El Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones era un nombre muy rimbombante para un par de habitaciones alquiladas encima del Happy Chicken Restaurant. Maya cruzó la calle, se acercó a las empañadas ventanas del establecimiento y vio a dos aburridos cocineros montando guardia ante los fogones. La noche anterior había comprado allí la cena en aquel local de comida para llevar y había descubierto que la carne no estaba solo cocinada, sino que la habían congelado, descongelado, cortado, golpeado con mazos y frito hasta cubrirla con una costra crujiente.
A pocos metros del restaurante había una puerta que conducía al tabernáculo. Maya la abrió y subió por la empinada escalera. Una fotografía enmarcada del profeta Isaac T. Jones colgaba sobre la entrada, y Maya utilizó otra llave para entrar en una estancia llena de bancos dispuestos en hileras. El púlpito para el orador y el estrado de los músicos de la iglesia se hallaban al fondo de la sala. Justo detrás del pulpito había unas ventanas que daban a la calle.
Hollis había empujado algunos bancos contra la pared, y sus desnudos pies hacían crujir el suelo de madera mientras ejercitaba una serie de movimientos que constituían la base de las artes marciales. Mientras tanto, Vicki estaba sentada en uno de los bancos con un ejemplar de Las cartas escogidas de Isaac T. Jones. Hacía ver que leía, pero con el rabillo del ojo lo observaba lanzar patadas y puñetazos al aire.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Vicki-. ¿Encontraste el cibercafé?
– He acabado en una heladería Tasti D-Lite de Arthur Avenue. Tenían cuatro ordenadores con acceso a internet.
– ¿Has podido contactar con Linden? -preguntó Hollis.
Maya miró alrededor.
– ¿Dónde está Alice?
– En el cuarto de los niños -contestó Vicki.
– ¿Qué está haciendo?
– No lo sé. Hace un rato le preparé un sándwich con crema de cacahuete y mermelada.
Los servicios religiosos de la iglesia duraban casi toda la mañana del domingo, de modo que el tabernáculo disponía de una habitación contigua con juguetes para los más pequeños. Maya se acercó y miró por la ventana. Alice había desplegado una bandera de la iglesia sobre una mesa y la había rodeado de todos los muebles que había en la habitación. La Arlequín supuso que la muchacha estaría sentada en el oscuro centro de su improvisado fortín. Si la Tabula irrumpía en la iglesia, tardarían un poco más en localizarla.
– Parece que ha estado ocupada.
– Intenta protegerse -dijo Vicki.
Maya regresó al centro del tabernáculo.
– Si Gabriel tomó un avión hacia Londres el sábado, significa que lleva allí setenta y dos horas. Estoy segura de que fue directamente a Tyburn Convent para preguntar por su padre. Linden me ha dicho que los Arlequines nunca han tratado con esas monjas y que no tiene ni idea de si Matthew Corrigan está o ha estado allí.
– Entonces ¿cuál debe ser nuestro próximo movimiento?
– Linden opina que deberíamos ir a Inglaterra y ayudarlo a encontrar a Gabriel, pero hay dos problemas relacionados con la identificación. Dado que Gabriel creció fuera de la Red, el pasaporte falso que le proporcionamos se corresponde con los datos que introdujimos en la Gran Máquina. Eso significa que su pasaporte es el más limpio de todos, es el que más probabilidades tiene de ser aceptado por las autoridades.
Vicki asintió lentamente.
– Pero la Tabula seguro que tiene información biométrica de Hollis y de mí.
– Y también de Maya -intervino Hollis-. No olvidemos que pasó unos años viviendo en Londres, dentro de la Red.
– Linden y yo tenemos recursos para conseguir una identificación limpia que no puede ser rastreada cuando estemos en Europa, pero es demasiado arriesgado para cualquiera de nosotros utilizar nuestros pasaportes actuales en un viaje en avión. La Tabula cuenta con apoyo en las distintas agencias gubernamentales de segundad. Si descubren nuestras identidades falsas, lanzarán una alerta antiterrorista con nuestro perfil.
Hollis menó la cabeza.
– ¿Y cuál es el segundo problema?
– Que Alice Chen no tiene pasaporte. No hay forma de que podamos llevárnosla en un avión a Europa.
– Bueno, ¿qué se supone que debemos hacer? -preguntó Hollis-. ¿Dejarla aquí?
– No. No vamos a implicar a esta congregación. Lo más sencillo sería reservar una habitación en un hotel, esperar a que se duerma y marcharnos.
Vicki parecía escandalizada, y Hollis estaba indignado. «Nunca lo comprenderán», pensó Maya. Eso mismo le había dicho Thorn cientos de veces. Un ciudadano normal no era capaz de comprender la forma en que un Arlequín veía el mundo.
– ¿Te has vuelto loca? -exclamó Hollis-. Alice es la única testigo de lo que ocurrió en New Harmony. Si la Tabula se entera de que sigue viva, la matará.
– Existe un plan alternativo. Pero deberéis aceptar el hecho de que, a partir de este momento, las decisiones las tomaremos Linden o yo.
Maya había empleado deliberadamente un tono áspero e inflexible, pero Hollis no parecía intimidado. Miró a Vicki y sonrió.
– Me parece que vamos a escuchar la solución a nuestros problemas.
– Linden lo ha dispuesto todo para que podamos marcharnos en un barco mercante que partirá con destino a Gran Bretaña -dijo Maya-. Cruzar el Atlántico nos llevará una semana, pero al menos nos permitirá entrar en el país sin pasaporte. Estoy dispuesta a proteger a Alice de la Tabula en Nueva York, pero no podemos ocuparnos de ella eternamente. Cuando lleguemos a Londres, le proporcionaremos una nueva documentación y la dejaremos en un entorno seguro.
– De acuerdo, Maya. Ya has dejado claro tu punto de vista-dijo Hollis-. Los Arlequines quieren estar al mando. Ahora, danos un minuto para que lo consideremos.
Mientras Hollis y Vicki se sentaban aparte en un banco, Maya se acercó a una ventana y contempló el cementerio de Saint Raymond, al otro lado de la calle. El lugar estaba tan abarrotado y era tan gris como la ciudad misma. Las lápidas, las tumbas y las tristes estatuas se amontonaban sin orden.
El hecho de que Vicki y Hollis estuvieran enamorados lo cambiaba todo; significaba una vida juntos. «Si son listos», se dijo Maya, «intentarán evitar tanto a la Tabula como a los Arlequines. No hay futuro en esta guerra interminable».
– Hemos tomado una decisión -anunció Vicki. Maya regresó al centro de la sala y reparó en que los dos amantes estaban sentados a cierta distancia el uno del otro-. Yo te acompañaré con Alice en el barco a Inglaterra.
– Y yo me quedaré unas semanas en Nueva York y haré creer a la Tabula que Gabriel sigue aquí -dijo Hollis-. Cuando haya terminado, tendrán que pensar en cómo sacarme del país.
Maya dio su aprobación con un gesto de asentimiento. Hollis no era un Arlequín, pero estaba empezando a pensar como si lo fuera.
– Es una buena idea -dijo-, pero ten cuidado.
Hollis miró fijamente a Vicki.
– Claro que tendré cuidado. Lo prometo.
Sentado en la parte de atrás del Mercedes, Michael contemplaba la campiña alemana por la ventanilla. Aquella mañana había desayunado en Hamburgo, y en esos momentos viajaba por la autopista en compañía de la señorita Brewster para visitar el nuevo centro de informática de Berlín. Un guardaespaldas vestido con un traje negro iba en el asiento del pasajero, junto al chófer turco. Se suponía que debía vigilar al Viajero y evitar que se escapara, pero eso no iba a ocurrir. Michael no tenía el más mínimo deseo de volver al mundo normal.
Al entrar en el coche, vio que entre los asientos había una caja de madera con pequeños cajones, y supuso que contenía documentación ultrasecreta acerca de la Hermandad; sin embargo, lo que había dentro era un dedal de plata, un par de tijeras e hilo de seda de distintos colores para una labor de punto de cruz.
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