John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Las clarisas descalzas no tenían más posesión que la cruz que llevaban al cuello. Vivían sin agua corriente, instalaciones sanitarias ni electricidad; no obstante, parecían hallar gran alegría en los pequeños placeres de la vida. Por el camino de regreso del embarcadero, la hermana Faustina había recogido flores de brezo, y en ese momento las colocó al borde de cada plato, como una pincelada de color, junto con un panecillo caliente y un trozo de mantequilla irlandesa. Todo estaba perfectamente dispuesto, como en el mejor de los restaurantes, y sin embargo sus gestos habían sido completamente naturales. Para las clarisas descalzas el mundo era hermoso, y negar ese hecho equivalía a negar a Dios.

Alice Chen bajó del dormitorio y devoró tres panecillos colmados de mermelada de fresa. Vicki y Maya, sentadas en un rincón, charlaban en voz baja y miraban de vez en cuando a Gabriel. Las monjas bebían té mientras conversaban acerca del correo que acababa de llegar con el capitán Foley. En sus oraciones, pedían por docenas de personas repartidas por todo el mundo, y hablaban de ellas -de la mujer con leucemia, del hombre con la pierna destrozada-como si fueran amigos íntimos. Las malas noticias eran recibidas con solemnidad, mientras que las buenas eran motivo de risas y celebración, como si fuera el cumpleaños de alguien.

Gabriel no dejaba de pensar en el cuerpo de su padre y en la sábana blanca que lo cubría, como las telarañas de un antiguo sepulcro. ¿Por qué permanecía su padre en otro dominio? No había forma de hallar respuesta a eso, pero entonces recordó que Madre Bendita les había hablado de la razón que había llevado a su padre hasta tan remoto lugar.

– Disculpen -dijo Gabriel-. Me gustaría entender por qué mi padre decidió venir aquí. Madre Bendita dijo algo de un manuscrito escrito por san Columba…

– Ese manuscrito está en la capilla -dijo la hermana Ruth-. Antes estaba en Escocia, pero fue devuelto a esta isla hace unos cincuenta años.

– ¿Y sobre qué escribió el santo?

– Se trata de un relato de fe, una confesión. En él, san Columba hace una descripción detallada de su viaje al infierno.

– El Primer Dominio.

– Nosotras no creemos en ese esquema. Y desde luego no creemos que Jesucristo fuera un Viajero.

– Jesucristo es el Hijo de Dios -intervino la hermana Joan.

La hermana Ruth asintió.

– Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos. -Miró a las otras monjas-. Estos son los fundamentos de nuestra fe, pero no contradicen la idea de que Dios haya podido conceder a algunos el don de ser Viajeros ni que esos Viajeros se conviertan en visionarios, profetas o incluso santos.

– Así pues, ¿Columba fue un Viajero?

– No conozco la respuesta a esa pregunta. De todas maneras, su espíritu viajó hasta un lugar de condenación y regresó para escribir sobre él. Su padre pasó mucho tiempo traduciendo ese manuscrito. Y cuando no estaba en la capilla…

– Paseaba por la isla -intervino la hermana Faustina con fuerte acento polaco-. Subía a lo alto de la montaña y contemplaba el mar.

– ¿Podría ir a la capilla? -preguntó Gabriel-. Me gustaría ver ese manuscrito.

– No tenemos electricidad -señaló la hermana Ruth-. Tendrá que alumbrarse con velas.

– Solo quiero ver qué traducía mi padre.

Las religiosas se miraron unas a otras y parecieron llegar a un acuerdo. La hermana Maura se levantó y fue hasta una cómoda.

– En el altar hay velas suficientes, pero necesitará cerillas. Mantenga la puerta cerrada o el viento apagará las velas.

Gabriel se abrochó la cazadora y salió de la cocina. La única luz provenía de las estrellas y la luna creciente. Por la noche, las cabañas de piedra y la capilla parecían oscuros túmulos de tierra y roca, tumbas de los reyes de la Edad del Bronce. Intentando no tropezar por el irregular camino, pasó junto al dormitorio de las monjas y el refugio que había sido la celda del santo, donde en esos momentos vivía Madre Bendita. Una débil luz azulada brillaba en el piso de arriba, y Gabriel se preguntó si la Arlequín irlandesa tendría un ordenador portátil dotado de conexión vía satélite.

Bajó los peldaños hasta la terraza inferior y empujó la puerta de la capilla. Le costó ver algo hasta que logró encender tres grandes velas que ardieron con una llama amarilla.

El altar era una estructura rectangular del tamaño de una cómoda. Tenía una cruz de madera, y los lados estaban decorados con bajorrelieves donde se veían sirenas, monstruos marinos y un hombre al que le salía hiedra de la boca. Gabriel se arrodilló frente al altar y distinguió el contorno de un cajón central, pero no había ni tirador ni cerradura. Palpó y presionó todas las figuras esculpidas, pero ninguno de esos adornos paganos abrió el cajón. Estaba a punto de abandonar y volver a la cocina para pedir instrucciones cuando se le ocurrió desplazar la cruz hacia delante. Al momento, se oyó el sonido de un pestillo y el cajón central se abrió.

Dentro había un voluminoso objeto envuelto en terciopelo negro, una libreta de tapas duras y dos libros. Gabriel desenvolvió el objeto y halló un manuscrito con tapas de grueso cuero y páginas de papel vitela. En la primera había una ilustración en la que se veía a san Columba a la orilla de un río. A pesar de lo antiguo del códice, los colores seguían siendo vivos. En la página siguiente comenzaba la confesión del santo, escrita en latín.

Gabriel dejó el manuscrito a un lado y examinó los otros dos libros. Uno era un gastado diccionario de latín-inglés; el otro, un viejo libro de texto para estudiantes de primer año de latín. A continuación abrió la libreta y descubrió la traducción de su padre. La meticulosa caligrafía le recordó las listas de la compra que su padre solía colgar en el tablón de corcho de la cocina de la granja. El y Michael la leían todos los días para saber si sus padres habían decidido comprar caramelos o algo especial para la cena.

Sosteniendo la libreta junto a la vela, Gabriel empezó a leer las experiencias del santo en el Primer Dominio.

«Cuatro días después de nuestra celebración de la ascensión de la Virgen a los Cielos, mi alma abandonó mi cuerpo y descendió a ese lugar de condenación.»Gabriel pasó la hoja y siguió leyendo con avidez.

«Son demonios con apariencia de hombres y viven en una isla, en medio de un río oscuro. La luz proviene de un fuego…»Su padre había tachado aquella última palabra y anotado otras alternativas.

«La luz proviene de unas llamas, y el sol está oculto.»En la última página de la libreta, Matthew había subrayado varios pasajes.

«No hay fe. No hay camino revelado. Pero, por la gracia de Dios, hallé la puerta negra, y mi alma regresó a la capilla.»Gabriel cogió el manuscrito y pasó las páginas de papel vitela para ver las ilustraciones. Columba aparecía vestido con una túnica; una aureola dorada indicaba que se trataba de un santo. Pero no aparecían demonios en aquella versión del infierno, solo hombres vestidos a la usanza medieval, con espadas y lanzas. Mientras el santo observaba tras una torre derruida, los habitantes del infierno se mataban y torturaban con suma crueldad.

Oyó que la puerta crujía y se apartó del altar. Una silueta cruzó las sombras y entró en el reducido círculo de luz: Maya. Se había envuelto y cubierto la cabeza con uno de los negros chales de las religiosas, y, siguiendo el ejemplo de Madre Bendita, había prescindido del estuche de metal y llevaba su espada Arlequín a la vista de todos. La cincha de la funda le cruzaba el pecho, y la empuñadura de la hoja sobresalía tras su hombro izquierdo.

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