John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Manteniéndose a una distancia prudencial de las rocas, Foley atracó junto a un embarcadero de unos seis metros de largo construido sobre pilares de hierro. El embarcadero conducía hasta una plataforma de hormigón por la que se accedía a un camino escalonado que serpenteaba pendiente arriba; estaba cerrado por una valla de alambre y una verja. Un rótulo con letras rojas y negras anunciaba que la isla era una zona ecológica protegida cuyo acceso estaba vedado a cualquiera que no tuviera un permiso escrito de la diócesis de Kerry.

El capitán Foley detuvo el motor y dejó que el oleaje empujara suavemente la embarcación hacia el muelle; luego lo amarró a uno de los pilones. Maya, Vicki y Alice saltaron a tierra y se dirigieron hacia la plataforma mientras Gabriel ayudaba a Foley a descargar las cajas y los sacos de turba. Vicki se acercó a la verja y miró el candado que la bloqueaba.

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

– No hay nadie -dijo Maya-. Supongo que deberíamos saltar la valla y subir hacia el convento.

– No creo que al capitán Foley le guste la idea.

– Foley nos ha traído hasta aquí. Solo le he dado la mitad del dinero que le prometí, y Gabriel no se marchará de esta isla hasta que sepa qué ha sido de su padre.

De repente, Alice cruzó la plataforma y señaló hacia la pendiente. Maya retrocedió unos pasos y vio a cuatro monjas que descendían por el camino escalonado que conducía al embarcadero. Las clarisas descalzas vestían hábitos negros y se cubrían con tocas blancas. Los cinturones de cuerda que llevaban alrededor de la cintura estaban inspirados en los orígenes franciscanos de su orden. Las cuatro se envolvían con chales de lana negro que les cubrían la parte superior del cuerpo. El viento agitaba sus ropas, pero ellas siguieron avanzando hasta que divisaron al grupo de desconocidos que acababa de desembarcar en su isla. Se detuvieron. Tres de ellas permanecieron juntas; la más alta se quedó unos pasos por detrás.

El capitán Foley descargó un par de sacos de turba y los dejó cerca de la verja.

– Esto no tiene buena pinta -comentó-. La más alta es la abadesa, la que dirige el cotarro.

Una de las religiosas se acercó a la abadesa, recibió una orden y se apresuró a descender hasta la verja.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gabriel.

– Que se acabó, joven -respondió Foley-. No los quieren aquí.

El capitán se quitó la gorra con la que se cubría la calva y se acercó a la verja. Hizo una leve inclinación y habló brevemente y en voz baja con la religiosa. Al cabo de un instante, se volvió hacia Maya con aire sorprendido.

– Discúlpeme, señorita. Lamento lo que le he dicho. La abadesa requiere su presencia en la capilla.

La abadesa había desaparecido, pero las otras tres monjas cargaron cada una con un saco de turba y empezaron a subir por la escalera. Maya, Gabriel, Vicki y Alice las siguieron; el capitán Foley se quedó esperando en el embarcadero.

En el siglo vi, los monjes guiados por san Columba construyeron una escalera que conducía desde el mar hasta lo alto de la isla. La piedra caliza estaba veteada de pizarra y llena de líquenes. Mientras seguían a las monjas, el rumor de las olas desapareció y fue sustituido por el del viento que corría entre las construcciones cónicas de piedra, agitando la hierba, el cardo y la acedera. Skellig Columba recordaba las ruinas de algún antiguo castillo con torres caídas y arcos en ruinas. Las aves marinas habían sido sustituidas por cuervos, que volaban en círculos por encima de ellos y se graznaban unos a otros.

Llegaron a lo alto de un risco y empezaron a descender por el lado norte de la isla. Justo bajo ellos se extendían tres terrazas de unos quince metros de ancho. La primera estaba ocupada por un pequeño jardín y dos depósitos que recogían el agua de lluvia que caía por la pared de roca. En la segunda había cuatro construcciones de piedra sin mortero; parecían enormes colmenas con puertas de madera y ventanas redondas. En la tercera terraza había una capilla; tenía unos veinte metros de longitud y la forma de una barca vuelta boca abajo.

Alice y Vicki se quedaron con las monjas mientras Gabriel y Maya bajaban la escalera que conducía a la capilla. En el interior, el suelo era de roble; el altar estaba en un extremo de la capilla: tres ventanas detrás de una sencilla cruz de oro. Vestida con su hábito, la abadesa los esperaba de pie junto al altar, de espaldas a ellos y con las manos entrelazadas, rezando. La puerta se cerró y todo cuanto oyeron fue el ulular del viento a través de los muros de piedra.

Gabriel se adelantó unos pasos.

– Disculpe, madre. Acabamos de llegar a la isla y necesitamos hablar con usted.

La religiosa desentrelazó las manos y bajó lentamente los brazos. Había algo en sus gestos que era al mismo tiempo grácil e inquietante. Maya cogió al acto el cuchillo que llevaba oculto en la bocamanga. «¡No!», quiso gritar, «¡No!»La religiosa se volvió hacia ellos al tiempo que les arrojaba un negro cuchillo que fue a clavarse en uno de los paneles de madera que recubrían las paredes de piedra, a escasos centímetros por encima de la cabeza del Viajero.

Maya se situó ante Gabriel; tenía el cuchillo de lanzamiento en la mano. Se disponía a arrojarlo cuando reconoció aquel rostro familiar. Una mujer irlandesa de unos cincuenta años. Ojos verdes salvajes, casi locos. Un mechón pelirrojo asomaba por debajo del almidonado griñón. Una boca que sonreía con absoluto desdén.

– Está claro que no estás muy alerta ni preparada -dijo la mujer a Maya-. Unos centímetros más abajo, y tu ciudadano estaría muerto.

– Es Gabriel Corrigan -repuso Maya-. Es un Viajero, como su padre, y tú has estado a punto de matarlo.

– Nunca mato a nadie accidentalmente.

Gabriel miró el cuchillo.

– ¿Y quién demonios es usted?

– Es Madre Bendita -explicó Maya-. Una de las últimas Arlequines que quedan con vida.

– Una Arlequín…, claro… -dijo Gabriel en tono despectivo.

– Conozco a Maya desde que era una niña -aclaró madre Bendita-. Yo fui una de las personas que le enseñó cómo entrar en un edificio. Siempre quiso parecerse a mí, pero por lo que he visto le queda mucho que aprender.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Maya-. Linden te cree muerta.

– Eso es lo que pretendía. -Madre Bendita se quitó el negro chal y lo dobló hasta formar un pequeño cuadrado-. Después de que Thorn cayera en la emboscada de Pakistán, comprendí que había un traidor entre nosotros, pero tu padre no me creyó. ¿Quién fue, Maya? ¿Lo sabes?

– Shepherd. Yo lo maté.

– Bien. Espero que sufriera lo suyo. Llegué a esta isla hará unos catorce meses. Cuando la abadesa murió, las monjas me eligieron temporalmente como líder. -Resopló burlonamente-. Las clarisas descalzas llevamos una vida sencilla y piadosa.

– O sea que es una cobarde -intervino Gabriel-y vino aquí para esconderse.

– Qué joven tan imprudente… No me impresionas. Tal vez deberías cruzar las barreras unas cuantas veces más. -Madre Bendita atravesó la capilla, arrancó el cuchillo de la madera y se lo guardó en la funda que ocultaba bajo la ropa-. ¿Ves el altar que hay cerca de la ventana? Contiene un manuscrito miniado escrito supuestamente por san Columba. Mi Viajero deseaba leer ese libro, de modo que tuve que seguirlo hasta este pedazo de roca solitaria.

Gabriel, nervioso, avanzó unos pasos.

– Y ese Viajero es…

– Tu padre, claro. Está aquí. Lo he estado protegiendo.

Capítulo 20

Gabriel sintió que se le hacía un nudo en el estómago y recorrió la capilla con la vista.

– ¿Dónde está?

– No te preocupes. Te llevaré hasta él. -Madre Bendita se quitó unas cuantas horquillas, la toca, y luego agitó la cabeza para liberar la enredada melena pelirroja.

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