con el vestido blanco de la comunión! Mi madre me lo puso para que me resultara más fácil llegar al altar y apretar el gatillo.

Durante unos segundos, Maya vio una sombra de dolor en los ojos de la mujer. Imaginó a una niña con el vestido de la comunión, de pie en medio de una gran catedral, salpicada de sangre. El instante pasó, y la furia de Madre Bendita pareció aumentar.

– Soy una Arlequín, igual que tú -dijo Maya-. Y eso significa que no puedes ir por ahí dándome órdenes.

Madre Bendita desenfundó la espada, la blandió en el aire con las dos manos, hizo una finta espectacular y la apuntó al suelo.

– Harás lo que yo te diga. Tu relación con Gabriel ha terminado. No volverás a verlo.

Maya levantó la mano derecha lentamente para demostrar que no se disponía a atacar. A continuación sacó su espada de la funda y la sostuvo con la punta hacia arriba y la hoja, plana, contra su pecho.

– Llama mañana al capitán Foley, y él nos sacará de esta isla. Yo seguiré protegiendo a Gabriel; y tú, a su padre.

– Este asunto no admite discusión ni componendas. Te someterás a mi autoridad.

– No.

– Te has acostado con un Viajero y estás enamorada de él. Esc tipo de emociones lo pone en peligro. -Madre Bendita alzó la espada-. He vencido a mi propio miedo, por eso puedo despertar el miedo en los demás. Puesto que mi vida no me importa, son mis enemigos los que mueren. Tu padre intentó enseñarte todo esto, pero tú eras demasiado rebelde. Quizá yo consiga que me escuches.

Madre Bendita extendió la pierna izquierda. Fue un movimiento grácil y elegante, como el comienzo de una danza. Entonces, la Arlequín irlandesa se lanzó hacia delante y atacó con rápidos movimientos de manos y muñecas. Golpeó y lanzó os-tocadas sin piedad mientras Maya intentaba defenderse. Las llamas de las velas titilaron, y el ruido de las espadas rasgó el silencio de la capilla.

A pocos metros del altar, Maya se arrojó hacia el otro extremo de la sala como un nadador se zambulliría en una piscina, dio una voltereta, se levantó de un salto y alzó la espada de nuevo.

Madre Bendita reanudó su ataque y empujó a Maya poco a poco contra la pared. La Arlequín irlandesa lanzó una estocada hacia la derecha, desvió el golpe en el último momento, cruzó su espada con la de Maya y se la arrancó. El arma salió volando por los aires y cayó en el otro extremo de la estancia.

– Te someterás a mi autoridad -dijo Madre Bendita-. Te someterás o asumirás las consecuencias.

Maya se resistió a hablar.

Sin previo aviso, Madre Bendita le hizo tres rápidos cortes, en el torso, en el brazo y en la mano izquierda. Para Maya fue como si le hubiera quemado la piel. Miró a los ojos de la Arlequín y comprendió que el siguiente movimiento de su espada acabaría con su vida. Permaneció en silencio hasta que un pensamiento poderoso barrió su orgullo.

– Déjame ver a Gabriel una última vez.

– No.

– Te obedeceré, pero necesito decirle adiós.

Capítulo 22

La Fundación Evergreen ocupaba un bloque de oficinas en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison Avenue, en Manhattan. La mayoría de los empleados creían que trabajaban para una organización sin ánimo de lucro que concedía becas para la investigación y administraba el talento. Solo un pequeño equipo de personas con despacho en los ocho pisos superiores estaban al cargo de las actividades públicas de Brethren.

Nathan Boone cruzó la puerta giratoria y entró en el vestíbulo de recepción. Echó una mirada a la fuente decorativa y al bosquecillo de píceas artificiales situado cerca de las ventanas. Los arquitectos habían insistido en poner plantas vivas, pero todas las que habían plantado habían muerto, dejando una fea alfombra de agujas marchitas. La solución consistió en instalar unos cuantos árboles artificiales dotados de un complejo sistema que desprendía un leve aroma a pino. Parecían más reales que los que crecían en los bosques.

Boone se acercó al mostrador de seguridad, se situó en un pequeño cuadrado amarillo y dejó que el vigilante le escaneara los ojos. Una vez verificada su identidad, el hombre comprobó la pantalla del ordenador.

– Buenas tardes, señor Boone. Está usted autorizado para subir a la decimoctava planta.

– ¿Alguna otra información?

– No, señor. Es todo cuanto pone aquí. El señor Raymond, aquí presente, lo acompañará hasta el ascensor.

Boone siguió a un guardia hasta el ascensor del fondo. Entraron, el hombre pasó una tarjeta de identidad ante un sensor y salió justo antes de que las puertas se cerraran. Mientras la cabina subía, la cámara de vigilancia del interior le escaneó el rostro y contrastó el resultado con los datos biométricos de la base de datos de la Fundación Evergreen.

Aquella mañana, Boone había recibido un correo electrónico que le pedía que se reuniera con los miembros del comité ejecutivo de la Hermandad, lo cual era muy infrecuente. En los dos últimos años, Boone solo se había reunido con el comité cuando Nash estaba al frente de la reunión. Por lo que sabía, el general seguía en Dark Island, en la bahía de San Lorenzo.

Las puertas del ascensor se abrieron y Boone salió a una sala de espera desierta. No había nadie en la mesa de la recepcionista, pero sí un pequeño altavoz en el mostrador.

– Buenos días, señor Boone. -La voz provenía de un ordenador, pero sonaba como la de una persona de carne y hueso, la de una joven emprendedora y eficiente.

– Buenos días -contestó.

– Por favor, espere aquí. Le avisaremos cuando empiece la reunión.

Boone se acomodó en un sofá de ante, cerca de una mesa auxiliar. Nunca había estado en el piso dieciocho y desconocía qué clase de equipo estaba monitorizando sus acciones. Micrófonos de alta sensibilidad podían estar registrando los latidos de su corazón al tiempo que una cámara de infrarrojos controlaba los cambios de la temperatura de su piel. La gente que estaba enfadada o asustada tenía la piel más irrigada y un ritmo cardíaco más elevado. Un ordenador podía evaluar todos esos datos y predecir la posibilidad de una reacción violenta.

Se oyó un leve clic, y en el mostrador de recepción se abrió un cajón.

– Nuestros sensores nos han informado de que lleva usted una pistola -dijo la voz del ordenador-. Por favor, deposítela en el cajón. Le será devuelta tras la reunión.

Boone se acercó al mostrador y contempló el cajón vacío. Aunque hacía casi ocho años que trabajaba para la Hermandad, nunca le habían pedido que entregara su arma. Siempre había sido un empleado leal, en el que se podía confiar. ¿Acaso empezaban a dudar de él?

– Este es nuestro segundo aviso -dijo la voz-. Cualquier negativa a entregar el arma será considerada una violación de las normas de seguridad.

– El responsable de la seguridad soy yo -contestó Boone, que al acto recordó que estaba hablando con una máquina.

Se demoró unos segundos, con la única intención de reafirmar su independencia, y sacó la pistola de la sobaquera. Cuando la depositó en el cajón, tres haces de luz la cubrieron formando un triángulo. El cajón se cerró, y él regresó al sofá. No le importaba que la máquina lo hubiera escaneado, pero le molestaba que lo trataran como a un delincuente. Obviamente, el programa no había sido ajustado para mostrar distintos niveles de respeto.

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