– ¿Vienes de Manchester? -preguntó.
Gabriel negó con la cabeza.
– Entonces ¿con qué panda estás?
– ¿Qué es una «panda»?
– ¡Ah, eres estadounidense! Yo soy Jugger. ¿Cómo te llamas?
– Gabriel.
Jugger señaló a los demás con un gesto.
– Toda esta gente son free runners. Esta noche hay tres pandas de Londres y otra que ha venido de Manchester.
– ¿Y qué son los free runners?
– ¿Qué pregunta es esa? Sé que en Estados Unidos también hay. Empezó en Francia con un grupo de amigos que se divertían saltando por las azoteas. Es una forma de ver la ciudad como una gran pista de obstáculos. Trepas por paredes y saltas de casa en casa. Sin frenos. Se trata de eso, de avanzar sin frenos. ¿Lo entiendes?
– O sea que es un deporte.
– Para algunos, sí. Pero las pandas que han venido esta noche son iconoclastas de verdad. Eso significa que corremos por donde queremos. No hay reglas. No hay límites. -Jugger miró subrepticiamente a derecha e izquierda, como si fuera a contar un secreto-. ¿Has oído hablar de la Gran Máquina?
Gabriel resistió el impulso de asentir.
– ¿Qué es eso?
– Es el sistema informático que nos controla con programas de escaneo y cámaras de vigilancia. Los free runners se niegan a formar parte de la Gran Máquina. Corremos por encima de todo eso.
Gabriel miró hacia la puerta cuando otro grupo de free runners entró en el pub.
– Entonces ¿esto es como una especie de reunión semanal?
– De reunión nada, tío. Estamos aquí para correr. Dogsboy es nuestro hombre, pero todavía no ha aparecido.
Jugger no se movió de su asiento cuando su panda empezó a reunirse en el reservado. Ice era una muchacha de unos quince o dieciséis años, menuda y de aire adusto, cuyas cejas pintadas le daban un aire de geisha. Roland era un tipo de Yorkshire que hablaba despacio, y Sebastian, un universitario a tiempo parcial que llevaba los bolsillos de su arrugado impermeable llenos de libros baratos.
Gabriel nunca había estado en Inglaterra y tuvo dificultades para entender todo lo que decían. En algún momento de su vida, Jugger había conducido un «juggernaut», que era un tipo de camión, solo que allí un «camión» era un «cargo». Las «patatas chips» eran «patatas crisp», y una «cerveza» era una «birra». Jugger era el líder no oficial de la panda, y no dejaban de gastarle bromas sobre su gorro y lo gordo que estaba.
Aparte de las palabras en inglés británico, los free runners tenían un vocabulario especial. Los miembros de la panda charlaban tranquilamente de «saltos de mono», «brincos de gato» y de «carreras de pared». No trepaban simplemente por un edificio, «lo liquidaban» o «se lo zampaban».
Todos hablaban de su mejor corredor, Dogsboy, que seguía sin aparecer. Por fin sonó el móvil de Jugger, y este hizo un gesto para que guardaran silencio.
– ¿Dónde te has metido? -preguntó. A medida que avanzaba la conversación, empezó a parecer molesto y después enfadado-. Tío, lo prometiste. Esta es tu panda. Los estás dejando colgados… Joder esto por un jueguecito de soldados… No puedes… ¡Maldita sea!
Cerró el móvil y soltó una sarta de juramentos. Gabriel apenas entendió qué había dicho.
– Supongo que Dogsboy no va a venir -dijo Sebastian.
– El cabrón dice que tiene una pierna mal. Me apostaría cualquier cosa a que está en cama con cualquier tontería.
El resto de la panda empezó a quejarse del plante de su compañero, pero todos se callaron cuando el tipo de las grandes gafas de sol se les acercó.
– Ese es Mash -susurró Roland a Gabriel-. Es el que se encarga de las apuestas esta noche.
– ¿Dónde está vuestro corredor? -preguntó Mash.
– Acabo de hablar con él -dijo Jugger-. Está… está intentando encontrar un taxi.
Mash soltó un bufido burlón, como si supiera la verdad.
– Si no aparece dentro de diez minutos, perderéis el dinero apostado más las cien libras de depósito.
– Es que tiene una pierna mal… Bueno, en fin…, eso me ha dicho.
– Ya conocéis las normas. Si no hay corredor, adiós al depósito.
– Cabrón hijoputa… -masculló Jugger. Cuando Mash se hubo alejado, se volvió hacia su gente-. Bueno, a ver, ¿quién va a ser el corredor? ¿Algún voluntario?
– Yo soy especialista en técnicas, no en líneas rectas -dijo Ice-. Ya lo sabes.
– Yo estoy resfriado -se excusó Roland.
– ¡Sí, desde hace tres años!
– Vale, entonces, ¿por qué no corres tú, Jugger?
De pequeño, a Gabriel siempre le había gustado trepar a los árboles y correr por las vigas del granero de la granja de sus padres.
Ya de mayor, había buscado emociones fuertes montando en moto y lanzándose en paracaídas. Sin embargo, su fuerza y destreza habían alcanzado nuevas cotas en Nueva York, mientras Maya se recuperaba de sus heridas. Por las noches, los dos practicaban kendo, pero en lugar de hacerlo con las cañas de bambú habituales, Maya utilizaba su espada Arlequín, y él manejaba su espada talismán. Eran las únicas ocasiones en que los dos habían contemplado sus cuerpos abiertamente. Su intensa relación parecía hallar su mejor forma de expresión en un combate incesante. Al final de las sesiones de kendo, los dos quedaban jadeantes y bañados en sudor.
Gabriel se inclinó hacia Jugger y le hizo un gesto de asentimiento.
– Yo lo haré -le dijo-. Yo seré vuestro corredor.
– ¿Y quién diablos eres tú, si se puede saber? -preguntó Ice.
– Es Gabriel -se apresuró a aclarar Jugger-. Es un free runner estadounidense. Máximo nivel.
– Si no presentáis un corredor perderéis cien libras -intervino Gabriel-. Pagadme a mí ese dinero. En cualquier caso será lo mismo, con la diferencia de que conmigo puede que ganéis las apuestas.
– ¿Sabes qué tienes que hacer? -preguntó Sebastian.
Gabriel asintió.
– Correr. Trepar por algunas paredes.
– Vas a tener que trepar hasta la azotea del mercado de Smithfield, cruzar hacia el viejo matadero, bajar a la calle y llegar al patio de la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate -dijo Ice-. Si te caes, hay veinte metros de altura hasta la calle.
Aquella era la hora de la verdad. Todavía estaba a tiempo de cambiar de opinión. Pero Gabriel se sentía como si hubiera estado ahogándose en un río y de repente hubiera aparecido una barca. Solo disponía de unos pocos segundos para aferrarse al salvavidas.
– ¿Cuándo empezamos?
Tan pronto como hubo tomado su decisión, Gabriel se vio rodeado de un grupo de nuevos amigos. Cuando reconoció que tenía hambre, Sebastian corrió a la barra y volvió con una tableta de chocolate y varias bolsas de patatas fritas. Gabriel se lo comió a toda prisa y notó una inyección de energía. En cuanto al alcohol, decidió dejarlo para después, aunque Jugger se ofreció a invitarlo a una pinta de cerveza.
Jugger parecía haber recobrado su confianza ahora que su panda contaba con un corredor. Dio una segunda vuelta por el bar, y Gabriel oyó su tono chulesco alzarse por encima del barullo. Unos minutos después, la mitad de los reunidos creía que Gabriel era un experimentado free runner de Estados Unidos que había decidido volar hasta Londres debido a la amistad que lo unía con la panda de Jugger.
Gabriel se comió otra tableta de chocolate y fue al baño a refrescarse. Cuando salió, Jugger lo esperaba. Abrió una puerta y acompañó a Gabriel a un jardín trasero que el pub utilizaba como terraza en verano.
– Ahora estamos tú y yo solos -dijo. Toda su fanfarronería parecía haberse evaporado; se comportaba con timidez e inseguridad-. Habla claro, Gabriel. ¿Has hecho esto antes?
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