John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– ¿Has encontrado el libro? -preguntó.

– Sí, pero hay algo más. Mi padre no sabía latín, pero se empeñó en traducirlo y lo apuntó todo en una libreta. Trata de cuando san Columba cruzó al Primer Dominio. Imagino que mi padre quería saber lo máximo posible de ese lugar antes de ir.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Maya. Como de costumbre, parecía saber de antemano lo que Gabriel planeaba.

– Tu padre podría estar en cualquier parte, Gabriel.

– No. Está en el Primer Dominio.

– No es necesario que cruces hasta allí. El cuerpo de tu padre sigue en este mundo. Estoy segura de que tarde o temprano regresará.

Gabriel sonrió.

– Dudo que nadie tenga muchas ganas de regresar a la protección de Madre Bendita.

Maya meneó la cabeza y empezó a caminar arriba y abajo.

– La conozco desde que yo era una cría. Se ha vuelto tan negativa… Está llena de desprecio hacia todos.

– ¿Siempre ha sido tan vehemente?

– Yo admiraba su valor y su belleza. Todavía recuerdo un viaje que hicimos juntas en tren a Glasgow. Fue un viaje repentino, no tuvimos tiempo de preparar nada, y ella no llevaba ni disfraz, ni peluca. Me acuerdo de cómo la miraban los hombres. Se sentían atraídos por ella, pero al mismo tiempo intuían el peligro.

– ¿Y tú admirabas eso?

– Fue hace mucho tiempo, Gabriel. Ahora estoy intentando hallar mi propio camino. No soy una ciudadana ni un zángano, pero tampoco soy una Arlequín pura.

– ¿Y qué clase de persona deseas ser?

Maya se detuvo ante él y no se esforzó por disimular sus emociones.

– No quiero estar sola, Gabriel. Los Arlequines pueden tener esposa, hijos o familia, pero en realidad nunca están verdaderamente unidos a ellos. En una ocasión, mi padre cogió mi espada y me dijo: «Ella es tu familia, tus amigos y tu amante».

Gabriel se acercó y le puso las manos en los hombros.

– ¿Recuerdas cuando ayer nos sentamos en el banco, frente al mar, y me dijiste que estarías a mi lado pasara lo que pasase? Eso significó mucho para mí.

Estaban conversando -las palabras flotaban en el frío aire-, pero de repente, casi como por encantamiento, se produjo una transformación: la isla y la capilla se desvanecieron, y el mundo se convirtió solamente en ellos dos. Gabriel no vio disimulo en los ojos de Maya, no vio falsedad. Estaban conectados el uno con el otro de un modo profundo que iba más allá de sus respectivos papeles como Viajero y Arlequín.

El viento intentaba entrar en la capilla y arremetió con fuerza contra la puerta, como si pusiera a prueba su resistencia. Gabriel se inclinó hacia Maya y la besó largamente, hasta que ella se apartó. Habían acabado con una poderosa tradición como se arroja un papel al fuego. El deseo que Gabriel había sentido durante tantos meses apartó cualquier otro pensamiento de su mente. Cuando la miró, supo que no existían barreras entre ellos.

Suavemente, le quitó la espada del hombro y la dejó en un banco de madera. Gabriel regresó a ella, le apartó el cabello de la cara y volvieron a besarse. Maya se apartó, pero esta vez muy lentamente, y le susurró al oído:

– Quédate, Gabriel. Por favor, quédate…

Capítulo 21

Una hora más tarde, Gabriel y Maya yacían abrazados en el suelo, envueltos en el chal negro de lana. En la capilla hacía frío, y estaban medio desnudos. Gabriel había dejado su camisa en uno de los bancos, y Maya notaba en sus pechos el contacto de su cálida piel. Deseaba quedarse así para siempre. Gabriel la rodeaba con los brazos; por primera vez en su vida sentía que alguien la protegía.

Era una mujer que yacía junto a su amante, pero su parte Arlequín había estado aguardando como un fantasma en una casa oscura. De repente, se apartó de Gabriel y se sentó.

– Abre los ojos, Gabriel.

– ¿Por qué?

– Tienes que salir de aquí.

El le sonrió, medio adormilado.

– No va a pasar nada…

– Vístete y vuelve a la cabaña que utilizan como almacén. Los Arlequines no pueden liarse con los Viajeros.

– Quizá podría hablar con Madre Bendita.

– Ni se te ocurra. No le digas nada y no te comportes de forma distinta. No me toques cuando ella esté cerca y no me mires a lo ojos. Hablaremos de esto más tarde, te lo prometo. Pero ahora tienes que vestiste y marcharte.

– Todo esto no tiene sentido, Maya. Eres adulta. Madre Bendita no es quién para decirte cómo debes vivir.

– No te das cuenta de lo peligrosa que es.

– Lo único que sé es que pasea por esta isla dando órdenes e insultando a todo el mundo.

– Hazlo por mí. Por favor…

Gabriel suspiró, pero obedeció. Despacio, se puso el pantalón, la camisa, las botas y la cazadora.

– Esto volverá a ocurrir -dijo.

– No. No volverá a ocurrir.

– Los dos lo deseamos, y lo sabes.

Gabriel la besó en los labios y salió de la capilla. Cuando la puerta se cerró, Maya empezó a relajarse. Esperaría a que le diera tiempo de llegar al almacén. Luego se vestiría. Se envolvió en el chal de lana y se tumbó en el suelo. Si se ovillaba todavía podía notar el calor del cuerpo de Gabriel en contacto con el suyo, aquel momento de intimidad y exaltación. El recuerdo de un deseo que pidió en un puente de Praga se abrió paso en su mente: «Que alguien me ame y yo sea capaz de devolverle ese amor».

Se deslizaba hacia un agradable sopor cuando la puerta se abrió y alguien entró en la capilla. Experimentó un instante de placer al pensar que Gabriel había regresado para volver a verla. Luego oyó que alguien avanzaba con paso decidido por el suelo de madera.

Unos fuertes dedos la agarraron por el pelo y la obligaron a ponerse en pie. Una mano surgió de la oscuridad y la abofeteó varias veces.

Maya abrió los ojos y vio a Madre Bendita. La Arlequín irlandesa había cambiado el hábito por un pantalón negro y un suéter.

– Vístete -ordenó. Recogió la ropa de Maya y se la arrojó.

Maya se quitó el chal y se puso la falda, a duras penas podía abrocharse los botones. Todavía iba descalza; los zapatos y los calcetines estaban desperdigados por el suelo.

– Si me mientes, te mataré aquí mismo, ante este altar. ¿Me has entendido?

– Sí.

Maya acabó de ponerse la falda y se levantó. Su espada estaba a unos pasos de distancia, en uno de los bancos.

– ¿Eres la amante de Gabriel?

– Sí.

– ¿Cuándo empezó todo?

– Esta noche.

– ¡Te he dicho que no me mientas!

– Te juro que es cierto.

Madre Bendita se acercó a Maya, le alzó el mentón con la mano derecha y escrutó el rostro de la joven en busca de alguna señal de engaño o vacilación. Luego la empujó.

– Tuve mis diferencias con tu padre, pero siempre lo respeté. Era un verdadero Arlequín, digno de la tradición. En cambio tú no eres nada. Nos has traicionado.

– Eso no es cierto. -Maya intentó que su voz sonara fuerte y decidida-. Encontré a Gabriel en Los Ángeles y lo protegí de la Tabula.

– ¿Acaso tu padre no te enseñó? ¿O es que te negaste a escucharlo? Los Arlequines protegemos a los Viajeros, pero no nos liamos con ellos. Y tú te has entregado al sentimentalismo y la debilidad.

Los desnudos pies de Maya apenas rozaron el suelo de madera cuando fue hacia el banco y cogió su espada. Se pasó la cincha por la cabeza y el arma quedó a su espalda.

– Me conoces desde que era pequeña -dijo-. Ayudaste a mi padre a que me destrozara la vida. Se supone que los Arlequines creen en la imprevisibilidad. Pues bien, ¡el azar no tuvo nada que ver con mi niñez! Me obligasteis a cumplir todo tipo de órdenes. Tú y todos los Arlequines que pasaron por Londres me abofeteasteis y me pegasteis. Me entrenasteis para que matara sin la menor duda o vacilación. Cuando tenía dieciséis años me cargué a aquellos tipos de París…

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