John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– ¿Qué problema hay? -preguntó Gabriel.

– No hay ningún problema. -El marino cogió una abollada lata de azúcar llena de tabaco, sacó un pellizco y llenó con él la pipa-. Solo que no admiten turistas. La isla es propiedad del Estado, que se la arrienda a la Iglesia, que a su vez la tiene cedida a la orden de las clarisas descalzas. Y un punto en el que todos están de acuerdo, gobierno, Iglesia y monjas, es que no quieren a nadie rondando por la isla. Se trata de una reserva natural para aves marinas. Las clarisas no las molestan porque se pasan el día rezando.

– Bueno, quizá yo podría hablar con ellas y pedirles permiso para…

– Nadie puede poner el pie en la isla sin una autorización por escrito del obispo, y no veo que lleve usted una. -Foley encendió la pipa y lanzó unas cuantas bocanadas de humo dulzón-. Y fin de la historia.

– Voy a proponerte otra historia, capitán -dijo Maya-. Le pagaremos mil euros para que nos lleve a la isla y podamos hablar con las monjas.

Foley lo meditó.

– Quizá podría…

Maya cogió a Gabriel de la mano y tiró de él hacia la puerta.

– Creo que será mejor que busquemos en otra parte -dijo.

Foley reaccionó inmediatamente.

– Por supuesto que podría. Mañana, a las diez, en el muelle.

Maya y Gabriel salieron y volvieron hacia la aldea. La Arlequín se sentía como atrapada en una madriguera. Empezaba a oscurecer; las sombras se confundían con los arbustos y se extendían bajo los árboles.

Los habitantes de la aldea estaban a salvo en sus casas, mirando la televisión y preparando la cena. Las luces brillaban tras las cortinas de encaje, y de varias chimeneas salía humo. Gabriel llevó a Maya hasta un oxidado banco que miraba hacia la bahía. La marea había bajado y había dejado a la vista una franja de oscura arena llena de algas y restos. Maya se sentó. Gabriel caminó hasta la orilla y contempló el horizonte. El sol, una brumosa bola de fuego que flotaba a lo lejos, rozaba el mar.

– Mi padre está en esa isla -dijo Gabriel-. Sé que está allí. Casi puedo oírle hablar conmigo.

– Puede que sea cierto, pero todavía no sabemos por qué vino a Irlanda. Tiene que haber una razón.

Gabriel se volvió, se alejó del agua y se sentó junto a Maya. Estaban solos en la penumbra, tan cerca el uno del otro que ella notaba su respiración.

– Está oscureciendo -dijo Gabriel-. ¿Por qué llevas todavía las gafas de sol?

– Simple costumbre.

– Una vez me dijiste que los Arlequines están contra las costumbres y los actos predecibles. -Se acercó, le quitó las gafas, y las dejó junto a la pierna de Maya.

De repente, Maya se sintió desnuda y vulnerable, como si le hubieran quitado todas sus armas.

– No quiero que me mires, Gabriel. Me siento incómoda.

– Pero nos gustamos… Somos amigos.

– Eso no es verdad. Nunca seremos amigos. Yo estoy aquí para protegerte, para morir por ti si es necesario.

Gabriel desvió la vista hacia el mar.

– No quiero que nadie muera por mí.

– Todos los Arlequines conocemos el riesgo.

– Puede ser, pero me siento vinculado con lo ocurrido. Cuando nos conocimos en Los Ángeles y me revelaste que quizá fuera un Viajero, no comprendí que eso fuera a cambiar las vidas de la gente que conocía. Tengo tantas preguntas que hacerle a mi padre… -Calló y meneó la cabeza-. Nunca acepté la idea de que hubiera desaparecido para siempre. Cuando era pequeño, solía quedarme en la cama, despierto, y mantenía conversaciones imaginarias con él. Pensaba que eso pasaría a medida que fuera haciéndome mayor, pero la verdad es que han ido a más.

– Gabriel, puede que tu padre no esté en esa isla…

– Entonces seguiré buscándolo.

– Si la Tabula sabe que buscas a tu padre, tendrá poder sobre ti y te pondrá pistas falsas, como el cebo de un anzuelo.

– Me arriesgaré, pero eso no significa que tengas que acompañarme. Si te ocurriera algo no podría soportarlo, Maya. No podría vivir con algo así.

Maya se sintió como si Thorn estuviera a su lado susurrándole sus amenazas y advertencias: «Nunca confíes en nadie», «Nunca te enamores». Su padre se mostraba siempre tan fuerte, tan seguro de sí mismo… Había sido la persona más importante de su vida. «Pero, maldita sea, me robó la voz y ahora no puedo hablar», pensó.

– Gabriel -susurró-. Gabriel… -Su voz era muy baja, como la de un niño perdido que ya no tiene ninguna esperanza de ser encontrado.

– Todo está bien. -Él buscó su mano y la tomó, solo una franja de sol permanecía en el horizonte. La piel de Gabriel era cálida al tacto, y Maya sintió como si pudiera darle calor (calor de Arlequín) para el resto de su vicia.

– Seguiré a tu lado pase lo que pase, Gabriel. Te lo juro.

Él se inclinó para besarla, pero cuando Maya volvió la cabeza vio oscuras sombras que se les acercaban.

– ¡Maya! -llamó Vicki-. ¿Eres tú? Alice está preocupada. Quería encontraros…

Llovió toda la noche. Por la mañana, un grueso manto de niebla cubría el mar más allá de la bahía. Maya se vistió con parte de la ropa que había comprado en Londres, un pantalón de lana, un jersey de cachemira y un abrigo de cuero negro forrado. Tras desayunar en el pub, fueron al muelle, donde encontraron al capitán Foley cargando cajas de provisiones y sacos de turba en su barca de pesca de diez metros. Foley les explicó que la turba era para las estufas del convento, y que las cajas contenían alimentos y ropa limpia. La única agua disponible en Skellig Columba era la que provenía de la lluvia y se almacenaba en los depósitos excavados en las rocas. Era agua suficiente para que las monjas pudieran beber y lavarse, pero no para hacer la colada.

La cubierta, a popa, estaba despejada para tirar de las redes de pesca; cerca de proa una cabina ofrecía protección contra los elementos. Alice parecía muy emocionada de pisar de nuevo una embarcación, y la inspeccionó de arriba abajo mientras salían de puerto. El capitán Foley dio un par de caladas a su pipa.

– El mundo conocido -dijo, y señaló con el pulgar las verdes colinas que se alzaban a oriente-. Y este… -Hizo un gesto hacia poniente.

– El fin del mundo -terció Gabriel.

– Tiene razón, joven. Cuando san Columba y sus monjes llegaron por primera vez a esta isla, se dirigían al lugar más al oeste que figuraba en los mapas de Europa de la época. La última parada del tranvía.

En cuanto abandonaron la protección de la bahía, la niebla los envolvió. Era como hallarse dentro de una enorme nube. La cubierta brillaba, y de la jarcia y la antena colgaban gotas de humedad. La barca de pesca se abrió paso entre las olas, cortándolas con la proa entre blancos rociones. Alice, que se aferraba a la barandilla de popa, corrió hacia Maya. Emocionada, le señaló una foca que nadaba cerca de la embarcación. La foca los miró como un perro observaría a unos desconocidos que entraran en su jardín.

Poco a poco, la niebla se fue disipando y empezaron a ver el cielo. Había aves marinas por todas partes: petreles, gaviotas, alcatraces y pelícanos. Tras navegar durante casi una hora, pasaron ante una isla llamada Little Skellig que era una reserva para la cría de alcatraces. Los excrementos de las aves cubrían de blanco las rocas, y miles de pájaros revoloteaban en lo alto.

Tardaron otra hora en llegar a Skellig Columba. La isla era como la que Michael había visto en la fotografía de Tyburn Convent: dos picos de una montaña emergiendo del mar. Estaba cubierta de brezo y matojos, pero Maya no vio el convento ni ninguna otra construcción.

– ¿Dónde desembarcaremos? -preguntó al capitán Foley.

– Paciencia, señorita. Nos estamos acercando por el este. Al sur de la isla existe una especie de cala.

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