– No. Lo siento. -Gabriel tocó los barrotes de hierro que los rodeaban.
– Somos monjas de clausura -explicó la hermana Ann-. Eso significa que dedicamos nuestro tiempo a la oración y a la meditación. Dos hermanas se encargan del trato con el público. Yo soy la permanente. La otra cambia todos los meses.
Gabriel asintió educadamente, como si aquella fuera una información relevante, y se preguntó cómo iba a preguntarle acerca de su padre.
– Lo acompañaría a la cripta, pero tengo que cuadrar los libros. -La hermana Ann sacó un llavero de gran tamaño de un bolsillo y abrió una de las puertas-. Espere aquí mientras voy a buscar a la hermana Bridget.
La monja desapareció por un pasillo y Gabriel se quedó solo. En una pared había un expositor lleno de folletos religiosos y un llamamiento a la limosna en el tablón de anuncios. Al parecer, algún burócrata del ayuntamiento había decidido que las monjas tenían que gastarse trescientas mil libras para que el convento fuera accesible para las sillas de los minusválidos.
Gabriel oyó el susurro de unas telas y vio a la hermana Bridget avanzar por el pasillo como si flotara. Era mucho más joven que la hermana Ann. El hábito benedictino le tapaba todo el cuerpo salvo sus ojos castaño oscuro y sus sonrosadas mejillas.
– Es usted estadounidense. -Tenía una manera de hablar ligera, casi jadeante-. Vienen muchos por aquí, y suelen hacer espléndidas donaciones.
La hermana Bridget entró en la antesala y abrió la segunda puerta. Mientras Gabriel seguía a la monja por la escalera de caracol de hierro, se enteró de que cientos de católicos habían sido ahorcados o decapitados en las mazmorras de Tyburn, situadas calle arriba. Durante el período isabelino había habido incluso algún tipo de inmunidad diplomática, pues el embajador español tenía permiso para asistir a las ejecuciones y llevarse mechones de pelo de los reos. En tiempos recientes, cuando se excavó en la zona de las mazmorras para construir una rotonda, aparecieron más reliquias.
La cripta parecía un gran sótano de un edificio industrial. El suelo era de cemento negro, y el techo, blanco y abovedado. Había varias vitrinas de cristal donde se exponían trozos de huesos y prendas ensangrentadas. Había incluso una carta enmarcada, escrita por alguno de los mártires.
– ¿Eran todos católicos? -preguntó Gabriel mientras contemplaba un fémur amarillento y dos costillas.
– Sí. Católicos.
Gabriel miró a la monja a la cara y supo que estaba mintiendo. Inquieta por el pecado cometido, luchó unos instantes con su conciencia y al fin añadió con cautela:
– Católicos y otros.
– ¿Viajeros?
Ella pareció sobresaltarse.
– No sé de qué me está hablando.
– Estoy buscando a mi padre.
La monja le obsequió con una sonrisa compasiva.
– ¿Está en Londres?
– Mi padre es Matthew Corrigan. Creo que envió una carta desde este lugar.
La hermana Bridget se llevó la mano al pecho como si pretendiera protegerse de un golpe.
– En este convento no se permite la presencia de hombres.
– Mi padre se esconde de cierta gente que quiere hacerle daño.
La ansiedad de la monja se convirtió en pánico. Retrocedió hacia la escalera y tropezó.
– Matthew nos dijo que dejaría una señal aquí, en la cripta. Es todo cuanto puedo decirle.
– Tengo que encontrarlo. Por favor, dígame dónde está.
– Lo siento, no puedo decirle más -susurró la religiosa. Luego, echó a correr y sus gruesos zapatos resonaron en la escalera de hierro.
Gabriel recorrió la cripta cual un hombre atrapado en un edificio a punto de derrumbarse. Huesos. Santos. Una camisa manchada de sangre. ¿Cómo iba a conducirlo todo eso hasta el paradero de su padre?
Sonaron pasos en la escalera. Creyó que se trataría de la hermana Bridget, pero era la hermana Ann. La monja irlandesa parecía enfadada. La luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.
– ¿Puedo ayudarlo, joven?
– Sí. Estoy buscando a mi padre, Matthew Corrigan. La otra monja, la hermana Bridget, me ha dicho que…
– Es suficiente. Tiene que marcharse.
– Me ha dicho que mi padre dejó una señal…
– Váyase inmediatamente o llamaré a la policía.
La expresión de la anciana no dejaba posibilidad de réplica. Las llaves que llevaba en un aro de hierro tintineaban mientras seguía a Gabriel escalera arriba y hasta la puerta del convento. Gabriel salió al frío de la mañana, y ella se dispuso a cerrar.
– Hermana, por favor, tiene que entenderlo…
– Sabemos lo que ha ocurrido en su país. Leí en los periódicos cómo mataron a todas esas personas. También a los niños. No respetaron ni a los más pequeños. ¡Eso no pasará aquí!
Cerró con un portazo, y Gabriel oyó el chasquido de los candados. Tuvo ganas de gritar y golpear la puerta, pero solo habría conseguido que apareciera la policía. Sin saber qué hacer, el Viajero contempló el tráfico y los desnudos árboles de Hyde Park. Estaba en una ciudad desconocida, sin dinero ni amigos, y nadie iba a protegerlo de la Tabula. Estaba solo, verdaderamente solo, dentro de una prisión invisible.
Después de deambular sin rumbo durante varias horas, Gabriel se metió en un cibercafé de Goodge Street, cerca de la Universidad de Londres. Un grupo de simpáticos coreanos que apenas hablaban unas pocas palabras de inglés regentaba el establecimiento. Gabriel compró una tarjeta de pago y fue hasta la hilera de ordenadores. Había gente que miraba pornografía y otros que compraban billetes de avión de bajo coste. El adolescente rubio que estaba sentado a su lado jugaba a un juego on-line en el que debía ocultarse en un edificio y matar a cualquier extraño que apareciera solo.
Gabriel se instaló frente al ordenador y entró en diferentes chats para intentar localizar a Linden, el Arlequín francés que les había enviado dinero a Nueva York. Tras dos horas de fracasos, dejó un mensaje en una web dedicada al coleccionismo de espadas antiguas: «G. en Londres. Necesita dinero». A continuación, pagó a los coreanos por el tiempo que había pasado al ordenador y pasó el resto del día en la sala de lectura de la biblioteca de la universidad. Cuando esta cerró, a las siete de la tarde, regresó al cibercafé y comprobó que nadie había respondido a su mensaje. De nuevo en la calle, el aire era tan frío que el aliento formaba nubecillas de vapor. Un grupo de estudiantes pasó entre risas junio a él. Le quedaban menos de diez libras en el bolsillo.
Hacía demasiado frío para dormir a la intemperie, y en el metro había cámaras de vigilancia. Mientras vagaba por Tottenham Court Road, con sus tiendas de ordenadores y electrónica brillantemente iluminadas, se acordó de que Maya le había hablado de un lugar de West Smithfield donde los herejes, los rebeldes y los Arlequines habían sido ejecutados por las autoridades. En aquella ocasión, Maya utilizó la lengua de su padre para referirse a la zona, la llamó Blutacker. En su origen, la palabra en alemán hacía referencia a un cementerio cercano a Jerusalén comprado con las monedas de plata entregadas a Judas, pero posteriormente había adquirido un significado más general: designaba cualquier zona maldita, cualquier terreno manchado de sangre. Si aquel era realmente un lugar Arlequín, quizá encontrara un tablón de mensajes o alguna indicación que pudiera servirle de ayuda.
Guiándose por las indicaciones de gente que parecía borracha o extraviada, se dirigió hacia East London. Finalmente, pasado el hospital Saint Bartholomew, llegó a Giltspur Street y encontró dos monumentos conmemorativos separados por unos pocos metros. El primero recordaba al rebelde escocés William Wallace, mientras que la segunda placa estaba situada cerca de donde la Corona había quemado a los católicos en la hoguera. «Blutacker», se dijo Gabriel, pero no vio indicios de Arlequines por ninguna parte.
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