John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– No.

– Mira, esto no lo hace cualquiera. En realidad es una forma rápida de matarse. Si quieres, podemos escabullimos por detrás y…

– No pienso largarme -repuso Gabriel-. Puedo hacerlo.

La puerta se abrió de golpe. Sebastian y otros tres free runners aparecieron en el jardín.

– ¡Está aquí! -gritó alguien-. ¡Date prisa! ¡Está a punto de empezar!

Al salir del pub, Jugger fue absorbido por la multitud, pero Ice no se apartó de Gabriel y, sujetándole el brazo, le dijo en voz baja:

– Mira dónde pones los pies, pero no mires abajo.

– Vale.

– Si trepas un muro, no te pegues a él. Es mejor apartarse un poco, porque eso ayuda al centro de gravedad.

– ¿Algo más?

– Si te asustas, no sigas. Párate, y nosotros te bajaremos de la azotea. Cuando la gente tiene miedo es cuando se cae.

En la calle no había nadie más aparte de los free runners, y algunos de ellos demostraban ya sus habilidades, saltando y haciendo cabriolas. Iluminado por las luces de seguridad, el mercado de Smithfield parecía un enorme templo de piedra y ladrillo erigido en el centro de Londres. Las puertas metálicas que cerraban los muelles de carga y descarga estaban cubiertas por cortinas de plástico que se agitaban con la brisa nocturna.

Mash los guió alrededor del mercado y les explicó el trayecto de la carrera en línea recta. Una vez hubieran llegado a la azotea, recorrerían el edificio en toda su longitud y utilizarían una marquesina metálica para saltar hasta el matadero abandonado. Desde allí bajarían como pudieran hasta la calle y correrían por Snow Hill hasta Saint Sepulchre-without-Newgate. El primer corredor que llegara a la iglesia sería el vencedor.

Mientras una multitud se reunía en la calle, Ice indicó a Gabriel cuáles eran los otros dos hombres que se habían presentado voluntarios para la carrera. Cutter era un conocido líder de una panda de Manchester. Llevaba zapatillas de deporte caras y un mono rojo hecho de una tela elástica que brillaba bajo las luces. Ganji era uno de los free runner de Londres, un inmigrante persa de unos veinte años, de complexión ágil y atlética. Malloy, el cuarto corredor, era bajo y recio, y tenía la nariz partida. Según Ice, trabajaba a tiempo parcial sirviendo copas en una de las discotecas de baile de las afueras de Londres.

Llegaron al extremo norte del mercado y se situaron al otro lado de la calle, cerca de una carnicería especializada en despojos. Gabriel ya no tenía hambre; se sentía plenamente en forma para el reto que lo aguardaba. Oía las risas y el parloteo de la gente y le llegó un ligero olor a ajo de un restaurante tailandés que había en el extremo de la calle. Los adoquines estaban mojados y relucían como fragmentos de obsidiana.

– No tienes miedo… No tienes miedo… -repitió Ice cual un encantamiento.

El edificio del mercado se alzaba frente a los free runners como una pared impresionante. Gabriel comprendió que tendría que trepar por la puerta de hierro forjado para llegar hasta la marquesina de metacrilato, a diez metros del suelo. Unas escuadras de hierro que sobresalían de la pared en un ángulo de cuarenta y cinco grados sostenían la marquesina. Tendría que sortear esas barras para poder llegar a la azotea.

De repente se hizo el silencio; todos observaban a los cuatro corredores. Jugger fue hacia Gabriel y le entregó un par de mitones de trepar.

– Póntelos -dijo-. Por la noche el hierro resbala y está jodidamente frío.

– Cuando termine, querré el dinero.

– No te preocupes, tío. Te lo prometo. -Le dio una palmada en la espalda-. Desde luego, ¡eres un tío con un par!

El mono rojo de Cutter brillaba bajo las luces de seguridad. Se acercó a Gabriel y lo saludó con la cabeza.

– Así que eres estadounidense…

– Pues sí.

– ¿Y sabes lo que es un «plaf»?

Jugger parecía molesto.

– Déjalo en paz, tío. Estamos a punto de empezar.

– Solo quiero echarle una mano. Enseñarle a nuestro primo estadounidense -se volvió hacia Gabriel-que un «plaf» es cuando no sabes lo que estás haciendo y te caes desde lo alto de una azotea.

Gabriel lo miró fijamente a los ojos.

– Siempre existe la posibilidad de caerse. La cuestión es: ¿piensas en ello? ¿O eres capaz de apartarlo de tu mente?

Cutter torció el gesto, pero controló su miedo y escupió en el suelo.

– ¡Se acabaron las apuestas! -dijo una voz-. ¡Se acabaron las apuestas!

La multitud se apartó, y Mash apareció ante los corredores.

– Esto está pasando porque Manchester lanzó un desafío a las pandas de Londres. Que gane el mejor corredor y toda esa mierda que suele decirse. Pero recordad que lo que hacemos es algo más que correr. La mayoría de vosotros sabéis que ni verjas ni muros nos detendrán. La Gran Máquina no puede detectarnos. Nosotros trazamos nuestro propio mapa de esta ciudad.

Mash alzó el brazo.

– Uno, dos…

Cutter cruzó la calle a toda velocidad, y los demás lo siguieron. Las puertas de hierro forjado tenían un diseño de flores y parras, y Gabriel trepó por ellas utilizando los huecos como asideros y escalones.

Cuando llegaron a lo alto de la puerta, el ágil Ganji se deslizó entre la marquesina y el muro. Cutter lo imitó, seguido de Gabriel y Malloy. Las zapatillas golpearon sonoramente el plástico transparente, y la marquesina tembló. Gabriel se agarró a uno de los barrotes que sobresalían de la pared. Era delgado como una cuerda y difícil de aferrar.

Mano sobre mano, con el cuerpo colgando del barrote de hierro, Gabriel trepó. Cuando llegó al final del barrote, halló un espacio de apenas un metro entre la escuadra y lo alto del pretil de piedra que coronaba la fachada.

«¿Cómo se supone que voy a subir?», se dijo. «Es imposible.»Miró a su izquierda y vio a los otros tres corredores intentando culminar el difícil paso hasta el tejado. Malloy era el que tenía los brazos más fuertes. Se balanceó para situarse en lo alto del barrote, mirando hacia abajo. Luego, sujetándose con fuerza, cambió el peso a la parte inferior del cuerpo. Cuando sus pies estuvieron en la posición adecuada, soltó el barrote e intentó agarrarse a lo alto de la fachada, pero falló. Cayó sobre la marquesina y rodó, pero logró asirse al borde y se detuvo. Vivo todavía.

Gabriel se olvidó de los demás y se concentró en sus propios movimientos. Imitando la estrategia de Malloy, se balanceó hasta que consiguió poner los pies en el inclinado barrote, con las manos un poco más arriba. A continuación, se encorvó como si estuviera encerrado en un espacio muy estrecho, apoyó todo el peso del cuerpo en los pies y se lanzó hacia arriba. Se agarró al borde de la piedra blanca de la fachada, un pequeño murete que recorría el perímetro de la azotea. Utilizando toda la fuerza de sus brazos, consiguió izarse y pasar por encima.

El tejado de pizarra del mercado de Smithfield se extendía ante él como un camino oscuro y gris. El cielo nocturno estaba despejado; las estrellas eran precisos puntos de luz azulada. La mente de Gabriel empezó a deslizarse hacia la conciencia del Viajero, y observó la realidad que lo rodeaba como si fuera una imagen en una pantalla.

Cutter y Ganji pasaron corriendo junto a él, y Gabriel volvió al instante presente. Las tejas sueltas de pizarra chasqueaban mientras seguía a sus oponentes. Unos segundos más tarde llegó al primer cruce: un vacío de diez metros abierto por la calle que dividía el edificio. Arcos de cemento cubiertos por planchas de fibra de vidrio comunicaban los dos edificios, pero la fibra de vidrio parecía demasiado delgada para soportar su peso. Avanzando como un funambulista, atravesó paso a paso el arco y llegó al otro lado. Cutter y Ganji le estaban sacando ventaja. Gabriel observó las estrellas, a lo lejos, y sintió como si estuvieran corriendo hacia el negro abismo del espacio.

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