– ¿Por qué no le dijo a Maya que mi padre estaba en esta isla?
– Hace mucho que no estoy en contacto con otros Arlequines.
– Mi padre debería haberle dicho que me localizara.
– Pues no lo hizo. -Madre Bendita dejó la toca en una mesa auxiliar, cogió la espada enfundada en su negra vaina y se la colgó del hombro-. ¿Acaso Maya no te lo ha explicado? Los Arlequines solo protegemos a los Viajeros. No intentamos comprenderlos.
Si añadir más, condujo a Maya y a Gabriel fuera de la capilla. Una de las monjas, una irlandesa muy menuda, esperaba sentada en uno de los bancos exteriores mientras sujetaba un rosario y recitaba en silencio sus oraciones.
– ¿El capitán Foley sigue en el embarcadero?
– Sí, madre.
– Dile que sus pasajeros se quedarán en la isla hasta que me ponga en contacto con él. Las dos mujeres y la niña dormirán en el cobertizo del almacén. Di a la hermana Joan que prepare cena para el doble de gente.
La religiosa asintió y se alejó a toda prisa sin soltar el rosario.
– Estas mujeres saben obedecer -comentó Madre Bendita-, pero tantos cánticos y oraciones acaban siendo una pesadez. Para tratarse de una orden contemplativa, hablan un montón.
Maya y Gabriel la siguieron por una breve escalera hasta la terraza intermedia del monasterio. Se trataba de una zona de terreno llano donde los monjes de la antigüedad habían construido cuatro grandes cabanas de piedra con forma de colmena y la altura de un autobús londinense de dos pisos. El viento en la isla era constante, y todas las construcciones tenían pesadas puertas de roble y pequeños ventanucos redondos.
No vieron a Vicki ni a Alice por ninguna parte, pero Madre Bendita les dijo que se encontraban en la cabaña donde cocinaban. De una de las construcciones de piedra surgía un hilo de humo que era arrastrado rápidamente por el viento. Siguieron por un camino de tierra y pasaron junto a las dependencias de las monjas y lo que Madre Bendita dijo había sido la celda del santo. La última cabaña, en el extremo de la terraza, era el almacén. La Arlequín se detuvo y contempló a Gabriel como si fuera un animal en un zoo.
– Está dentro.
– Gracias por proteger a mi padre.
Madre Bendita se apartó un mechón de pelo de los ojos.
– Tu gratitud es una emoción innecesaria. Tomé una decisión y acepté mis obligaciones.
Abrió la pesada puerta y los guió hasta el interior del refugio. El suelo era de madera y una estrecha escalera subía a un nivel superior. La única iluminación provenía de los tres ventanucos redondos abiertos en los muros de piedra. Por todas partes había estanterías llenas de latas de comida, y también un generador portátil. Alguien había dejado unas velas en una caja de primeros auxilios. La Arlequín irlandesa cogió una caja de cerillas de madera y la lanzó a Maya.
– Enciende unas cuantas velas -ordenó. A continuación se arrodilló, pasó la mano por la suave superficie de madera hasta que localizó una tabla ligeramente descolorida y la empujó. Un tirador de cuerda quedó al descubierto-. Cuidado, apartaos.
Tiró de la cuerda y abrió una trampilla. Una escalera de piedra se zambullía en la oscuridad.
– ¿Qué es esto? -preguntó Gabriel-. ¿Acaso mi padre está prisionero ahí abajo?
– Claro que no. Coge una vela y compruébalo tú mismo.
Gabriel tomó la vela que Maya le ofrecía y bajó por la escalera hasta lo que parecía una bodega con paredes de ladrillo y suelo de tierra. Allí no había nada salvo un montón de cubos de plástico con el mango de acero. Gabriel se preguntó si las monjas los utilizaban para regar el huerto en verano.
– Hola… -llamó. Nadie contestó.
Solo podía continuar en una dirección: a través de otra puerta de roble. Sosteniendo la vela con la mano izquierda, Gabriel la abrió y entró en una estancia mucho más pequeña. Se sentía como si estuviera en un depósito de cadáveres a punto de identificar a un ser querido. Sobre una losa de piedra yacía un cuerpo cubierto por una sábana de algodón. Permaneció inmóvil junto al cuerpo durante unos segundos, luego alargó la mano y retiró la sábana. Era su padre.
Los goznes de la puerta chirriaron cuando Maya y Madre Bendita entraron en la habitación. Las dos Arlequines llevaban velas que proyectaban extrañas sombras en la pared.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Gabriel-. ¿Cuándo murió?
Madre Bendita alzó los ojos al cielo, como si no diera crédito a tanta ignorancia.
– No está muerto. Si apoyas la cabeza en su pecho, oirás que su corazón late cada diez minutos aproximadamente.
– Gabriel no había visto nunca a otro Viajero -explicó Maya.
– Bueno, pues ya lo ha hecho. Ese es el aspecto que tienes cuando viajas a otro dominio. Tu padre lleva meses en este estado. Algo debió de ocurrir. O le gustó lo que encontró y se quedó, o está atrapado y no puede regresar a nuestro mundo.
– ¿Cuánto tiempo puede permanecer así?
– Si muere en otro dominio, su cuerpo acabará descomponiéndose. Si sobrevive pero no regresa a este mundo, su cuerpo morirá de viejo. No sería mala cosa que muriera en otro dominio… -Hizo una pausa-. Al menos así podría largarme de esta maldita isla.
Gabriel dio media vuelta y se encaró con Madre Bendita.
– Puede marcharse de esta vida ahora mismo. Váyase al infierno.
– He protegido a tu padre, Gabriel. Habría dado mi vida por él. Pero no esperes que me comporte como si fuera su amiga. Mi responsabilidad exige que sea fría y completamente racional. -Madre Bendita fulminó a Maya con la mirada y salió con grandes zancadas de la habitación.
Gabriel no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en aquel sótano contemplando a su padre. Haber viajado desde tan lejos para encontrar un cuerpo vacío resultaba tan perturbador que su mente se negaba a aceptarlo. Sintió la infantil tentación de repetir todos sus movimientos: entrar en el refugio de piedra, tirar de la trampilla, bajar por la escalera y encontrar algo distinto.
Al cabo de un rato, Maya cogió el extremo de la sábana y cubrió el cuerpo de Matthew Corrigan.
– Está anocheciendo -dijo con suavidad-. Deberíamos reunimos con las demás.
Gabriel permaneció al lado de su padre.
– Michael y yo siempre soñábamos con el momento en que lo volveríamos a ver. Era nuestro tema de conversación antes de irnos a dormir.
– No te preocupes. Volverá.
Maya tomó a Gabriel del brazo y tiró de él con delicadeza. Fuera, el sol se ponía y hacía frío. Recorrieron juntos el camino de tierra y entraron en la cabaña donde se encontraba la cocina. Era un lugar cálido y acogedor, como el hogar de un amigo. Una rechoncha monja irlandesa llamada Joan acababa de hornear panecillos; los colocó en una bandeja junto con distintas clases de mermeladas caseras. Entretanto, la hermana Ruth, una mujer mayor que llevaba unas lentes muy gruesas, se afanaba en guardar las provisiones que habían descargado de la barca. Abrió la estufa de hierro y echó al fuego varios trozos de turba. El combustible empezó a consumirse con un resplandor anaranjado.
Vicki bajó corriendo del piso de arriba.
– ¿Qué ha pasado, Gabriel?
– Hablaremos de eso más tarde -dijo Maya-. Ahora lo que nos gustaría es beber un poco de té.
Gabriel se desabrochó la cazadora y se sentó en un banco junto a la pared. Las dos monjas lo miraron fijamente.
– ¿Matthew Corrigan es su padre? -preguntó la hermana Ruth.
– Así es.
– Fue un honor conocerlo.
– Es un gran hombre -añadió la hermana Joan-. Un gran…
– Té, por favor -interrumpió Maya.
Al cabo de un momento, Gabriel sostenía una taza de humeante té. Se produjo un tenso silencio hasta que otras dos monjas entraron con más cajas de provisiones. La hermana Maura era la monja menuda que había permanecido rezando fuera de la capilla, mientras que la hermana Paulina era originaria de Polonia y tenía un acento muy marcado. Mientras vaciaban el contenido de las cajas e inspeccionaban el correo, se olvidaron de la presencia de Gabriel y charlaron animadamente.
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