En la segunda calle, las planchas de fibra habían sido arrancadas; los tejados solo estaban unidos por los arcos de cemento. Gabriel recordó lo que Ice le había dicho y se concentró en sus pies; se esforzó por no mirar más allá, hacia la calle, donde un grupo de free runners observaba cómo cruzaba.
Gabriel se sentía relajado y se movía con facilidad, pero estaba perdiendo la carrera. Tuvo que detenerse y atravesar un tercer conjunto de arcos. Más adelante, observó cómo Cutter y Ganji saltaban sobre una inclinada plataforma de metal que sobrevolaba Long Lañe a modo de marquesina hasta casi tocar la fachada de ladrillo del edificio que en su día había sido el matadero del mercado.
Cutter había cruzado todo el tejado a la carrera. De pronto se mostró cauteloso y pasó a la plataforma caminando lentamente. Ganji, que iba unos cuatro metros por detrás, decidió ganarse la delantera: saltó sobre la parte izquierda de la plataforma, corrió tres pasos y perdió pie. Rodó cuesta abajo y gritó cuando sus piernas colgaron en el vacío, pero logró aferrarse al canalón.
Ganji quedó colgando en el vacío. Abajo su panda le gritaba que aguantara, que subirían y lo salvarían. Pero Ganji no necesitaba su ayuda. Consiguió auparse lo suficiente para pasar primero una pierna por encima del canalón hasta la resbaladiza plataforma y después el resto del cuerpo. Cuando Gabriel llegó hasta allí, el f ree runner estaba tumbado boca abajo. Empujándose con la punta de los pies y reptando con las manos, Ganji logró ponerse a salvo.
– ¿Estás bien? -gritó Gabriel.
– ¡No te preocupes por mí! ¡Sigue adelante! ¡Orgullo londinense!
Cutter iba por delante de Gabriel, pero su ventaja se esfumó en la plana terraza del matadero. Corrió de un lado a otro buscando una salida de incendios o una escalerilla de seguridad que pudiera llevarlo hasta la calle. En la esquina sudoeste, saltó un murete, se agarró a una cañería de desagüe y se quedó colgando en el aire. Gabriel corrió hasta la esquina y se asomó. Cutter estaba deslizándose por el tubo centímetro a centímetro, controlando el descenso con el canto de la suelas de sus zapatillas. Cuando vio a Gabriel, se detuvo un segundo.
– Siento lo que te dije antes de la salida. Solo pretendía ponerte nervioso.
– Lo entiendo.
– A Ganji le ha ido de un pelo. ¿Está bien?
– Sí. Está bien.
– Londres lo ha hecho bien, colega, pero esta vez ganará Manchester.
Gabriel imitó a Cutter y empezó a bajar por la cañería. Cutter ya estaba apartando con los brazos las ramas de unos arbustos, hasta que por fin consiguió llegar a tierra.
En cuanto su adversario puso un pie en la calle, Gabriel decidió correr un riesgo: se empujó lejos de la pared, soltó la tubería y se lanzó a una caída de seis metros sobre los arbustos. Las ramas crujieron y se partieron, pero lo frenaron y él aprovechó la inercia para rodar de lado y ponerse en pie de un salto.
Unos cuantos corredores habían aparecido por la zona como grupos de curiosos que observaran un maratón urbano. Cutter estaba haciendo alarde de sus habilidades corriendo a lo largo de una hilera de coches aparcados. Subía de un salto al capó de un coche, dos pasos más y saltaba al techo del otro, caía en el maletero de otro y brincaba hasta el siguiente. Las alarmas de los vehículos empezaron a saltar y sus aullidos resonaron en la calle. Cutter gritó: «¡Viva Manchester!» y alzó los brazos en señal de triunfo.
Entretanto, Gabriel corría en silencio por los adoquines. Cutter no vio que su adversario estaba acortando la distancia entre ellos. Se encontraban al principio de Snow Hill, la estrecha calle que conducía a la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate, tras la que se alzaba la ominosa silueta del Old Bayley, el viejo tribunal penal. Cutter dio una voltereta por encima de un coche y vio a Gabriel. Sorprendido, echó a correr calle arriba. Cuando ambos se hallaban a unos ciento ochenta metros de la iglesia, Cutter fue incapaz de controlar su miedo. Empezó a mirar por encima del hombro y se olvidó de todo menos de su adversario.
Un taxi de Londres negro salió de las sombras y dobló la esquina. El conductor vio el mono rojo y clavó los frenos. Cutter dio una voltereta en el aire para esquivarlo, pero sus piernas chocaron contra el parabrisas del coche, y el impacto lo arrojó al suelo y rodó como un monigote.
El taxi se detuvo entre chirridos, y la panda de Manchester llegó corriendo, pero Gabriel siguió calle arriba y saltó la valla que daba al desierto jardín de la iglesia. Se detuvo y apoyó las manos en las rodillas e intentó recobrar el aliento. Un free runner en la ciudad.
Maya caminó por East Tremont y giró en Puritan Avenue. Justo al otro lado de la calle se hallaba su escondite: el Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Vicki Fraser se había puesto en contacto con el párroco, y este había permitido que los fugitivos permanecieran en la iglesia hasta que idearan un nuevo plan.
A pesar de que Maya habría preferido salir de Nueva York, la zona de East Tremont del Bronx era mucho más segura que Manhattan. Era un barrio obrero bastante dejado, con las típicas calles donde no hay tiendas importantes y solo unos pocos bancos. En East Tremont también había cámaras de vigilancia, pero era difícil esquivarlas. Las cámaras del gobierno vigilaban parques y escuelas; las privadas estaban en el interior de las tiendas de vinos y licores, enfocadas claramente hacia la caja.
Hacía tres días que Maya y Alice habían escapado del mundo subterráneo de la terminal de Grand Central. De haber sido por la mañana, quizá se habrían tropezado con equipos de trabajadores, pero era de madrugada, y los túneles estaban oscuros, fríos y desiertos. Las cerraduras y los candados de las puertas eran modelos estándar y no fueron rival para Maya y su pequeña colección de ganzúas. Contaba además con el generador de números aleatorios que llevaba colgado al cuello. Cuando llegaba a un desvío, apretaba el botón del artilugio y escogía una dirección en función del número que aparecía en la pantalla.
Pasaron bajo las calles de Midtown y siguieron los túneles del metro que se dirigían hacia el oeste de Manhattan. Cuando emergieron a la superficie, era un nuevo día. Alice no había comido, ni bebido, ni dormido desde que salieron del loft, pero la muchacha había permanecido a su lado. Maya paró un taxi y pidió al taxista que las llevara al parque de Tompkins Square.
Antes de acercarse al monumento de los Niños más puros, se aseguró de que nadie las estaba esperando. Una sensación desagradable -algo parecido al miedo-la invadió. ¿Y si Gabriel había muerto? ¿Y si la Tabula lo había capturado? Se arrodilló en el frío pavimento y leyó el mensaje: G A Londres. Sabía que Gabriel necesitaba encontrar a su padre, pero en ese momento su decisión le pareció casi una traición. Thorn tenía razón: un Arlequín nunca debía vincularse emocionalmente con un Viajero.
Cuando salió del parque, vio que Alice, de pie junto al taxi, le hacía señas frenéticamente con la mano. Aquel acto de desobediencia por parte de la muchacha le molestó, hasta que se dio cuenta de que Hollis y Vicki acababan de llegar en otro taxi.
Preguntaron dónde estaba Gabriel y explicaron que ellos le habían perdido la pista y que, cuando por fin salieron del metro, se refugiaron en un hotel fuera de la Red, en Harlem. Ninguno de los dos dijo nada de lo que había ocurrido en el hotel, pero Maya intuyó que el guerrero y la virgen se habían convertido finalmente en amantes. La timidez de Vicki ante Hollis había desaparecido por completo. Sus contactos en el loft de Chinatown habían sido siempre fugaces, pero en esos momentos ella lo cogía de la mano o del brazo, como reafirmando el vínculo que los unía.
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